Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
En los archivos del Ministerio Público duerme el sueño de los justos un requerimiento fiscal que nunca vio la luz del sol.
Se preparó la acusación contra un hombre que, aunque no era su intención causar la muerte, se convirtió en un asesino, de esos que visten de blanco y llevan un estetoscopio alrededor del cuello.
Por supuesto, a este hombre nada de eso le importa. El poder del dinero, las influencias políticas y la desidia de los que tienen que hacer justicia le dieron la libertad, pasando por encima de las lágrimas, el dolor y el luto de una familia humilde que bajó un día de las montañas para que aquel hombre los salvara del sufrimiento y la muerte. No sabían que en sus manos, nada era más seguro que la muerte.
Ella
Teófila era una mujer joven. Acababa de cumplir veintidós años y, recién casada, esperaba a su primer hijo. Pero, cuando llegó el día del parto, el niño venía de nalgas, y la partera dijo que no lo podía “componer”, por lo que la llevaron al hospital más cercano, a más de cien kilómetros entre montañas, carreteras de tierra y bajo la lluvia. Cuando llegaron al hospital era casi medianoche, Teófila sufría, sudaba y gritaba en medio de horribles dolores.
El médico de turno la examinó, le dijo que se callara, que no era para que hiciera tanto escándalo, y, al final, la mandó a caminar para que “aligerara el parto”.
“Doctor -le dijo el esposo de la muchacha-, la partera nos dijo que el niño viene de nalgas”.
“¿Quién sabe más aquí, la partera o yo?”.
“Mire como está sufriendo mi esposa, doctor”.
“Se hubieran de poner a pensar en eso antes de tener tantos hijos”.
Quienes escucharon al doctor decir eso, y fueron también testigos de su actitud, lo recuerdan todavía como un hombre prepotente “al que nada le importaba la paciente”.
“Lo que le interesaba era dormir -dijo una de las enfermeras-; estaba borracho, había estado en una fiesta en una casa de citas, y venía trasnochado y con sueño, y sin importarle que estábamos llenos de pacientes, se metió a una clínica y se puso a dormir”.
Pero los gritos de Teófila lo despertaban.
“Doctor -le dijo, entonces, una enfermera-, yo creo que a esa muchacha hay que hacerle cesárea”.
“¡Ah, qué bueno que ahora las enfermeras auxiliares saben más que los médicos! De haber sabido eso, no me hubiera quemado las pestañas diez años en la universidad”.
Cuando Teófila se desmayó, varios hombres le ayudaron al esposo a levantarla del suelo, a acostarla en una camilla y a llevarla a la clínica del doctor, que, malhumorado, la examinó. Sin embargo, la enfermera se pregunta: ¿Por qué el doctor usó un espéculo para revisar la vagina de la parturienta? ¿Por qué no decidió llevarla al quirófano para realizarle la cesárea, siendo que el niño venía de nalgas? ¿Qué esperaba encontrar en aquella revisión?
“La muchacha sufría, y cuando el doctor abrió el espéculo, soltó una gran cantidad de sangre”.
“Doctor -le dijo, ante eso, una de las enfermeras-, esa sangre no es normal”.
El doctor la interrumpió, y le dijo:
“¿Es qué no ve que esta mujer va a parir otro indio como ella? Por eso es la sangre, muchacha”.
La enfermera se enojó.
“Y, si sabe que está en trabajo de parto, doctor, y que no puede parir normal, ¿por qué no le hace una cesárea? No entiendo para qué usa ese espéculo”.
Enojado, el doctor miró a la enfermera con ojos vidriosos, sin cerrarlo, sacó el espéculo de un solo tirón, y, en ese momento, la muchacha volvió de su desmayo, pero solo para gritar de nuevo.
“Llévenla al quirófano” -dijo el doctor, contrariado.
“El niño ya no se mueve, doctor” -le informó la enfermera que lo asistía.
“A lo mejor se durmió” -contestó el médico.
“O algo peor, doctor”.
El médico soltó un eructo que apestaba a cerveza.
“¿Y eso qué? -dijo-. Esta gente se pone a parir y después no tienen ni como criar a tanto hijo... Por eso es que estamos llenos de delincuentes”.
Hizo una pausa, aplaudió su propia opinión, y, después, con una sonrisa de orate, añadió:
“¿Sabe usted, enfermera, cuándo se va a terminar la delincuencia en Honduras?”.
La enfermera no le contestó, estaba afanada en asistir a la muchacha que gritaba. El doctor concluyó:
“Pues, cuando las marginales, las campesinas, las sirvientas y todas esas mujeres que no tienen cómo criar un hijo, dejen de parir”.
Y soltó una carcajada.
La enfermera, asustada, le dijo:
“Mire, doctor, que la hemorragia de la vagina es más fuerte y la sangre más fina”.
“¿Y de qué se preocupa? ¿No ve que va a parir?”.
La enfermera insistió.
“Esa hemorragia me parece muy rara, doctor”.
“Figuraciones suyas” -le dijo el médico.
Cuando entró al quirófano, la muchacha se desmayó de nuevo. Cuando salió, casi una hora después, estaba muerta. Y su hijo también.
