Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres.
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Nota
Diez largos meses he trabajado en este caso. Entrevisté a doscientas siete personas, recogí testimonios y opiniones diversas, viajé de Sabanagrande a Reitoca, de Reitoca a Alubarén, de Alubarén a Guaimaca, de aquí a Ojojona; visité aldeas donde solo se llega caminando y donde la pobreza y el hambre son el símbolo de la vida peor, hablé con policías, con fiscales, con jueces y con vecinos, entrevisté pastores y sacerdotes, presidentes de patronatos, hablé con niños con el permiso de sus padres, visité la Penitenciaría Nacional de Támara en muchas ocasiones, entrevisté al acusado, a muchos de sus compañeros del Módulo de Diagnóstico y hablé con psicólogos y psiquiatras, con expertos en este tipo de crímenes, como el doctor Denis Castro Bobadilla y Gonzalo Sánchez, consulté con abogados especialistas en estos temas, como la abogada Ritza Antúnez, la mejor entre las mejores, y leí y releí expedientes y declaraciones… Y el resultado de tanto esfuerzo es este, aunque el tema es tan extenso como para escribir un libro. Deseo que sea del agrado de los lectores y lectoras de esta Sección de diario EL HERALDO.
Llamada
Eran las once y cuarenta minutos de la mañana del ocho de enero de dos mil quince cuando el teléfono de la posta de la Policía Nacional en Sabanagrande repiqueteó insistentemente. Llamaba una mujer cuya voz sonó agitada.
“¿En qué le podemos servir, señora?” –preguntó el Clase I Francisco Zambrano.
La mujer que llamaba era la Defensora de los Derechos de los Niños de la Alcaldía Municipal de Sabanagrande, Francisco Morazán.
“Mire –dijo la mujer, más calmada, después de identificarse–, quiero denunciar que un hombre de origen norteamericano, un gringo, lleva a unos niños a bañar al río de Pespire sin permiso de los padres”.
Por un momento, el Clase I no supo qué decir.
“Bien –musitó, al final de una pausa–; vamos a investigar”.
¿Qué delito había en esto? ¿Desde cuando ir con niños a bañar a un río es un crimen? ¿Qué tan segura estaba la mujer de que los niños iban con el gringo sin el permiso de los padres? ¿Por qué hacía aquella denuncia la defensora de los derechos de los niños? ¿Había algo más en su denuncia que ella no quería decir directamente?
Captura
No tardaron los policías en llegar al lugar donde el gringo y los cinco niños esperaban un bus para viajar a Pespire. Al frente de la patrulla iba la Clase I Ana Francisca Godoy.
“Buenos días, señor –dijo la Clase Godoy–, recibimos una denuncia de que usted va a la zona de la Rampla a bañar con estos niños sin el permiso de los padres”.
La impresión dejó al gringo sin palabras.
“Va a tener que acompañarnos a la posta para una investigación” –siguió diciendo la Clase I.
“Pero, ¿por qué? ¿Qué delito he cometido yo?”
“No lo acusamos de nada, señor, solo vamos a confirmar la denuncia…”
Diez minutos después todos estaban en las oficinas de la Jefatura Municipal de la Policía Nacional.
Thomas
El gringo se identificó a través de su pasaporte. Su nombre, Thomas Marshall Toombs Jr., soltero, de oficio motorista de camiones de origen estadounidense.
Es un hombre alto, muy alto, delgado, de piel blanca quemada por el sol, ojos intensamente azules, que lloran con profunda tristeza, cara angulosa, pelo gris y liso que lleva corto y peinado con raya al centro, de hablar claro y agitado, rostro en el que se marca permanentemente la angustia y la desesperación, aunque de vez en cuando sonríe.
Jefatura
Había pasado media hora desde que los llevaron a la posta de la Policía.
Hacía calor, el ambiente entre aquellas paredes no era nada agradable y, poco a poco, los niños se iban poniendo nerviosos. Thomas se mostraba tranquilo, aunque algo inquieto. La mujer policía la había dicho que solo iban a confirmar que los niños tenían el permiso de sus padres para ir con él al río, y que después de eso todos se irían para sus casas. Pero el tiempo pasaba y los policías iban y venían, se recibían llamadas, se cruzaban miradas y palabras misteriosas y, por un momento, uno de los policías miró al gringo con ojos furiosos.
