Opinión

Las nalgaditas que nos prohíben dar

Recuerdo a mi madre persiguiéndome con una correa para escarmentarme por haber roto un vidrio de la puerta en un acto de altanería infantil. Aunque la evadí por varios minutos, finalmente recibí lo merecido.

Ni mis hermanos ni yo nos quejamos de los correazos y lo único que sentíamos era un coraje temporal, pero volvíamos a querer a nuestra mamá y olvidábamos aquel castigo. Jamás la policía de Colombia llegó a la residencia para someter a mi madre y arrebatarle el poder de disciplinar a sus hijos.

En Estados Unidos es regla obligatoria que al ingresar al colegio, a los estudiantes se les sugiera denunciar a sus padres cuando se sientan agredidos, incluso por leves regaños; una simple reprimenda podría ser considerada maltrato infantil y peor si hay de por medio una nalgadita. Hay casos en que los papás pierden la potestad de sus vástagos por hacer el trabajo que le corresponde: ser papás. Es como un complot contra la familia.

He visto situaciones incómodas de mamás que tratan de sofocar el arrebato histérico de un niño en público, fingiendo ser las más delicadas del mundo, mientras los espectadores interpretan esa tranquilidad como una manera de esconder el miedo de ir a la cárcel por escarmentar a un hijo malcriado.

Las autoridades, y me refiero no solo a la policía sino a los que legislan, se empeñan en quitarle el poder a los papás, con la idea que más vale excederse en leyes que llevar al hospital o al cementerio a un hijo. Irónicamente, no se ha reducido la cifra de víctimas.

En cambio, la exagerada sobreprotección del Estado alteró el comportamiento de quienes fueron niños y crecieron. Hoy día se ve cómo se perdió la obediencia a la autoridad paterna y, por ende, a la autoridad policial y estatal. Al arrebatársele a los padres disciplinar a sus hijos surgió un cambio nocivo para la sociedad donde el respeto por los adultos, en especial por los ancianos, prácticamente desapareció en muchas comunidades.

En mi época de niño, con solo escuchar la voz de mi padre sabía que tenía que acabar la algarabía y ni siquiera podía responder cuando él regañaba. Hoy en día los jóvenes se enfrentan a sus progenitores como enemigos, insultándolos y, en ciertos casos, levantándoles la mano.

Creo que otra parte de la culpa la tienen los psicólogos escolares y de familia, que se inventaron una sarta de reglas y códigos, basados en estudios rebuscados o tal vez aplicables a otras comunidades distintas a los hispanos.

No todos los menores necesitan ser castigados con nalgaditas, pero sí todos requieren de una dosis de disciplina, bien sea un castigo material, una prohibición a salir con sus amigos o simplemente suspenderle los privilegios como el celular, la Internet o el carro.

El problema se complica cuando algunos papás, desesperados por recuperar el control arrebatado por el Estado, compran cariño y atención a través de regalos y dinero.

Muchos padres creen reconquistar de esta manera el derecho perdido y están equivocados porque a los hijos consentidos que se les da demasiado, por lo general, se convierten en una pesadilla familiar y serán tan desagradecidos que darán la espalda a los padres en su vejez.