Uno de los temas más debatidos dentro de las esferas del arte es acerca de sus funciones y propósitos. Algunos encontrarán estos propósitos desde la perspectiva del arte, es decir, en sus propias leyes, para otros, en la capacidad del arte de proponerse como actividad relacional; es decir, como intersticio entre múltiples aristas de la vida, o en algunos casos como instrumento de liberación social.
En fin, podemos seguir estableciendo funciones y propósitos, pero me interesa reflexionar sobre las implicaciones éticas del arte, pero más sobre el sentido del arte desde la perspectiva humana, o sea, como variable para el desarrollo humano sostenible. Por ello la necesidad de abogar por la constitución de redes comunales que cohesionen a los actores que construyen y contribuyen con la realización artística. Por tal razón, considero muy importante realizar tal reflexión, sobre todo por el tipo de relaciones que prevalecen entre los artistas, curadores, bienales e instituciones, que en algunos casos no son las más gratas. En diversas ocasiones hemos presenciado enormes confrontaciones entre distintos sectores, algunas veces extremadamente positivas otras estériles, vacías, sucias y mal intencionadas.
Claro, de las últimas ni vale la pena profundizarlas, pero sí mencionarlas para enumerarlas y no obrar de forma arrebatada y apasionada.
Para realizar tal reflexión, no se puede dejar de lado el lugar del arte dentro del conjunto de relaciones impuestas por las necesidades del mercado, donde imperan el afán de lucro y un marcado individualismo. La actividad creadora, en algunos casos, lejos de convertirse en una actividad de regocijo intelectual se ha transformado en una actividad que contribuye a profundizar las brechas entre los que gozan de los bienes culturales y los que permanecen excluidos. Claro está, las instituciones contribuyen a profundizar estas diferencias en su ardua tarea de legitimar “bienes y servicios artísticos” que serán consumidos por el mercado.
Llama mucho la atención la pérdida de pertenencia entre los artistas y las instituciones. La dinámica de ambos marcha por senderos distintos y su incorporación se realiza a través de ritos y ceremonias que legitiman la actividad creadora. Pero no menos culpable es el papel del artista, quien se ha desvanecido a través de la práctica fetichizada del arte y diluido los verdaderos propósitos ante la enorme necesidad de legitimar su propia praxis ante el imperativo del mercado de contar con el respaldo y el visto bueno de la institucionalidad cultural. El problema surge ante su no aceptación o inclusión, situación que genera tensiones y angustias que no permite la autorrealización.
Ese es el punto que deseo sobredimensionar: ¿Cómo nos aseguramos amalgamar ambas prácticas y lograr cohesionarnos para erradicar la inequidad y eliminar las brechas existentes? Tal vinculación es fundamental y necesaria; solo de esa forma podemos potencializar el capital social configurado a partir de esas relaciones, de lo contrario seguirán manifestándose lazos no vinculantes, de desconfianza y ausentes de coherencia.
Fortaleciendo estas grandes debilidades podemos reducir costos de transacción, producir bienes públicos y fortalecerlos, construir organizaciones de gestión y de base afectivas. Como ven, se alcanza desarrollo a partir de la cohesión y del buen desempeño de las instituciones.
Los curadores son profesionales del arte que orientan procesos artísticos, al menos así lo concibo. Desafortunadamente la curaduría se ha desarrollado de forma unilateral y poco vinculante en nuestro contexto. El curador y el crítico son aliados importantes de los artistas, en algunos casos, son los artistas mismos los que han asumido esta actividad; pero en otros, son profesionales que por desgracia la institucionalidad los ha cubierto de poder para entrecruzarse en el proceso de creación.
