Crímenes

Crímenes: Cadenas de sangre

27.08.2016

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido algunos detalles a petición de las fuentes.

Bistec
El hombre se llevó a la boca el último pedazo del bistec que estaba comiendo, ensartó con el tenedor dos palitos de papa y recogió una generosa porción de arroz para disfrutar lo que quedaba de su comida. Luego, tomó un sorbo largo de Pepsi y, al final, eructó complacido. En el plato quedaba un poco de salsa, restos de cebolla caramelizada y algunos granos de arroz; al lado, tres de las doce tortillas que le habían servido. Cuando vació la botella del refresco, se tocó complacido el abultado vientre.

“Y ahora –dijo, dándose dos palmadas–, hasta la cena”. Después de esto se levantó, empujando la silla hacia atrás y se dispuso a salir de la caseta.

Afuera estaba el terreno amplio en el que vivía desde hacía algunos años, había improvisado una casa con ciertas comodidades y empezaba una nueva vida con la mujer de la que estaba enamorado. Era un terreno enorme y lo alquilaba para taller y parqueo. Y allí estaba también la caseta que atendía su hermana, en la que acababa de comerse aquel delicioso bistec.

Era feliz. Los problemas del pasado quedaron atrás y veía hacia el futuro con optimismo; había engordado, dejó de usar tanto perfume porque le afectaba las vías respiratorias y se había alejado de los “amigos” que lo abandonaron cuando lo acusaron de falsificar su exequatur de notario. Ahora llevaba una vida tranquila, y así quería vivir mil años.

“Delicioso almuerzo” –dijo, antes de abrir la puerta de malla.

Bajó las gradas despacio, la luz del día le dio en su rostro blanco y alegre, y sonrió. Tenía tantas cosas para ser feliz. Saludó a un hombre y avanzó hacia el taller, dándole la espalda a la calle que pasaba a escasos cinco metros, por eso no vio la motocicleta que entró por el portón. Bueno, en realidad ¿por qué habría de sorprenderle que entrara una motocicleta al taller? Para eso era un taller. Pero la motocicleta se detuvo a menos de dos metros de él, un hombre bajó casi de un salto, se llevó una mano a la cintura, sacó una pistola de nueve milímetros y la apuntó a la cabeza del hombre. No dijo nada, apretó el gatillo dos veces, tres y vio la sangre saltar en gotas gruesas y brillantes que formaron una corona en el aire. El hombre se detuvo, se estremeció por un segundo, extendió los brazos hacia los lados y cayó hacia atrás, sobre su espalda. La sangre manchó el suelo y él se estremeció por última vez. Cuando el asesino se subió a la moto, él ya estaba muerto.

“Todo pasó en menos de tres segundos –dijo un testigo–; eran dos hombres, con cascos en la cabeza… Entraron, uno se bajó y mató al señor…”

“¿Cómo andaban vestidos?”

Era una pregunta estúpida.

“No sé… –respondió el testigo–. Ni me fijé”.

Nadie se había fijado. Todo pasó casi tan rápido como un relámpago.

¿Por qué?
“En el ejercicio de su profesión, la víctima se hizo de algunos enemigos –dice el agente de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, que investigó el caso–; además, vendía y compraba tierras, y a veces los negocios no resultan como uno espera”.

¿Por qué habían matado a aquel hombre? ¿Quién ordenó su muerte? ¿Eran algunos fantasmas del pasado que volvían para reclamar algo que se les debía? El agente no sabía contestar estas y muchas otras preguntas. Muchos especulaban, unos formulaban tesis e hipótesis sin pies ni cabeza y otros hasta se atrevían a dar nombres y a enumerar unos cuantos por qué. Pero la investigación se estancó y la montaña de casos que cayeron sobre el escritorio del detective enterró el crimen de aquel hombre.

“No llegué muy lejos en la investigación –dice–; entrevisté a algunas personas que dijeron que la víctima se hizo de enemigos en la compra y venta de terrenos, pero nada más…, sin embargo, cuando mataron a otro hombre allá por la Morgue, algo me hizo relacionar los dos crímenes…”

Morgue
Era un día agradable, el carro estaba estacionado bajo la sombra de los enormes y antiguos árboles de ficus, y el hombre conversaba con el copiloto, apoyados los brazos en la orilla de la ventana. Estaba preocupado, hablaba despacio, daba algunas explicaciones y casi suplicaba. El hombre que lo escuchaba lo veía con sus grandes ojos desconfiados, aunque algo parecido a una sonrisa asomaba en sus labios. No se había bajado del carro porque estaba inválido. Una bala le destruyó la médula espinal cuando quiso repeler un asalto y no se movía de la cintura para abajo, sin embargo, no era hombre que se dejaba vencer por las adversidades, había sido teniente de infantería y su espíritu era el de un guerrero. Cuando salió del ejército no tenía nada a qué dedicarse, pero tenía que sobrevivir, y salió adelante. El problema era que decían que escogió el mal camino, que le dio por asaltar bancos y que por un tiempo se dedicó a comprar y a vender terrenos, especialmente doscientas manzanas que se ganó dándole un poco de amor a un pastor de almas que, en el desempeño de su ministerio, se convirtió en uno de los más grandes terratenientes de Honduras.

