Crímenes

Esta semana en Selección de Grandes Crímenes: El caso de los gatos consentidos

El gato es el único animal que ha conseguido domesticar al hombre
07.07.2018

A Martín lo capturó la Policía en el taller de mecánica donde trabajaba. Era una mañana triste, había llovido y el cielo estaba oscuro. Y una tristeza mayor dominaba su alma. Había enviudado. Su esposa, su bella, hermosa, sensual, bonita y adorable esposa había muerto. Solo tenía veinticinco años cuando dejó de existir, después de largas horas de sufrimiento.

Tres días antes, poco después del mediodía, una vecina llegó corriendo al taller para decirle que Yadira se había puesto mal, que estaba hirviendo en fiebre, que sangraba como una fuente y que se había desmayado varias veces a causa de los horribles dolores que la atacaban.

Martín, dejando un motor a medio armar, salió para su casa desesperado, sin lavarse las manos siquiera. Por el camino le hizo mil preguntas a la vecina, pero esta le contestaba lo mismo: “Solo Dios sabe”.

Dos cuadras separaban el taller de la cuartería donde vivía Martín con su esposa, y las hizo volando. Al entrar, dos mujeres atendían a Yadira, que gemía tendida en la cama, bañada en sangre y en sudor, con los ojos rojos y la boca reseca.

“Me muero, Martín –le dijo a su esposo–; me muero”.

Martín se acercó a ella, la miró de cerca y, con un grito angustiado, pidió que llamaran una ambulancia.

“Ya viene para acá” –le dijo una anciana.

Mientras tanto, Yadira sufría.

“¿Qué tenés, por Dios santo?”–le preguntaba él.

“No sé –respondió ella, rechinando los dientes–; siento un fuego en el vientre, me duele la cabeza y estoy hirviendo por dentro…”

Mientras tanto, la hemorragia aumentaba. Yadira se estaba desangrando. Cuando llegó la ambulancia, uno de los paramédicos dijo, a media voz:

“Esta mujer no llega viva al hospital”.

Y así fue.

Murió en el camino.

Los paramédicos llevaron su cuerpo a la morgue, después de avisarle a la DNIC y a Medicina Forense.

“Esta muerte es muy rara” –comentó el forense, cuando reconocía el cuerpo.

“¿Por qué lo dice?” –le preguntó el asistente del fiscal.

“Es una mujer joven y fuerte, no parece haber padecido enfermedad alguna y, aun así, se desangró, como si se hubiera deshecho por dentro”.

“Es sospechoso” –comentó el fiscal.

“Muy sospechoso” –agregó el médico.

“¿Qué cree usted que pudo haber pasado?”

“Pues, creo que pastillas para curar frijoles… Es la única explicación que se me ocurre por ahorita”.

“Entonces puede ser suicidio”.

“Tal vez, aunque no lo creo”.

“¿Entonces?”

“Si usted le administra a alguien dosis pequeñas de esas pastillas, el efecto mortal tardará un tiempo, pero será seguro… La víctima no tendrá salvación”.

“¿Cree usted que es lo que ha pasado en este caso?”

“El sangrado fue abundante –contestó el doctor–; es más, me atrevo a decir que no le quedó nada de sangre en las venas, y una hemorragia así es extraña, es rara… Tal vez, como le dije antes, se deshizo por dentro… Aunque hay algo que me llama mucho la atención…”

El doctor se había quedado pensando por unos segundos, viendo reflexivamente el cuerpo desnudo sobre la camilla.

“¿Qué es, doctor?” –le preguntó un agente de homicidios de la DNIC.

“Que no sangró por oídos ni por boca…” –dijo el médico.

“Y eso, ¿qué significa?”

“No lo sé… El sangrado solo fue vaginal, pero abundante, mortal…”

Hizo una pausa el médico y, ajustándose los guantes una vez más, concluyó:

“Eso lo vamos a confirmar en la autopsia”.

“¿Confirmar qué, doctor?”

“El homicidio…”

Martín

“Yo no he matado a nadie” –les dijo a los policías, mientras le enchachaban las manos hacia atrás.

