Rolando fue mi primer admirador cuando era una niña. Teníamos apenas cinco años de edad, y estábamos en plena etapa de inicio y en donde suelen construirse nuevos conocimientos en base a representaciones. No sé qué iconografía tenía Rolando en su casa, pero recuerdo que siempre, donde me encontraba, manifestaba a sus amiguitos que yo era su novia. Crecimos juntos, y cada vez que mi madre me enviaba hacerle algún mandado a la pulpería, Rolo –así le decíamos- me perseguía y corríamos y corríamos… él con afán de alcanzarme y yo huyendo de su presencia.
¡Cómo disfrutaba Rolando en corretearme!. Cierto día, cansada de tanto correr y correr –me di por vencida- me alcanzó, y me estampó –así de golpe- un beso. Mi primer beso en suspenso, lleno de enojo, triste, sin dientes y grosero. Recuerdo que lo odié y pedí a mi madre que –por favor- no me enviara sola a hacer mandados porque había un niño malo que me perseguía, que ya me había dado un beso, pero que le dijo a sus amiguitos que me iba a dar más... Con el paso de los años, la adolescencia llegó y para mi fortuna, él se fue a vivir a San Pedro Sula y ya no volví a saber de él.
Pero la vida es misteriosa y los suspensos, mejor dicho: los puntos suspensivos, a veces suelen ir más allá de esa definición que nos da la RAE, especialmente en asuntos ortográficos cuando dice: “Quedar incompleto el sentido de una oración, o cláusula del sentido cabal, para indicar temor o duda, o lo inesperado y extraño de lo que ha de expresarse después.”
Resulta que hace un par de días me encontré por Facebook a Rolando, si al –Rolo- de mi infancia, a ese niño que ahora tiene cincuenta y siete años, (siete años mayor que yo) me solicitaba una aprobación de amistad. Con precaución busqué referencias, indagué y llegué a la conclusión de que sí, en efecto era aquel vecinito malo y mentiroso, que me correteaba. Después de pensarlo por un par de meses, le di clic a aceptar y lo primero que escribió fue… “tú sigues siendo mi novia, por aquel beso que nos dimos…” escrito con puntos suspensivos al inicio y al final de la oración.
No supe si enojarme o reír, lo cierto es que lo primero que vino a mi mente fueron las “Cartas del vidente” de Rimbaud: “Él busca su alma, la analiza, la tienta, la comprende… Pero se trata de hacer el alma monstruosa… ¡Y qué! Imagínese un hombre que se injerta verrugas en la cara y las cultiva”. Me negué a creer en sueños de princesas. Allá a lo lejos sonaba la canción de Sabina, “amores que matan nunca mueren…”, luego vino, la pausa, el silencio y una emoción añeja, reencontrada de nuevo.
Las pláticas que vinieron después han sido como esos frondosos árboles plantados cerca de los ríos. Él, todo un exitoso empresario, casado, con dos hijas hermosas y muy inteligentes. Yo, contando los mejores momentos de mi vida: mi primera casa, mis hijas, mis nietos, los libros publicados, algunos premios internacionales, estudios de latín. Hoy hablamos, tratando de completar oraciones infantiles que se quedaron ahí, suspendidas en el tiempo. Aclaramos, por supuesto, que nunca fui su novia, que aquel beso –robado- para mí fue una desdicha. Ahora nos reímos de lo acontecido, valoramos el don de la vida y la posibilidad que tuvimos para enmendar malos entendidos. Comprendí que nunca lo odié, vi desde otra perspectiva, la de “él”, lo que pudo haber sentido –y siendo sincera- a mí también me faltaban dos dientes. Tres son los puntos suspensivos, uno va por la infancia, otro por la sinceridad y el último por la amistad. Y si bien es cierto que en la mayoría de los casos evoca algo que se quedó en suspenso, hoy denota reencuentro.
El título de este artículo sin lugar a dudas, te lo debo a ti, Rolo, y a tu afán de perseguirme. Un pensamiento anónimo dice: “Él había puesto tres puntos suspensivos a la historia, ella borró dos”. Feliz Día de la Amistad.