TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Don Luis y doña Juana eran esposos. Tenían cuarenta y cinco años de casados, y eran muy unidos. Aunque suene extraño, hay que decir que nunca se escuchó un pleito, un grito o un insulto en aquella casa. Criaron a sus hijos en amor, paz armonía, y cuando se quedaron solos, fueron aún más que una sola carne. Por eso, cuando el médico le dijo a doña Juana que padecía diabetes, don Luis sufrió con ella, y se esmeró en cuidarla para que su vida fuera tan llena de paz como antes del diagnóstico. Así pasaron los años.
Don Luis tenía un viejo Toyota 22-R. Trabajaba con él haciendo fletes en el mercado Zonal Belén, y Dios lo bendecía. Nunca faltó el trabajo, y nunca faltó el pan en su mesa. Así les dio educación a sus hijos, y les enseñó a trabajar honestamente. Aunque había dificultades que enfrentar, aquella pareja siempre estuvo unida, como una sola carne. Hasta en la muerte.
LEA: Selección de Grandes Crímenes: El ladrón misterioso
Cita
Esa mañana, don Luis se levantó temprano, le hizo desayuno a su esposa, mientras ella se arreglaba para ir a su cita mensual con el médico en el Instituto del Diabético, cerca del Hospital San Felipe.
Ella se sentía bien, estaba animada y agradeció el gesto de su esposo. A las cuatro de la mañana salieron de su casa, en la colonia San Francisco de Comayagüela. Hacía frío, pero había en el cielo una luna hermosa, grande y redonda, como un enorme disco de plata que lanzaba sobre la tierra una luz blanca y clara. Era la última luna que verían. Era la última mañana…
Don Luis manejaba despacio, con la prudencia de siempre. Conversaba con su esposa, seguro de que serían de los primeros en llegar al Instituto del Diabético, y que doña Juana saldría pronto de la cita. Una cita a la que no llegaría jamás. La muerte, fría y despiadada, los esperaba unos metros más allá, sobre el bulevar de las Fuerzas Armadas, cerca de Teletón. Es posible que la pareja no la viera venir. El carro que venía a toda velocidad por la otra trocha era una Tacoma de doble cabina, alta y nueva. Nadie supo en qué momento saltó la mediana, se elevó por los aires con un golpe seco y se estrelló con extrema violencia contra el 22-R de don Luis. Cayó de lleno sobre la cabina, deshizo el vidrio delantero y aplastó a los esposos, matándolos en el acto. El forense que fue a reconocer los cadáveres dijo que no habían sentido la muerte; que no habían sufrido.
El pecho de don Luis estaba deshecho, y doña Juana murió a causa de golpes horribles en la cabeza. Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto al chofer de la Tacoma, estaba muerto sobre el timón, amarrado a su asiento con el cinturón de seguridad. Pero, en aquella muerte había algo raro. La Tacoma estaba casi intacta. Había saltado la mediana del bulevar y caído con fuerza sobre el carro de don Luis, el que estaba destruido. Entonces, ¿por qué había muerto el chofer de la Tacoma?
ADEMÁS: Selección de Grandes Crímenes: El síndrome de los leprosos
Jorge Quan
Uno de los primeros periodistas en llegar a la escena del accidente fue don Jorge Quan, y también fue el primero en notar aquel detalle extraño.
“Este hombre prácticamente no recibió ningún golpe –dijo don Jorge–, al menos ningún golpe de consideración o que le hubiera provocado la muerte… Entonces, ¿por qué muere?”.
Se acercó don Jorge al Tacoma y notó que había sangre en el espaldar del asiento del conductor.
“Qué raro está esto” –comentó.
Cuando llegaron los primeros policías, les hizo ver aquel detalle. Y se lo dijo también a los periodistas que llegaron a cubrir la tragedia.