“Eso se lo vas a explicar al juez” –le contestó el agente, mientras otro le leía sus derechos.

“¿Que yo maté a mi esposa? –gritó Martín, mirando de frente a los policías–. ¿Están locos? ¿De dónde se han sacado eso de que yo maté a mi mujer?”

“Eso se lo vas a preguntar al fiscal”.

Un empujón sacó a Martín del taller.

“Te aconsejo que te callés–agregó un tercer agente–, porque todo lo que digás será usado en tu contra en el juzgado…”

“Pero es que están equivocados”.

“Ahora es que sos inocente, ¿verdad? –intervino un oficial, dándole un segundo empujón para acercarlo a la paila de la patrulla–. Le diste pastillas para curar frijoles a tu mujer y ahora es que sos un angelito… ¡Subite a la patrulla y te callás! No quiero oír más tus rebuznos”.

Martín, asustado, se subió como pudo a la patrulla. Poco después estaba en las oficinas de la Policía.

“Vas a venir conmigo –le dijo el mismo oficial que dirigió su captura–; vamos a platicar acerca de la forma en que asesinaste a tu esposa”.

“Pero yo soy inocente”.

“Vas a conversar conmigo, por mientras llega el fiscal”.

Martín trató de defenderse una vez más.

“Están cometiendo un error… Yo estaba trabajando en el taller cuando ella se empezó a sentir mal; una vecina llegó a avisarme, llamaron a una ambulancia, pero ella no resistió…”

El oficial sonrió.

“Te voy a hacer un favor –le dijo–; te vas a quedar unos momentos solo en la oficina para que reflexionés y decidás decir la verdad… Por mientras, podés conseguirte un abogado…”

Llamada

El teléfono celular sonó varias veces, sacando al médico de su sopor. Había trabajado sin parar dos días seguidos y se dormía en cualquier parte, sin embargo, no podía irse a su casa todavía. Estaba esperando un informe de laboratorio que era muy importante para él, algo que le había quitado la paz desde que vio lo que había en el útero de aquella mujer, algo que no había visto nunca en su vida y que lo tenía entre la espada y la pared, acusado por su conciencia y justificado por su deber.

Cuando contestó el teléfono, alguien le dijo, desde el otro lado:

“Doc, ya capturamos al hombre. Lo pescamos en el taller, antes de que se nos haga humo… Solo estamos esperando el informe de la autopsia para pasarle el caso al fiscal y que lo acusen por parricidio”.

“Y, ¿cómo consiguieron la orden de captura?”

“El fiscal entendió que se nos puede ir y lo detuvimos… Ahorita mi Inspector lo está interrogando”.

El doctor reprimió un bostezo, dejó que pasaran unos segundos, y dijo:

“Aun así, debieron esperar el informe…”

“¿Por qué?”

“Es lo que te digo… Para estar más seguros”.

“¿Seguros de qué? El man envenenó a la esposa, seguramente por celos, y ahora tiene que pagar su crimen… Es así de sencillo”.

El doctor no dijo nada.

“Bueno –dijo el policía–, solo le avisaba… Creí que le interesaría saber que capturamos a otro asesino… ¡Hasta luego, doc!”

DNIC
“Yo no la maté, abogado –decía Martín, con ojos húmedos–; ¿cómo iba a matarla si la quería?”

“Yo te creo –respondió el abogado, tratando de serenarlo–, pero tenemos que convencer a esta gente de que sos inocente… Y, si tenés algo qué decirme, sería mejor que me lo dijeras ahorita, antes de que llegue el fiscal y te presenten al juez…”

“No tengo nada que decirle… Yo no la maté”.

“Voy a decirte algo –agregó el abogado–, tus vecinos dicen que te llevabas bien con tu mujer, que nunca los oyeron pelear, que vos la consentías y que la querías mucho. Es más, tu vecina de al lado dice que solo en la cama pasaban…”

Martín esbozó una sonrisa.

“Es que ella era bien inquieta –dijo–, y como estábamos acabados de juntar… Habían fines de semana que solo en eso quería pasar”.