“¿Qué tipo de relación tiene usted con estos niños?”
La pregunta fue directa.
“Ninguna, señor, yo solo venir a Sabanagrande a visitar a unos amigos y a ayudarles a los niños…”
“¿Ayudarles a los niños?”
“Sí, señor”.
“¿A estos niños?”
“Y a más niños yo ayudar en Honduras, señor”.
Thomas hablaba con mucho respeto y con mayor seguridad; su español era lento, escaso pero fácil de entender, sin embargo, tenían que hablarle claro para que entendiera bien lo que se le decía. “¿Qué tipo de ayuda les da usted a estos niños?”
“Bueno, pues yo traerles zapatos, ropa, cuadernos y lápices…, comida… Así ayudar yo a sus familias…”
“¿Eso hace usted en Sabanagrande?”
“Sí, señor”.
“Pues, a nosotros nos dijeron otras cosas, señor, y vamos a tener que hablar con los niños antes de decidir que vamos a hacer con usted”.
El policía habló demasiado rápido y Thomas pareció no entender, sin embargo, la dureza en el rostro del funcionario fue suficiente para comprender que algo malo estaba pasando.
Ahora le habían dicho que se sentara en una esquina y que esperara, un policía seguía haciendo llamadas y, poco a poco, uno a uno, iban llegando los padres de los niños, alarmados y con miedo.
Carlos
“A mí me llamaron por teléfono después de la una de la tarde –dice Carlos, el papá de uno de los niños–, andaba trabajando en una montaña, de donde la alcaldía le da el agua al pueblo, y al principio me extrañó lo que decían”.
Carlos es un hombre joven, delgado, bien parecido, de hablar pausado y claro, amable y de trato agradable. Trabaja en la alcaldía municipal de Sabanagrande como encargado de la bomba del agua potable. Vive en el barrio Suyapa y es tío de tres de los otros niños.
“A mí me dijeron que Cristo, mi hijo, estaba detenido en la posta –agrega Carlos–, y eso me extrañó. ¿Por qué iba a estar detenido mi hijo en la posta?”
“Pues, mirá que es que iban a bañar a La Rampla con el gringo Thomas y los policías los detuvieron y se los llevaron para la posta porque dicen que los cipotes iban a bañar al río sin el permiso de los tatas”.
Aquello dejó a Carlos todavía más confundido. Conocía a Thomas Toombs desde hacía algún tiempo, aunque su relación con él no era muy estrecha. Es más, sabía que el gringo, como le decían en el barrio, les llevaba ropa, juguetes, zapatos y comida a los niños y que se había construido un cuarto de ladrillo rafón en el patio de la casa de doña Minga, para cuando venía a Sabanagrande. Sabía, también, que llevaba a los niños a comer y que les hacía regalos, y eso era todo. Pero de ahí a sospechar las causas por las que su hijo y sus sobrinos estaban detenidos en la posta con el gringo Thomas, había mucho trecho.
Se quedó pensando por largos segundos y, al final, preguntó:
“¿Y los detuvieron a todos solo porque iban a bañar al río con el gringo?”
No tardaron en responderle.
“Eso es lo que dicen los policías…”
Carlos esperó un poco más.
“Y, ¿quiénes son los otros cipotes?” –preguntó.
La respuesta vino de inmediato, sin embargo, había algo de molestia en la voz del otro lado, como si quisiera demostrar que Carlos estaba perdiendo el tiempo con tantas preguntas cuando lo que urgía era que se viniera de donde estuviera. Se trataba de su hijo, y su hijo estaba preso. Y era solo un niño de apenas diez años de edad. Diez años que no había cumplido todavía. Aún así, la voz le contestó, enumerando los nombres despacio:
“Selvin, Adonis, Walter y Melvin… –dijo–, y Cristo…”
Cristo era su hijo y lo llamaban así porque era una contracción de Cristopher.