“Ni modo -dijo el doctor-; la gente se muere”.
Fiscal
El abogado se pregunta todavía ¿para qué usó un espéculo el médico?
En Medicina Forense descubrieron que tenía perforada la matriz, que tenía rotos los intestinos, pero que su muerte se dio a causa de un paro cardíaco. Y el niño había muerto estrangulado por su propio cordón umbilical. Y punto.
“¿Por qué tenía perforada la matriz? -se pregunta el abogado-, y, ¿por qué tenía rotos los intestinos?”
“Parece que los cortaron con un bisturí -dijo el médico en Medicina Forense-, pero no puedo asegurar nada de eso”.
El problema para el fiscal era que aquel hombre le dijo eso quince días después del entierro de Teófila y su hijo, cuando una exhumación no servía de nada. Además, los intestinos y las entrañas de la muchacha se fueron en una bolsa aparte, y nadie podría decir algo sobre ella.
“¿Cuándo tendremos el informe completo de la autopsia, doctor?” -preguntó el fiscal.
“Mire, abogado, cuando baje un poco el trabajo aquí; estamos llenos ahorita, y se lo voy a transcribir rápido solo porque es usted”.
Pero, un mes después, el informe que recibió el abogado no era el mismo que le había comentado el forense. La muchacha había muerto de un paro cardíaco y la anestesia no tenía nada que ver en eso. Además, el niño ya estaba muerto cuando la mujer llegó al hospital. Se había ahorcado con su propio cordón umbilical. Eso era todo.
“Pero, tenemos testigos de que el médico le negó la debida atención a la paciente”.
La protesta del abogado cayó en saco roto.
“Eso no lo sé. Mi trabajo es saber por qué vino la muerte, y lo demás es cosa de la Policía o de Dios”.
“¿Examinó usted el corazón?” -preguntó el fiscal.
“Claro; ahí está en el informe”.
La muchacha había muerto de un paro cardíaco.
La enfermera
“Tal vez la paciente se murió del corazón -dice-, pero, la verdad, es que el doctor la atendió con las patas, peor que si hubiera sido un animal... Estaba borracho, para mí que se había metido coca y que había fumado marihuana... Es cierto que él era un poco brusco con los pacientes, pero esa noche, y con esa pobre mujer, sacó toda la basura que andaba en el corazón...”.
“¿Cree usted que si la hubiera atendido a tiempo la muchacha no hubiera muerto?”.
“No solo lo creo, señor; estoy segura. El niño no llegó muerto al hospital. Se movía bastante cuando yo la examiné, y la sangre que le salía por la vagina, era la normal en un trabajo de parto”.
“Entonces, ¿podríamos decir que fue la mala praxis lo que mató a la mamá y al niño?”.
“La mala praxis y la maldad del doctor”.
“¿Está dispuesta a declarar eso en un juicio?”.
“¡Claro que sí! Pero, ¿cree usted que van a llevar a juicio a ese doctor? ¿Es que no sabe usted de quién es hijo? Y si supiera las amistades de su familia, ni siquiera se metiera en este caso... De todos modos, como él mismo dijo, la gente se muere siempre”.
Tiempo
Ha pasado tiempo desde aquel caso, y el doctor es hoy un especialista que tiene mucha clientela. Nadie se acuerda de la muchacha que murió en sus manos, ni del niño “que ya venía muerto”. Allá están, en una tumba que, tal vez, ya nadie visita, gracias a la maldad de un hombre que juró un día que sus pacientes serían primero y que jamás haría daño. Y, gracias, también, a la complicidad de algunos que se dejan seducir...
“El caso no se va a resolver nunca. La muchacha murió del corazón y punto. El forense es como un Evangelio en muchos casos. Lo que él dice, así es, y nadie lo puede cambiar, y menos cuando las evidencias se han podrido en una fosa”.
El fiscal calla. Hay tristeza en sus ojos.
“Conozco a muchos que no deberían estudiar Medicina -agrega-; lo hacen por lujo, por caché o porque se los imponen en su familia, pero, para lo que tienen vocación es para carniceros”.
Su opinión le saca un suspiro amargo del pecho.
“Y casos como ese hay muchos -dice, después-; mire cómo murió aquel señor millonario en un gran hospital... Y allí está, pudriéndose en una tumba, y sin que se le haga justicia”.
Hace una pausa.
“Esto debe detenerse. Las leyes deben ser más severas, pero, sobre todo, deben aplicarse sin ver quién es quién”.
Pero, mientras eso sucede, en una tumba solitaria, en una montaña lejana, Teófila y su hijo duermen el sueño eterno gracias a un hombre que nunca debió ser médico. Jamás se les hará justicia, porque hombres como este tienen cómplices en muchas partes, cómplices silenciosos o fáciles de seducir. Y Dios, por supuesto, se tarda mucho en darles a ciertos individuos su merecido.
Y, como dice don Rodrigo, “así son las cosas y así se las hemos contado...”.
Mientras tanto, muchos como aquel siguen echando tierra sobre sus errores.