TEMOR. “Hay verdades que, aunque no nos importen, no dejan de ser verdad; y las consecuencias de ignorarlas, por lo general, son desastrosas”.
Revisando con el doctor Emec Cherenfant el borrador de su nuevo libro “Los sermones de mi padre”, vemos que, en la mayoría de ellos, se repite la frase con la que inicia este caso. Y concluye: “De Dios no te puedes burlar”. Una verdad tan grande como el mismo universo, y que Michelet Cherenfant, misionero en Camerún, en Costa de Marfil, en Ghana y en Nigeria, repetía con frecuencia, tratando de desviar del mal camino a todo aquel que creyera que puede hacer lo que quiera en su vida, y que no va a recibir las consecuencias de sus actos, sean positivos o negativos.
“Esto me recuerda un caso que vi con mis propios ojos -me dijo el doctor Cherenfant-. Vinieron a mi clínica tres agentes de la sección de Homicidios de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), y me preguntaron por un paciente al que acabábamos de operar”.
“Está en Cuidados Intensivos -les respondió el doctor-. ¿Por qué lo busca la Policía?”.
“¿Sabe, doctor, que usted acaba de operar a un asesino despiadado?”.
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“Con el debido respeto -contestó el doctor-, nosotros vemos en cada paciente a alguien que necesita ayuda; y hacemos lo posible por salvarle la vida”.
“Entiendo -dijo el detective-; sin embargo, su paciente, si es que sobrevive, irá a la cárcel por lo menos unos veinticinco años”. Aquello llamó la atención del doctor.
El paciente del que hablaban era un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto, rollizo y de piel canela. Lo llevaron de urgencia al Hospital San Jorge, en el barrio La Bolsa de Comayagüela, porque al cruzar por un sector de la carretera a Olancho lo atropelló un camión que venía cargado de aserrín.
“Era de noche -dijo el chofer, a los policías-, y ese señor salió de repente de la otra orilla, y cruzó corriendo a este lado. No se fijó que yo venía, y no pude detener el camión a tiempo”.
“¿Dice usted que salió corriendo desde la otra orilla de la carretera?”.
“Sí... Creo que acababa de bajarse de esa camioneta roja que está estacionada allí, afuera del pavimento”.
Eso intrigó a los agentes. Mientras los paramédicos ayudaban al hombre a salir de debajo de las ruedas traseras del camión, los policías se acercaron a la camioneta.
El hombre había sido embestido de frente. La rueda derecha del camión pasó por encima de sus piernas, aplastándolas y dejando en ellas una masa de carne sanguinolenta. Luego, las ruedas traseras lo aprisionaron de las caderas hacia abajo, triturándole un brazo y desprendiendo la piel de la mejilla derecha.
“Le reconstruimos las piernas y parte del rostro -les dijo el doctor Cherenfant a los policías-; pero, si sobrevive, será por decisión de Dios. Las ruedas le aplastaron un riñón, le dañaron el hígado, y quién sabe qué cosas más... Vive por pura misericordia”.
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“¿Volverá a caminar, doctor?”.
“En unos dos o tres años... Los cirujanos ortopedas le reconstruyeron las piernas lo mejor que pudieron, y nosotros volvimos a unir venas, arterias y nervios; también salvamos algo de músculo”.
“¿Sabe usted quien es ese hombre, doctor?” -volvió a preguntar el agente.
El doctor Cherenfant se limitó a mirarlo, cruzando las manos sobre el abdomen.
Hallazgo
Los agentes no aceptaron la silla que les ofreció el doctor. El que estaba a cargo, dijo:
“Doctor, el chofer del camión declaró que ese hombre cruzó corriendo la carretera, después de bajarse de una camioneta roja que estaba estacionada afuera del pavimento, en la dirección que va hacia Olancho... No pudo frenar a tiempo, y lo atropelló... Pero, en esto hay algo... algo que bien podría ser una lección; una intervención divina, tal vez; o, quizá, el diablo abandonando a uno de sus más fieles discípulos”.
El doctor se acomodó en su silla.
“Los policías y los paramédicos no habían tomado en cuenta la camioneta roja estacionada fuera de la carretera -agregó el agente-. Estaban interesados en ayudarle a la víctima, y en entrevistar al chofer. Pero, cuando éste les dijo que aquel hombre, aparentemente se acababa de bajar de la camioneta, los policías pararon las orejas, y dos de ellos fueron a investigar”.
Hizo el agente una pausa. Luego, dijo:
“¿Por qué ese hombre se bajó de la camioneta y cruzó corriendo la carretera, sin fijarse que el camión estaba cerca? ¿No calculó bien la distancia? ¿Dejaba abandonada la camioneta, y corría para pedirle al chofer del camión que lo trajera a Tegucigalpa? Es algo que no vamos a saber; pero las dos primeras preguntas sí tienen respuesta. En la camioneta, en el asiento de atrás, los policías encontraron a una mujer de unos treinta y cinco años, vestida con un traje sastre elegante, y que parecía una persona que se cuidaba mucho; y, a juzgar por el tipo de camioneta, que estaba a su nombre, según comprobaron los policías, era una mujer adinerada”.
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El doctor estaba interesado en la historia.
“Pero, los policías, que acababan de ver la boleta de revisión y se atrevieron a revisar el bolso de la mujer, que estaba en el piso del carro, detrás del asiento del copiloto, comprobaron que se trataba de la dueña del carro. Sin embargo, había algo más: la mujer olía a humo de puro; y era tan penetrante el olor, que los policías supusieron que venía de alguna sesión de brujería... Por supuesto, les avisamos a los técnicos de Inspecciones Oculares, y a los señores de Medicina Forense. Y no tardaron en llegar con un fiscal. Una mujer muerta en aquel carro, bien podría tratarse de un crimen, y teníamos que intervenir. Por lo que empezamos por preguntarnos ¿quién era aquel hombre que dejó la camioneta abandonada, y por qué?”