“Este es un accidente –le dijo uno de ellos–; no estés buscándole tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro. Ese man de la Tacoma seguro venía borracho y a toda velocidad, no pudo controlar el carro, se salió de la calle y cayó sobre esta pareja… Esa es toda la explicación…”.
“Ajá, sabelotodo –replicó don Jorge, serenamente–, y la sangre que hay en el asiento del chofer de la Tacoma, ¿cómo la explicás?”.
“Dejá que lo explique la Policía… Nosotros somos periodistas, no forenses ni detectives”.
Don Jorge se hizo a un lado.
Los vidrios delantero y trasero de la Tacoma estaban destruidos, y aquel periodista supuso que habían herido al chofer en el golpe. Y que al estrellarse contra el timón, se había matado. Era la explicación más lógica. Pero don Jorge Quan no estaba de acuerdo. Allí había algo más, y pronto se sabría qué era.
VEA: Selección de Grandes Crímenes: Sin cuerpo no hay delito (Parte II)
Misterio
Cuando el sol empezó a iluminar el cielo, un reflejo suave llenó el bulevar, que ya estaba lleno de curiosos. Fue en ese momento en que su camarógrafo notó algo en el pavimento de la trocha por la que venía la Tacoma.
“¿Qué es?” –le preguntó don Jorge.
“Mire usted”.
Don Jorge se agachó cerca del bordillo, a unos cinco metros de donde la Tacoma se salió de su carril.
“Casquillos de bala –dijo–; y parecen de nueve milímetros”.
“Y hay más –le dijo el camarógrafo–. Mire para atrás”.
Así era. Hacia atrás, sobre el bulevar, había más casquillos de bala. Don Jorge contó diecisiete.
“Vamos a ver la Tacoma” –dijo.
“La Policía no va a dejar que nos acerquemos”.
“Pero tenés la cámara. Grabá lo más cerca que podás el costado izquierdo y la parte de atrás…”.
“¿Qué buscamos?”.
“Agujeros de bala”.
“¿Qué se imagina, don Jorge?”.
“Qué a este hombre lo mataron antes de que se saliera de la calle y saltara la mediana… Tiene demasiada sangre en la espalda, o en el espaldar del asiento del chofer, y eso tal vez sea a causa de heridas de bala… Es posible que lo hayan seguido y que le dispararan muchas veces; él quiso escapar pero no pudo. Y yo estoy seguro de que no murió a causa del accidente… No es posible porque el golpe mayor lo recibió la pareja del 22-R. La Tacoma está intacta…”.
“¿Les va a decir eso a los policías?”.
“Por supuesto”.
El vidrio de la ventana del chofer estaba destruido, pero había en el metal, entre las dos puertas, dos agujeros de bala. Y en la puerta de la paila había dos agujeros más, y tres en la parte de atrás de la paila, donde se juntaba con la cabina.
“A este hombre lo mataron” –dijo un detective de la Dirección Policial de Investigaciones.
Desde aquel momento el tráfico en el bulevar se hizo más pesado. Los detectives y los técnicos de inspecciones oculares encontraron en el pavimento cuarenta y cinco casquillos de bala de nueve milímetros. La última estaba a cincuenta metros del accidente. Cuando bajaron el cuerpo de la Tacoma, el forense contó doce heridas en la espalda, los brazos y el costado izquierdo del chofer.
“Son heridas de bala –dijo–; algunas tienen orificio de salida”.
Los técnicos de inspecciones oculares encontraron tres ojivas en el piso del carro, en el lado del conductor, y una en el tablero, incrustada en el plástico, y manchada de sangre.
DE INTERÉS: Selección de Grandes Crímenes: Gusanos de la noche
Castigo
El chofer de la Tacoma se llama Beto, tenía treinta y dos años y era alto, trigueño y atractivo. Era soltero, trabajaba vendiendo carros, repuestos y todo lo que se pudiera comprar y vender lícitamente, y vivía con su madre y dos hermanas. Pero, ahora estaba muerto, lo habían asesinado a balazos.
