El calendario cívico marca el 30 de mayo como el Día del Árbol, una fecha creada con el objetivo de inculcar en los niños y niñas la importancia de cuidar el bosque.
La fecha encuentra a los hondureños y hondureñas enfrentándose a una de las más graves crisis de su historia por la destrucción de la que están siendo objeto, a nivel nacional, sus bosques.
La situación es aterradora. Hasta ayer, el Instituto de Conservación Forestal (ICF) registraba 923 incendios a nivel nacional solo en lo que va del año, lo que representaba 59,133.13 hectáreas afectadas, frente a los 60,683 hectáreas que fueron destruidas por la misma causa el año anterior, sin contar los daños que, en los últimos años, han causado la tala inmisericorde y el gorgojo descortezador, que han hecho mella en millones de hectáreas a nivel nacional. El daño ocasionado es incalculable, devastador.
Los incendios, las plagas, enseñan los especialistas, interrumpen los ciclos naturales de los bosques, destruyen la vida animal, aumentan los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera, contribuyendo al efecto invernadero y al cambio climático.
Por eso, la fecha es propicia para que se inculque a los más pequeños -porque los más viejos parece que no aprendimos la lección como se debía- la importancia de cuidar y preservar los bosques, y con ello, la vida animal y silvestre; las fuentes de agua.
El reto es enorme. La familia, la escuela, el colegio y la universidad. La iglesia y las organizaciones sociales: los medios de comunicación, y principalmente el Estado, están obligados a impulsar políticas, proyectos, programas encaminados a garantizar la protección y recuperación de nuestros bosques, y que las futuras generaciones, al igual que las nuestras, puedan cantar con orgullo: “Viva el pino por siempre en la tierra que benigna la vida nos dio y por siempre se muestra imponente a los besos radiantes del sol”.