Nuestra emancipación política del imperio español se debió a una conjunción de factores internos y externos, entre ellos la invasión napoleónica a la península ibérica (1808), el alzamiento popular en México encabezado por Hidalgo y Morelos (1810), las Cortes de Cadiz y la Constitución liberal de 1812, el Plan de Iguala y la independencia de México y Sudamérica (1821).
Dos aspectos caracterizaron la ruptura del pacto colonial con Madrid: no estuvo precedida de guerras independentistas ni tampoco de enfrentamientos sociales-raciales entre indígenas, negros y mestizos, de una parte y blancos peninsulares y criollos de otra.
Así, cuando la élite burocrática y eclesiástica guatemalteca se reunió para debatir si se proclamaba la independencia o, por el contrario, la Capitanía General se mantenía fiel a la Corona, prevaleció la primera opción por veintitrés votos a favor y siete en contra. Seguidamente se procedió a redactar el acta de los puntos tratados en tan decisiva reunión.
Este documento fundamental, redactado por José Cecilio del Valle, enfatizaba la continuidad antes que el cambio, lo que recoge el numeral 1o: “para prevenir las consecuencias que serían terribles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”, en tanto que el 7o señalaba “que entre tanto, no habiendo novedad en las autoridades establecidas, sigan estas ejerciendo sus atribuciones respectivas”.
Un congreso con delegados de las distintas provincias debería ratificar o rechazar lo acordado en Guatemala, mismo que fue impedido al ser anexados al efímero imperio mexicano de Iturbide en 1822. No debe olvidarse que también un 15 de septiembre, de 1842, el mártir de la unidad ístmica, Francisco Morazán, era ejecutado en San José, Costa Rica, sin concederle el derecho a la defensa. Su asesinato sellaba la fragmentación de la República Federal de Centroamérica en cinco parcelas, pobres y débiles, enfrentadas entre sí en luchas fratricidas.