(Segunda parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Jacinto lo mataron una mañana cerca del Instituto San Miguel, en Tegucigalpa. Caminaba desprevenido cuando fue atacado por la espalda. Murió poco después. El forense le dijo a un oficial de policía que el arma asesina era una lezna, “de las que usan los zapateros”, por lo que se trataba de un crimen planificado, de un asesinato, y que debía buscar a un zapatero que tuviera relación con la víctima. Pero el policía no tenía más pistas que esa y la muerte de Jacinto estaba quedando en la impunidad.
¿Por qué habían matado a un muchacho que no le hacía daño a nadie?
DIC
Esa era la pregunta que se hacían los detectives de homicidios de la Dirección de Investigación Criminal (DIC), pero no encontraban respuesta.
Un amigo de Jacinto les dijo a los investigadores que en una ocasión lo vio con una rosa arreglada que le llevaba como regalo a alguien que él supuso que era su novia, que iba en un bus de Tiloarque y, por esa razón, él estaba seguro de que la muchacha estudiaba en el Instituto Central.
Además, la dueña de la cuartería donde vivía Jacinto le dijo al oficial que este era un buen muchacho, tranquilo, responsable y trabajador, y que, aunque no imaginaba por qué razón le quitaron la vida, lo único que ella sabía era que había tenido problemas por una muchacha que supuestamente era su novia.
“Yo lo aconsejé una vez –agregó la señora–, pero ya sabe usted cómo son los muchachos. Por un oído les entra y por el otro les sale. Y no me hizo caso”.
“¿Qué le aconsejó?”
“Que mejor se alejara de esa muchacha porque el papá no lo quería como yerno, solo porque era pobre…”
“Y, ¿usted conoce a la muchacha?”
“No”.
“¿Y al papá?”
“Tampoco. Es que él me platicaba de sus problemas y yo lo aconsejaba. Nada más”.
“¿Le dijo el nombre de la muchacha alguna vez? ¿Sabe usted cómo se llama?”
“Él le decía ‘mi linda’, pero yo creo que era por lo bonita. No me dijo el nombre, o no me recuerdo yo, señor”.
“Pero, ¿vive cerca de aquí? ¿Sabe eso?”
“Sí, es de la San Miguel… Y digo esto porque un día me trajo un nacatamal y me dijo que lo compró donde una señora que se llama doña Betty, la esposa de don Víctor Menchaca, en la colonia Aurora. A don Víctor lo conoce mucha gente por esa zona, y yo creo que él iba a ver a la novia por esos lados porque traía tamales para comer…”
“¿Sabe usted si alguien visitaba a Jacinto en el cuarto?”
“Mire, visitas no le vi nunca. Como era bien aparte. Él salía a jugar después del trabajo, y los domingos se iba temprano, creo que a ver a la muchacha. Es que estaba bien pegado de ella y decía que se iban a casar y se la iba a llevar para Manto, de donde era él”.
“Pobre muchacho” –suspiró el policía.
–Sí –dijo la señora–, pobre”.
“Una última cosa –añadió el hombre–; ¿le habló alguna vez de algún zapatero que se relacionara con él?”
“No; de zapateros, no”.
“¿Está segura?”
“Sí… porque yo tengo buena mi memoria y me acuerdo bien de todo, y nunca hablamos de algún zapatero… ¿Por qué lo pregunta?”
“Porque creemos que a Jacinto lo mataron con una lezna, de la que usan los zapateros para costurar zapatos”.
La mujer abrió la boca, sorprendida.
“¡Pobre muchacho!” –exclamó.
Investigación
Aunque los detectives sacaron muy pocas conclusiones de aquella entrevista, una idea rondaba entre ellos, y era el hecho de que alguien se oponía a la relación de Jacinto con una muchacha bonita que estudiaba en el Instituto Central. Ese alguien era el papá de la muchacha, pero, pensar que el papá era el asesino de Jacinto era llegar muy lejos con tan pocas pistas.
“¿Por qué no puede ser? –preguntó uno de los detectives–. Antes se han visto otros casos. El papá se opone a la relación amorosa de su hija, ataca al novio y lo mata… Podría ser”.
“Sí, es posible –respondió el oficial a cargo de la investigación–, pero, ¿a quién buscamos? No sabemos el nombre de la muchacha, no conocemos a ningún zapatero…”
“Pero sabemos algo importante” –lo interrumpió uno de los detectives.
“¿Qué es?”
“La zona donde Jacinto compraba tamales… La colonia Aurora. Si se llevaba por allí, o si es en ese lugar donde se veía con la novia, alguien debe conocerlo”.
“Tenés razón”.
“Entonces, es hora de hablar con los informantes”.
“¿Tenemos gente por allí?”
“Un par de buenos amigos”.
“Excelente. Vamos a hablar con ellos”.
Noticias
No pasó mucho tiempo para que uno de los informantes llamara por teléfono.
“El chavalo era conocido por esta zona de la Aurora –dijo–; era novio de una chava que estudia en el Central, pero siempre se andaban viendo a escondidas… Es lo que me dijo un guardia del restaurante chino”.
“¿Sabe el guardia cómo se llama la muchacha?”
“Eso no, pero sí sabe cómo se llama el papá porque una vez fue al restaurante y le preguntó si había visto entrar a comer a una muchacha vestida con uniforme del Central, que estaba acompañada por un albañil hijo de…”
El informante hizo una pausa y bajó la voz.
“El guardia le dijo que no había visto a nadie, pero que allí entraba toda clase de personas. Y dijo, también, que el hombre andaba enojado, y como si hubiera bebido o estuviera drogado, porque andaba los ojos rojos”.
