Opinión

Mecánicamente y en un acto reflejo, recogí con las puntas de los dedos la sal que había derramado sobre la mesa segundos antes. Estaba a punto de llevar a cabo ese ritual atávico y supersticioso de tirar sobre el hombro izquierdo la sal derramada cuando reparé que mis compañeros de mesa me observaban curiosos y con el esbozo de una sonrisa asomando a los labios.

“¿Qué pasa?” –les pregunté–, anticipándome a la burla, agregando de inmediato, en tono defensivo: “¡nunca está de más tomar precauciones!”. El sonido de las risas me distrajo lo suficiente como para no percatarme de las miradas condescendientes. Me percaté también que mi gesto había desviado la atención del tema que dominaba la conversación y que, a decir la verdad, ya ni me acuerdo sobre qué versaba.

Aprovechando el ambiente de indulto temporal a esas “creencias de gente inculta” que se produjo, uno de quienes rodeaban la mesa alzó la voz y confesó –sin mediar vergüenza- que él no me cuestionaba pues “creía en el mal de ojo”. Dando un largo trago a su bebida, ofreció a nosotros sus comensales una anécdota de la cual podía hablar con propiedad pues había sido testigo privilegiado: él mismo había sido su protagonista, en la lejana infancia. Aquejado de rara enfermedad que ningún médico pudo diagnosticar ni aliviar, la desesperación hizo presa de su madre, quien aconsejada por una sabia anciana amiga de la familia, acudió a una curandera de arrabal que, al nomás contemplar a la quejumbrosa criatura, supo de presto, de la acción de una “pérfida mente adulta” en contra del inocente. Armada de un par de hierbajos y huevos, la bruja hizo rezos ininteligibles y un frotamiento vigoroso sobre la humanidad del crío –concentrándose en la zona abdominal- después del cual, el narrador vomitó con gala de arcadas y espumarajos, una maligna bola de sebo y pelo, con olor a azufre y de improbable origen humano.

El realismo con que la víctima contaba aquel deleznable episodio fue capaz de generar desasosiego entre los que le escuchaban. Cabizbajos, más de uno olvidó su copa, mientras otros apuraban su contenido hasta el fondo, con la boca y garganta resecas. Nadie desafió a quien, con lujo de detalles, describía los dolores, sonidos, sensaciones y miedos de su propia niñez.

“¿Y se supo quién fue?”, preguntó angustiado, uno de los que antes se reía de mi conjuro. “¿Quién fue, qué?, le contestó serio y con una pregunta, el hombre de la historia. “¿La persona que te hizo mal?”, terció otro.

“Mi mamá me hizo creer que no”, respondió. “Pero sospecho que siempre lo supo, pues desde entonces cargo esto”, mostrándonos a todos un collar con un extraño amuleto en forma de ojo.

Un sentimiento incómodo se había instalado en la mesa y entre los parroquianos. Vi a más de uno vaciar su vaso y, receloso, darle toques al tablero de madera antes de retirarse de la fonda y salir a la oscuridad de la noche.

Me alejé de ahí, satisfecho. Esa misma noche mi madre sabría, después de tantos años y esfuerzos, sobre el dije de ojo turco alrededor del cuello de ese imbécil lenguaraz, tan parecido a mi padre y a mí.