El abogado tosió un par de veces para aclarar la garganta.

“Pues, eso ya lo saben los policías y creen que tu esposa tenía algún amante, que vos te diste cuenta y que por eso la envenenaste”.

Martín dio un grito.

“¡Eso es mentira! Ella era una mujer buena… Jamás tuve nada que reprocharle, ni siquiera por los gatos que tenía y que pasaban con ella día y noche… ¡Hasta dormían con nosotros!”

El abogado lo miró por un segundo.

“¿Gatos?” –le preguntó–. ¿Tenían gatos?”

“Sí, a ella le gustaban mucho esos animales y yo la complacía… Tenía cinco”.

“¿Cuánto tenían de estar juntos?”

“Dos años”.

“Y, ¿desde cuándo tenía los gatos?”

“Desde antes de que yo la conociera. Siempre le gustaron, desde niña”.

El abogado suspiró.

“Bueno –dijo–; ahora los gatos se quedaron huérfanos… ¡Bien! Hablemos”.

Julissa
Hubo un tiempo en que la Dirección de Medicina Forense dejaba mucho que desear, y aun hoy no es tan perfecta como quisiéramos, sin embargo, debemos reconocer el buen trabajo que realiza Julissa Villanueva al frente de la institución, un trabajo que ha sido reconocido internacionalmente, lo que demuestra que la doctora Villanueva está haciendo bien las cosas. Y esto es digno de aplaudir, aunque hay mucho por hacer todavía, para lo cual se necesita más apoyo del gobierno. Pero se avanza cada día y esto es obra de Julissa Villanueva, lo que nos complace mucho porque Medicina Forense es la base de la correcta investigación criminal, del final de la impunidad y de la justa aplicación de la justicia. Y este caso es una muestra de que la palabra de un forense es tan importante como poderosa.

“Dejé Medicina Forense hace mucho –dice el doctor–, y, aunque me gustaría regresar, ya tengo mis años y creo que necesito algo de paz… una paz que no hubiera conseguido nunca si aquel informe de laboratorio no llega a mis manos ese mismo día”.

Informe
El médico hace una pausa, toma un trago de té, muerde una galleta y después empuja hacia mí un folder azul.

“Allí está la copia del informe del laboratorio –dice–; léalo usted mismo”.

Fiscal
La puerta de la oficina se abrió una vez más, Martín acababa de tragar el último bocado de la hamburguesa que le había mandado a comprar su abogado y levantó la mirada. El fiscal entró seguido del oficial que lo había estado entrevistando desde la mañana.

“Señor –le dijo el fiscal, con acento agradable–, todo ha sido una equivocación… Puede irse”.

Martín miró al fiscal, luego a su abogado y, por último, al policía.

“¿Qué está diciendo?” –preguntó, como si viniera despertando de una pesadilla.

“Lo que oyó –respondió el representante del Ministerio Público, con gesto amistoso–, que puede irse… Usted es inocente y nosotros nos equivocamos, por lo que le pedimos disculpas”.

“¿Qué es lo que pasó?” –preguntó el abogado.

“Es extraño –dijo el oficial, respondiendo antes de que lo hiciera el fiscal–, y es algo que nunca había visto en mi vida… La mujer murió a causa de una infección vaginal, que le pudrió la matriz y otros órganos… Y fue a causa de los gatos que tenía en su casa… El forense encontró en el útero una bola que, al principio, creyó que era un tumor, pero resultó ser una pelota hecha de pelos de gato. Parece ser que los animales dormían en la cama de los esposos y que dejaban allí sus pelos, y que estos fueron entrando en la vagina de la mujer cuando tenía relaciones con su marido, lo que era muy frecuente, según dicen los vecinos…”.

“¿Es posible eso?”

“Pues, así lo confirmaron en el laboratorio, y la DNIC no se va a poner a investigar cómo llegaron los pelos de gato a la matriz de la víctima…”

Martín se puso de pie. Gruesas lágrimas bajaban por sus mejillas. “Ella consentía mucho a sus gatos” –musitó.

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