“Aquellos terrenos fueron la manzana de la discordia entre mucha gente –dice el detective de homicidios–; supimos que se vendieron y revendieron muchas veces, a pesar de los nuevos dueños, que venían a la DNIC a denunciar que los habían estafado, pero hasta allí llegaban. Nunca volvían y la denuncia quedaba en nada, hasta que alguien invirtió suficiente dinero para construir varias casas de lujo…”

¿Por qué estaba aquel hombre platicando con angustia en el alma? ¿Qué estaba saliendo mal en el negocio de las casas que habían construido en aquellos “benditos” terrenos? ¿En qué había fallado él? Tal vez esto no se sepa nunca. Aquel hombre que apareció de la nada se acercó a él en silencio, con una pistola en las manos y, sin decirle nada, le disparó varias veces. El chofer del vehículo abrió la puerta y salió en veloz carrera dejando a su jefe en la silla del copiloto. Allí lo encontró la Policía.

“No sé quien lo mató –les dijo a los detectives–, estábamos platicando cuando se acercó un hombre y le disparó…”

“¿Ustedes eran amigos?”

“Sí, nos conocíamos…”

“¿Se habían citado aquí?”

“No, pero teníamos algunos asuntos pendientes y ya que nos vimos aquí, hablamos…”

“¿Qué tipo de asuntos?”

“Asuntos, asuntos”

“¿Negocios?”

“Algo así…”

“¿Usted sabía que la víctima estaría

por aquí?”

“No…”

No había nada más que preguntar. Medicina Forense levantó el cadáver y, unas horas después, se lo entregó a la familia. El hombre llamó a un amigo para que viniera por él…

“No era el mejor testigo –agrega el agente–, no vio quién disparó y no quiso hablar más, pero nosotros averiguamos que la víctima tenía algo que ver en la construcción de unas casas en terrenos que habían sido del señor discapacitado, además, ya conocíamos desde hacía mucho tiempo a este caballero y teníamos pendientes algunas pláticas con él…”

El detective calla, cierra el expediente, lo pone a un lado y abre otro.

“Me ordenaron que no siguiera con el caso. El muerto era ‘alguien’ y la familia no quería escándalos… Y archivé el expediente, hasta que un Día del Padre mataron al señor discapacitado… allá por la salida del sur”.

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Operación
El día amaneció agradable a pesar de lo calurosa que había sido la semana, y era un día especial: era el Día del Padre. No era tan alegre como el Día de la Madre, pero algo se les reconocía a los hombres que con amor llevaban sobre los hombros la responsabilidad de los hijos, y aquel hombre era un buen padre. Estaba inválido, pero eso no era obstáculo para que cumpliera con su deber de padre, y de esa misma forma, para disfrutar el día en que se reconocía su entrega y su esfuerzo por sus hijos.

“Vamos a celebrarlo fuera de la ciudad” –dijo, y prepararon con anterioridad una fiesta digna. él se lo merecía.

Ese día salieron temprano de la casa. En una camioneta enorme iban él, su chofer y un guardaespaldas; en otro carro iba su familia, pero no avanzaron mucho, tres camionetas se le cruzaron en el camino, de ellas bajaron varios hombres armados con ametralladoras que apuntaron hacia ellos. El chofer salió corriendo, sus pasos se oían claramente al estrellarse la plantilla de sus zapatos con el pavimento, por eso no vio cuando dos hombres se acercaron a su jefe, abrieron la puerta de un solo golpe, lo sacaron agarrándolo de un brazo y lo tiraron al suelo. Allí, él vio al hombre que le apuntó una AK-47 al pecho y, sin perder tiempo, la disparó, matándolo en el acto. Mientras, otro de los asesinos ponía una rodilla en el suelo, se llevaba el fusil al hombro, afinaba la puntería y disparaba una ráfaga. El chofer, que había avanzado unos sesenta metros, dio un salto hacia adelante, una columna de sangre caliente salió de su espalda y cayó de bruces al suelo, muerto. En pocos segundos, la operación había terminado.

DNIC
¿Por qué habían matado a aquel hombre? ¿Alguien se había vengado de él? ¿Era un ajuste de cuentas? ¿Alguien se había equivocado de víctima?

“Yo siempre me pregunté si este señor tenía algo que ver en la muerte del muchacho con el que estuvo platicando cerca de la Morgue –dice el detective–, y aunque no pude comprobar nada, era casi seguro de que se habían citado allí para conversar porque, al parecer, había problemas con los terrenos y las casas que habían construido… Pero no llegué a más, hasta que un hombre llamó a la DNIC una tarde para decir que deseaba hablar con el agente que llevaba el caso del señor inválido que habían matado en la salida del sur”.

Testigo
“Mire, agente –dijo el hombre–, ya han habido varias muertes por esos terrenos y van a haber más… Es una cadena que no se va a terminar, como si esos terrenos estuvieran malditos… Y mire, hay una mujer detrás de todo esto, una mujer poderosa que no es de aquí”.

“Por más que le pregunté y repregunté –añade el agente–, aquel hombre no dijo nada más… Solo eso quería decirme, o tuvo miedo de decir más… En cuanto a la mujer poderosa que él mencionó, no he sabido nada ni nadie ha relacionado a una mujer con los crímenes… El problema era que faltaba un muerto, uno más, quizás el más ingenuo de todos, o el más avaricioso, no lo sé… Pero con este se cerró la cadena sangrienta y no hemos podido saber realmente a qué se debieron los asesinatos, a pesar de las muchas hipótesis que nos hemos hecho… En alguna parte está el culpable, pero dónde, solo Dios sabe”.

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