Carlos cortó la comunicación, dejó lo que estaba haciendo, y bajó de la montaña como alma que lleva el diablo. Cuando llegó a la posta, los padres de los otros niños ya estaban allí.
De interés: 'Lo asesinó por despecho...'
Fiscal
“Esta gente, o se hace la nueva, o de verdad no sabe nada…”
Aquellas palabras, dichas por un policía enojado, llegaron a pocos oídos. Para entonces, todo el pueblo sabía que habían detenido el gringo y que los niños estaban presos con él, pero ¿por qué? ¿Cuál era el delito que habían cometido? ¿Ir a bañar a Pespire sin el permiso de los padres?
“Señores –dijo un policía–, hay acusaciones graves contra el señor Thomas Toombs y tenemos que retener por un tiempo más a sus hijos para que presten declaración…”
Los gritos de protesta de las madres no se hicieron esperar.
“¿Qué declaración? –gritó una de ellas, enfrentándose directamente al policía–. ¿Qué es lo malo que hicieron los cipotes?”
“Eso es algo que van a saber a su tiempo, señora… –respondió el policía, sin ganas aparentes de dar explicaciones y menos de soportar los gritos de las mujeres–. Acabamos de llamar al fiscal de la niñez y ya viene de Tegucigalpa… Lo vamos a esperar para ver que es lo que decide él…”
“¿Al fiscal? ¿Y para qué llamaron a un fiscal?”
“¿Usted sabe qué tipo de relación tiene el señor gringo con sus hijos, señora?” La mujer se quedó muda por un momento.
“El gringo Thomas es bueno con los cipotes…” La respuesta le sacó una sonrisa maliciosa al policía.
“¿Bueno? ¿Por qué les regala zapatos, ropa y los lleva a bañar al río?”
“Desde hace años que viene el gringo Thomas a Sabanagrande y les trae cosas a los cipotes, y hasta hoy veo yo que sea pecado que alguien sea bueno con los hijos de la gente pobre… Dígame mejor ¿por qué no me entregan a mi cipote?”
“Ya le dije que eso lo va a decidir el fiscal del Ministerio Público, señora… Nosotros ya no podemos hacer nada… Se recibió una denuncia, de parte de la Defensora de los Derechos de los Niños de la Alcaldía Municipal, y nosotros lo que hicimos fue investigar, trajimos al señor Thomas aquí y trajimos a los niños, pero ya no solo es que iban a bañar al río sin el permiso de ustedes, ahora hay algo más… y por eso solo el fiscal puede decidir si les entrega los hijos aquí o los lleva a todos a Tegucigalpa”.
Una mujer dio un alarido.
“¿Llevarlos a Tegucigalpa? Pues, ¿por qué, o de qué? ¿Estás loco vos, chepo desgraciado?”
Si el “chepo desgraciado” oyó o no estas últimas palabras, no se sabrá nunca. La verdad es que había dado media vuelta y dejaba a la mujer hablando sola.
Los niños
Estaban juntos, sentados sin hablar, casi inmóviles. Les dijeron que les iban a tomar una declaración y que después podían irse para sus casas, pero de eso ya pasaban varias horas y algunos empezaban a tener miedo. Es más, a uno de ellos, un policía de los bravos, de esos que llevan en el alma el espíritu del pitbull, le había preguntado a quemarropa:
“Vos me vas a decir qué es lo que hacen ustedes con ese gringo hijo de p…”
La actitud del policía era grotesca y el niño se intimidó. Empezó a temblar y miró aterrorizado a sus compañeros. En una sala aparte estaba Thomas Toombs, solo, esperando… esperando…
“¿Vas a hablar o no?” –le gritó el policía al niño–. Decíme… ¿qué es lo que hacen ustedes con ese gringo? Mirá que aquí nos dijeron un montón de cosas de ustedes…”
El policía hizo una pausa, miró al niño con ojos de fiera, y agregó:
“Entonces, ¿vas a hablar… o te mandamos para Tegus a Casitas Kennedy? Allá te van a soltar la lengua…”
El niño tembló de pies a cabeza…