Estos días son muy propicios para la reflexión. Acabamos de celebrar una de las fiestas religiosas más importantes para los cristianos, pero también estamos por cerrar un año que ha sido muy importante en cuestión de crecimiento económico para los latinoamericanos, mientras la crisis económica no termina de asechar a los europeos y ya ha modificado incluso el escenario político en el viejo continente.
Aprovecho el presente espacio para mostrarle una colaboración distinta, alejada de los problemas y tensiones que siempre atraen los reflectores internacionales.
Se trata de un cuento corto titulado “El país de las luces”, una narrativa imaginaria que tiene que ver con el paradigma de la democracia, esperando que su lectura lo aparte de las tensiones que como ciudadanos del mundo traemos con nosotros, pero que a la vez lo invite a reflexionar sobre un tema que será de gran importancia en el año venidero…
En El País de la Luces siempre hubo libertades y derechos, el sol brillaba todo el día, no había necesidad de bombillas ni de tener generadores eléctricos, siglos de historia guardaban a la luz como algo natural y propio de aquella nación solitaria en el mundo.
Hacía muchos años que no existía gobierno de facto alguno, pues aquellos ciudadanos nunca irrumpían el orden público, sus relaciones eran cordiales, la luz les proveía de todo aquello que pudieran necesitar: desde alimentos; frutas y verduras en abundancia, hasta el calor para contrarrestar las inclemencias del invierno, o simplemente para tener una vida más armoniosa con la naturaleza. No había conflictos en aquel lugar.
De pronto, un día sin explicación alguna, ¡todo se volvió oscuridad!…
Los habitantes, desconcertados, no supieron cómo responder al infortunio. El caos se apoderó de los hombres y mujeres, la luz había sido la ley que contralaba sus acciones y ante la oscuridad parecía que todo era permitido. Después de algún tiempo de incertidumbre y barbarie, surgieron, como tradicionalmente lo hacen, algunos grupos de individuos que encontraron una perspectiva de solución ante el agobiante problema.
Solo tres de ellos sobresalen de entre los demás para su mención ante el estricto apego a formas de gobierno conocidas por nosotros, pero novedosas en un país con una población autogobernada.
En el primer grupo se decidió pedir una solución directa al monarca, un hombre que había heredado el trono de un Estado sin leyes y que, por tanto, no contaba con la experiencia para poner orden a sus gobernados.
La gente, en la condición de ceguera impuesta en que se encontraba, simplemente desobedecía el mandato real, y el rey no tenía cómo vigilar la correcta conducta de sus súbditos.
El segundo grupo optó por utilizar una antigua ley, que consideraron suprema, fundamental y perfecta, pero aquella no pudo ser recordada por sus viejos escribanos, quienes no conocían otra forma de lectura más que aquella que se apoya en la iluminación, además ¿quién respeta una ley que apenas y se distingue en la oscuridad y que fácilmente amolda sus palabras a los intereses de los poderosos?
El tercer grupo decidió ser más práctico. Sabían que era necesario explotar otros sentidos para instaurar un nuevo régimen, que antes natural, ahora era necesario reconstruir.
Usaron como instrumento el sentido del oído; sería entonces su voz el canal adecuado para instaurar el orden, y como el habla utiliza a la razón y al argumento como cualidades medibles de inteligencia, no hubo duda en la elección objetiva de quienes debían asumir el mando de la administración pública, no hubo tráfico de influencias, ni corrupción, todos se comunicaban en asamblea, donde se convocaba primero al silencio y después a las autoridades electas por sus méritos y discursos; aquellos, moderados en un orden estricto, pues estaba en juego nada menos que la supervivencia de todos.