El proceso curatorial entrecruza la actividad del artista, para bien o para mal. Digo para bien porque el curador orienta, elimina impurezas y ruidos establecidos ante planteamientos mal formulados, también puede incorporar al sistema del arte un conjunto de obras ante un planteamiento determinado. Pero lo cierto es que el curador y el crítico están investidos por el poder de legitimar procesos, artistas, procedimientos técnicos, movimientos de vanguardia, etc. A pesar de este poder otorgado por la autoridad burocrática de la institucionalidad del arte, el curador juega un papel fundamental. Pero entonces, ¿en qué estriba el problema? A mi juicio el problema es estrictamente ético; es decir, son las desviaciones en la práctica moral del curador, y diré por qué. La actividad del curador como del artista son dos formas de la praxis social que tienen implicaciones morales, como cualquier actividad humana; por consiguiente, no se pueden situar las acciones de los artistas y los curadores fuera de las relaciones morales, por tal razón sus acciones estarán reguladas por normas y principios, no plantearlo de esa manera sería considerar una anomia social.
Claro está, el arte como actividad liberadora del espíritu podrá proponerse una ruptura o una transgresión a ese sistema normativo; acá retomo el planteamiento de Bretón en relación a la actitud anarquista de los creadores. No obstante, cuando la intencionalidad se aleja de los valores fundamentales se presencian intenciones distintas y ajenas. El papel del crítico y del curador es el de orientar, no legitimar a partir de determinadas intenciones o preferencias. No se trata de ser democrático, o sea, incluir solo para generar participación, dado que esa actitud lesionaría la calidad poética o estética de una obra o acción. Pero sí debemos ser críticos y suprimir el rito clientelista del artista y el curador, cuya relación debe tejerse sobre la confianza y el diálogo abierto.
¿Cómo recuperar la confianza perdida? Pues sencillo, fortaleciendo, cohesionando y tomando conciencia de la verdadera finalidad del arte, dejando a un lado los elementos banales y enajenantes de la creación. Por otro lado, considerar que el trabajo del creador lo legitima la misma práctica social, y no tan solo la relación con las instituciones. Como elemento de prueba es la misma práctica de los creadores, dado que una variedad de artistas han propuesto concluir con la relación legitimadora de las instituciones, prueba de ello fue lo hecho por las vanguardias de la modernidad, concretamente el dadá. Al considerar no artísticas, no literarias sus propuestas emprendieron un feroz golpe al sistema de valores y al stablishment impuesto por las distintas instituciones y grupos sociales alrededor del arte. Los surrealistas fueron más allá y su posición crítica abarcaba la forma de vida de la sociedad burguesa. No es casual haber cuestionado los diferentes tipo de dominación legítimas, me refiero a lo racional legal, es decir, los ordenamientos estatuidos por autoridad. El automatismo psíquico y el azar objetivo son las formas más originales de romper con los esquemas racionales propuestos por la sociedad en conjunto.
De igual manera, los valores tradicionales, las costumbres de carácter sagrado por una actitud que proponía la libertad a partir de la ruptura de los esquemas mentales instaurados a través de las costumbres. Pero la crítica surrealista abarca varias dimensiones o esferas, y por supuesto lo político es una dimensión importante. El creador es militante y aboga por la transformación social a partir de sus vínculos partidarios y organizativos.
Otra actitud crítica que busca desarropar la autoridad de las instituciones es la deriva de los internacional situacionistas. La galería, el museo, las sacrosantas paredes de la institucionalidad fueron dejadas para concentrarse en la ciudad, en una palabra: en el espacio público. De igual manera, los grandes proyectos propuestos por los artistas relacionales, cabe mencionar a artistas como Francys Alys, Santiago Sierra y otros, se dirigen bajo esa dirección.
De los argumentos anteriores pretendo dimensionar lo siguiente: hace falta potencializar las relaciones de confianza y de solidaridad, pero eso solo se logrará si recuperamos los verdaderos propósitos de la creación artística. De lo que se trata es de la toma de consciencia de la finalidad del arte y ejercer tal compromiso bajo responsabilidad ética.
Pensar la unión comunal entre creadores es llevar la idea de capital social al terreno de la práctica artística. Capital social es la variable que mide la colaboración social, la solidaridad y el uso individual de las oportunidades que surgen de las relaciones sociales. Es lícito señalar, que el principio de capital social es una variable para el desarrollo, pero no es algo descabellado llevar ese principio al terreno de la creación artística.
En pocas palabras, lo que propongo en un primer momento es organizar pequeños grupos interconectados y relacionados bajo un propósito en común: la actividad artística como variable del desarrollo y de una cultura de paz.