Ozzy, un gato gris y blanco residente en el adinerado barrio londinense de Brackenbury Village, regresaba de cada una de sus escapadas con la barriga llena y el pelo sedoso, según varios periódicos británicos.
Para resolver el misterio, en noviembre de 2015 su propietaria, cuya familia estaba muy triste por su ausencia, equipó al animal con un collar GPS que desveló la vida secreta de Ozzy: pasaba las horas en casa de una vecina.
En ocho ocasiones la psicoterapeuta y su marido encontraron a Ozzy equipado con un collar donde, bajo las palabras 'mi casa', aparecía el número de teléfono de la vecina.
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Esta se defendió diciendo que no hacía nada malo y que el animal era una criatura sensible. 'Es amado y mimado, está muy apegado a su territorio y a mí', escribió en una carta a la dueña de su pequeño protegido.
A lo que la psicoterapeuta respondió: 'No es tu gato y no te lo vamos a dar'.
Los propietarios recurrieron a un reputado abogado para intentar prohibir a la vecina que alimentara a la mascota, iniciando una batalla legal que en total costó a ambas partes más de 20,000 libras (26,000 dólares, 23,000 euros).
Tras varios años, finalmente llegaron a un acuerdo legal vinculante antes de Navidad, por el cual la vecina aceptó limitar sus interacciones con el animal.