Cada 38 horas y 5 minutos, una mujer es asesinada en Honduras. Cada denuncia archivada, cada agresor en libertad, cada discurso político vacío de acciones concretas confirman una verdad incómoda: la violencia contra las mujeres no es solo un crimen individual, sino un fracaso colectivo de todo este sistema podrido. Desde el ámbito jurídico, político y de derechos humanos, el Estado hondureño ha convertido la impunidad en costumbre, y la costumbre en ley.
Este país está atestado de marcos legales avanzados: Ley contra la Violencia Doméstica, tipificación del femicidio en el Código Penal y la firma de convenios internacionales. Pero en los juzgados, la realidad es otra: jueces que revictimizan, sobreseimientos bajo argumentos como la “falta de lesiones graves” o “conflicto pasional”, ignorando patrones de violencia psicológica y económica. Entonces, claro está, Honduras no tiene un problema de códigos legales. Tiene un problema de burócratas del poder que protegen a hombres violentos. Cada vez que una mujer es golpeada, violada o asesinada en este país, no solo muere a manos de un agresor, sino que es asesinada por un sistema diseñado para fallarle. Y en el centro de este fracaso institucional hay dos actores principales: los políticos sin voluntad y los jueces sin vergüenza. Estos hablan de “cero tolerancia” en sus campañas, pero recortan presupuestos para casas refugio, mientras aumentan gastos en publicidad oficial. Nombran a misóginos en cargos claves y algunos ocupan las principales posiciones en las planillas electorales, si no preguntémonos, ¿cuántos diputados acusados de violencia de género siguen en sus puestos?
Firman convenios internacionales que nunca cumplen, mientras las mujeres huyen de sus casas con sus hijos en brazos. No es falta de recursos, es falta de interés. Porque en un país donde un alto porcentaje de las víctimas de violencia doméstica son mujeres, ningún partido ha convertido esto en prioridad real. Mientras, el círculo de la impunidad, con su poder autoritario, protege al violento, creando un verdadero “pacto de corruptos”, con políticos que no quieren tocar el tema, porque muchos son agresores o protegen a sus amigos. Los jueces no castigan
-porque el machismo también vive en las togas- y las mujeres siguen muriendo, porque nadie con poder ha decidido detenerlo. Y a todo esto, ya no sirven los “talleres de sensibilización” ni las “campañas rosas”. Lo que necesitamos son tribunales autónomos contra la violencia de género, con jueces extranjeros, si es necesario -porque los nuestros no funcionan-. Listas públicas de agresores, que ningún feminicida ocupe cargos públicos.
Las mujeres hondureñas no necesitamos más promesas. Necesitan justicia. Y si los políticos y jueces no la dan, tendrán que enfrentar el castigo electoral de un país que ya no aguanta más sus mentiras.
Porque cuando el Estado no castiga al violento, se convierte en su cómplice. Y Honduras lleva años siendo el mejor aliado de estos asesinos. Asumamos la realidad que la violencia contra las mujeres no es un “problema privado”, es un genocidio silencioso, tolerado por el gobierno y todas sus estructuras jurídicas.
Mientras tanto, los cementerios se llenan de féminas que tuvieron nombres, sueños y denuncias que nadie escuchó. Honduras no necesita más discursos. Necesita una sublevación judicial y política que ponga en el centro lo que nunca ha importado: las vidas de las mujeres que siguen esperando la honestidad de sus gobernantes, la depuración de la burocracia de operadores de justicia y sus policías, una reforma judicial profunda, y que las promesas no sean un anuncio de campaña electoral.
La lucha contra la violencia de género no se gana con discursos, sino con jueces independientes, fiscales comprometidos y un Estado que priorice la humanidad de las mujeres sobre los pactos entre delincuentes.