“Porque se trata de un asesinato –dijo el forense–. Este hombre hizo algo que dañó a alguien, y ese alguien lo castigó quitándole la vida… Una venganza, tal vez”.
Ahora le tocaba a la Policía.
Encontraron en el carro el teléfono celular de Beto, y lo que hallaron en él sirvió de mucho para la investigación. Una de las llamadas que más se repetía era un número en especial. Estaba a nombre de una mujer llamada Reina. También había mensajes de WhatsApp, audios y fotografías, algunas en las que una mujer estaba desnuda, lanzando besos desde la cama de un motel, cuyo nombre se leía claramente en las sábanas.
“Tal vez esto no signifique nada –dijo el detective a cargo del caso–, pero sería bueno que investiguemos a Reina”.
Resultó que era casada, o al menos así estaba inscrito en el Registro Nacional de las Personas.
“Ahora debemos localizarla” –dijo el detective.
No tardaron mucho tiempo.
No era muy alta. Era de piel blanca y muy bonita, a pesar de que parecía algo gordita.
“Queremos hablar con usted acerca del señor Beto de Tal” –le dijo el policía.
“No conozco a ese señor” –respondió ella.
“Pues, nosotros estamos seguros de que sí lo conoce. Tenemos ochocientas setenta y dos llamadas de su celular al de Beto, mil treinta y cuatro mensaje y ciento setenta audios en los que usted le dice que lo quiere mucho; además, tenemos fotos suyas, desnuda, en un motel, lanzándole besos… ¿Quiere más datos?”.
La mujer se derrumbó.
“Soy casada –dijo.
“También lo sabemos”.
“Yo no quería que le pasara nada”.
“Pero, su esposo lo mató”.
La mujer se estremeció.
“Ustedes no saben la clase de hombre que es”.
“Hemos visto peores, señora. Díganos dónde está”.
“No sé… Salió ayer en la mañana, como a las tres de la madrugada, y no ha vuelto…”.
“¿Ayer en la madrugada dice?”.
“Sí”.
“Ayer fue el día en que mataron a Beto… y en el que murió una pareja, desgraciadamente”.
“Sí, vi las noticias por HCH. Don Eduardo dijo que esa pareja de esposos estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Fue una desgracia”.
“¿Dónde podemos encontrar a su marido?”.
“Tal vez esté en Olancho. Ya no tenemos nada, pero él es muy celoso y dominante, y sé que también va a querer matarme a mí porque siempre me decía que yo era de él o de los gusanos”.
“¿En qué lugar de Olancho?”.
“Tal vez en San Esteban, aunque también puede estar en La Mosquitia, porque tiene negocios allá…”.
“¿Qué tipo de negocios?”.
“No sé, pero siempre camina mucho dinero, armas y varios hombres… Yo creo que no son cosas buenas…”.
“¿Tiene hijos con él?”.
“Tres”.
“¿Cuánto hace que está casada con él?”.
“Doce años”.
“Bien”.
+Selección de Grandes Crímenes: El dolor nunca se olvida
Nota final
Aquella misma tarde, la mujer desapareció. Su trabajadora dijo que llegó un carro a traerla, y que ella se resistió al principio, pero después de discutir con alguien, se fue. Han pasado varios años y nadie la ha vuelto a ver. En cuanto a su esposo, la Policía no lo ha localizado. El juez se negó a emitir orden de captura porque no tiene elementos firmes para suponer al hombre culpable de la muerte del hombre de la Tacoma. Solo está la versión de los policías. En cuanto a lo de la desaparición de su esposa, el juez espera que haya elementos suficientes para acusarlo.
¿Quién puede explicar las coincidencias que llevan a una tragedia, en este caso, la de los esposos del 22-R?
Tal vez baste decir que la muerte tiene mil y una formas de llamar a sus víctimas.