Estas manifestaciones enraizadas en cultos antiquísimos poseen un común denominador: sus practicantes se autoproclaman intermediarios entre los supuestos poderes ocultos, sobrenaturales, las divinidades y los crédulos que buscan respuestas, sea ante fenómenos naturales no comprendidos que los avances científicos van desentrañando en cuanto a sus causales, conexiones y consecuencias, o ante dilemas existenciales que abarcan una amplísima gama que va desde el deseo de venganza ante una ofensa y/o daño hasta un amor imposible, por no ser correspondido, comprendiendo un espectro tan abarcador como lo son las emociones y pasiones humanas así como los estados psíquicos.
Estos rituales, enmarcados por lo general en el atávico pensamiento mágico-religioso, buscan tanto fines de lucro como cuotas de influencia social.
Por ser percibidos por las iglesias oficialmente aceptadas como competencia, han sido no solo denunciados pero también perseguidos; acusados de herejías, blasfemias y asociación con las fuerzas del mal. Recordemos aquellas personas que perecieron en la hoguera o en la horca, previos indecibles tormentos y torturas, a manos de la inquisición católica. En el proceso, perecieron tanto supuestos hechiceros como intelectuales, culpables e inocentes. Fue hasta el siglo XVIII con la Ilustración que esa práctica inhumana dejó de ser aplicada de manera oficial, al menos en la cultura Occidental.
No obstante, estos rituales continúan atrayendo a personas con profundas carencias intelectuales, materiales, psíquicas y espirituales, particularmente en coyunturas caracterizadas por la incertidumbre, las crisis económicas, sociales, bélicas, en periodos de sequía y hambruna, de pestes y epidemias, cuando el pensamiento racional y lógico, humanista, cede el paso a las interpretaciones milenaristas, fundamentalistas, irracionales, lo que es aprovechado por charlatanes, oportunistas, manipuladores.
La interpretación antropológica permite ubicar en contexto a estos ritos y prácticas, al igual que el análisis literario. Recuérdese como ejemplo la obra teatral Las brujas de Salem, del dramaturgo Arthur Miller, o la novela “Los brujos de Ilamatepeque”, de nuestro Ramón Amaya Amador.