Siguió a esto un momento de silencio. El doctor les ofreció chicles a los detectives.
“Mientras los paramédicos se esforzaban por estabilizar a aquel hombre, nosotros le revisamos los bolsillos. Y notamos algo especial: también él olía a humo de puro. Vimos su identidad, y el nombre se lo enviamos a unos compañeros en la DPI”.
El doctor dijo: “Pero, los paramédicos dijeron que el hombre, aunque adolorido, tenía algo de conciencia”.
“Sí. Le preguntamos su nombre, con su tarjeta de identidad en mis manos, y él no respondió. Solo les dijo a los paramédicos que lo llevaran al Hospital San Jorge, en el barrio La Bolsa, y que le avisaran a un fulano de tal, que es su hermano... Al que ya entrevistamos, y que fue el que pagó las cirugías”.
“Esto sí que es un misterio -dijo el doctor Cherenfant, mostrando mayor interés-. Yo hablé con el hermano para informarle acerca del estado del paciente, y no le pregunté nada más”.“Pues, a nosotros nos dijo por qué su hermano olía a tabaco de puro; a humo de puro”.
“Ajá”.
“Se dedica a la brujería, doctor -dijo el agente-. Es un brujo que con su trabajo, si es que puede llamársele así, ha hecho una fortuna; y esto porque atiende a personas de dinero, de la alta sociedad, como podría decirse, y a la que pertenecía la mujer que encontramos muerta en la camioneta BMW roja”.
El doctor suspiró. Iba de sorpresa en sorpresa.
“En estos momentos, el esposo de la mujer, un empresario poderoso, está en la morgue, esperando la autopsia de su mujer. Y nosotros estamos esperando el resultado para que el fiscal nos dé la orden de capturarlo”.
“Creo que sabe que no podrá moverse de UCI por algún tiempo”.
“Lo sabemos; pero es el procedimiento”.
“Entiendo”.
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Informe
Una hora después, mientras los agentes esperaban, y el doctor Cherenfant atendía a sus pacientes, llegó el informe de la autopsia. El agente a cargo del caso llamó a la puerta del doctor.
“Adelante” -dijo este, despidiendo al paciente que tenía en su clínica.
“Doctor -dijo el policía-, tenemos la causa de muerte: colapsaron sus pulmones a causa del humo de los puros que le estaba fumando sabe Dios a quien; además, en este momento, mis compañeros están cateando la casa del brujo, y en una habitación en el segundo piso, con una puerta y una sola ventana, encontraron restos de puros quemados, unos treinta, varillas de incienso, un brasero en el que se quemaba incienso en polvo, y no sabemos qué otras cosas más, y, sorpréndase usted: un zapato de la mujer. El otro zapato estaba en su pie izquierdo, en la camioneta. La mujer murió a causa del humo... Era asmática”.
“Dios bendito” -exclamó el doctor.
“Según el ayudante del brujo, era la primera vez que la mujer llegaba a la consulta... Y, presionado un poquito por el fiscal, que le dijo que sería acusado de complicidad en un homicidio, y que le esperaban al menos veinte años en la cárcel, el hombre, un hombre joven, dijo que la mujer se puso mal a la media hora de estar con el brujo, que este le pidió ayuda, pero que cuando él subió, la mujer acababa de morir asfixiada. Entonces, el brujo lo obligó a que le ayudara a sacar el cuerpo de la casa; lo subieron a los asientos de atrás de la camioneta, que estaba estacionada al frente, bajo las ramas de un árbol de ficus, y el brujo le dijo que fuera con él a dejar el cuerpo lejos de ahí... Él se negó, y el brujo lo amenazó”.
Nota final
A la mañana siguiente, el doctor Emec Cherenfant recibió una llamada. Le decían que el paciente que habían operado la tarde anterior acababa de morir.
Los agentes de la DPI que custodiaban al detenido levantaron los hombros, escribieron su informe y se fueron. A eso de las diez de la mañana, el hermano del brujo se llevó el cadáver, en un ataúd sencillo, que tenía un enorme crucifijo en la tapa. El doctor Cherenfant lo vio salir.
“Mire, Carmilla -me dijo-, mi padre siempre decía en sus sermones: De Dios nadie se puede burlar. Y aquella mujer, buscando la ayuda de un brujo, que es lo mismo que buscar la ayuda del maligno, creyó que se podía burlar de Dios. Y el brujo, que quiso esconder aquella muerte, de la que era culpable solo en parte, según el fiscal, creyó que podía seguir desafiando a Dios con sus hechicerías y sus malas acciones... Y está claro que el hombre cosecha lo que siembra. Si siembra lo malo, va a cosechar lo malo; porque de Dios nadie se puede burlar”.
Calló el doctor, y se nublaron sus ojos. Luego bajó la mirada.
“Me hace falta mi papá -me dijo-. Fue un hombre bueno y sabio, y me quiso con todo su corazón... Y yo lo extraño mucho, cada día, cada hora, cada segundo... Siempre estará en un altar en mi corazón, entre mi madre Elmire, y mi esposa Edinora y mis hijas”.Se limpió las lágrimas que saltaron por sus mejillas.
“Ojalá que este caso les guste a los lectores de diario EL HERALDO -me dijo-. Ya les consulté a los policías, y me dijeron que podía contárselo”.
Y las lágrimas seguían humedeciendo sus ojos.