“¿Podemos hablar con el guardia?” –preguntó el oficial, interrumpiéndolo.
“Sí, creo que sí; pero, no en esta zona… Ya sabe usted, si alguien lo ve con un policía lo van a marcar como sapo… y aquí eso es la muerte”.
“Entiendo”.
Hubo una pausa.
“Me dijiste que el guardia sabe cómo se llama el papá de la muchacha” –dijo el policía, al final.
“Sí; le dicen Beto”.
“Y, ¿vos conocés por ahí a algún Beto?”
“Betos hay montones, pero en la Aurora hay pocos, y como ese, creo que solo uno”.
“¿Cómo así? No te entiendo”.
“Hay un Beto gordo y chaparro que trabaja en el mercado San Isidro. Allí tiene un puesto… no sé de qué… Creo que de pan o de huevos; de eso no estoy seguro”.
“Y, ¿es gordo y chaparro?”
“Sí. Yo lo he visto por allí, pero es mal encarado…”
“¿Sabés donde vive?”
“Por la zona de la Aurora, pero no sé dónde”.
“Pero tiene puesto en el mercado San Isidro…”
“Sí; de pan o de huevos… No estoy seguro”.
“Excelente… Vamos a buscar a Beto en el mercado…”
“Bueno –suspiró el informante–, yo ya hice mi parte; ahora les toca a ustedes…”
“Sí, claro…”
“Pero que no sea tan tarde como la última vez. Un chavo allí me hizo esperar un mes… y usted sabe, mi oficial, que nadie se mueve de gratis”.
“Sí; yo sé… Hoy mismo voy a mandarte tu dinero”.
San Isidro
Era un jueves en la mañana cuando varios detectives llegaron al mercado San Isidro buscando a Beto. Uno de los vigilantes lo reconoció después de que se lo describieron y, empezando a caminar delante de ellos, los llevó hasta un puesto de “medicina natural”, casi en el centro del mercado.
Más allá estaba Beto, sentado en una butaca con el sentadero hecho de cintas de cuero. Uno de los detectives comentó:
“Esa es una butaca de zapatero” –dijo.
“¿Por qué la tiene un hombre que se dedica a vender huevos?”
“Eso lo vamos a saber pronto”.
“¿Lo vamos a detener?”
“No; todavía no. No tenemos nada para acusarlo”.
“Tiene un banco de zapatero… Tal vez fue zapatero en otro tiempo”.
“Pero eso no dice nada… Vamos a esperar”.
“¿Qué?”
“Quiero saber algo”.
“¿Qué cosa?”
“Si tiene relación con algún zapatero… Por aquí tienen que haber algunos…”
“Y, ¿si él mismo fue zapatero?”
“Eso sería excelente. Entonces, iríamos por buen camino”.
Beto
El detective termina de comer, vacía su taza de café y pide agua; luego, dice:
“Era un hombre de baja estatura, no muy gordo pero con bastante abdomen, de cara redonda y mirada desconfiada. Sé que yo estaba prejuiciado en su contra, pero, al verlo, supe que había algo maligno en aquel hombre. Sin embargo, antes de presentarle algo al fiscal, tenía que estar seguro de que él era el asesino”.
El problema de los detectives era ubicar a Beto en la escena del crimen, encontrar el motivo que tuvo para matar a Jacinto, y, algo importante, encontrar el arma asesina.
Los días que siguieron fueron largos y pesados. La investigación avanzó poco, pero los detectives estaban satisfechos porque habían identificado a la novia de Jacinto. Siguieron a Beto hasta su casa y, a la mañana siguiente, vieron salir a su hija, vistiendo el uniforme del Central.
Era joven y bonita, alta y de pelo largo, ojos claros y piel sonrosada.
“¿Cómo es posible –se preguntaron los detectives–, que esta muchacha tan bonita sea hija de ese hombre tan feo?”
“Se parece a la mamá” –explicó otro.
“Aun así, yo no veo nada del papá en la muchacha…”
“Y, ¿si no es hija de él? ¿Si solo es hijastra?”
“Puede ser”.
“Entonces, habría algo más por lo que la cela tanto…”
“Tanto como para matar a uno de sus pretendientes”.
“Puede que aquí haya algo más”.
Zapatero
El hombre fumaba sin quitarse el cigarro de la boca, hasta que ya estaba quemándole el bigote. Los anteojos, de aros de metal viejo, colaban sobre su nariz, y él, conversando mientras trabajaba, decía:
“Vea a mi sobrino –y su voz sonaba apagada en medio de los accesos de tos que le sobrevenían–, allí está vendiendo huevos; años y años de hacer lo mismo por no haber estudiado… Todo le dio mi hermano, pero él prefirió la calle, las malas amistades y los vicios. Hoy, pasa el día entero sentado vendiendo huevos, medio ganándose la vida, porque esto está muy mal”.
El anciano escupió la colilla hacia un lado, tosió, revisó el zapato que estaba costurando y, agregó: “Yo, pues, no me quejo; este oficio me lo enseñó mi padre y he vivido de él toda mi vida; pero la juventud de hoy tiene más oportunidades, y ahora no estudia el que no quiere…”
“¿Beto es su sobrino?” –le preguntó el detective, que esperaba a que le terminaran de costurar el otro zapato.
“¡Ah!, ¿usted lo conoce? Sí; él es mi sobrino, el primer hijo de mi hermano menor… Pero como no agarró consejo”.
El detective suspiró, como si acabara de tomar una decisión.
“Dígame, señor –le dijo al anciano, hablándole directamente–; ¿se le perdió a usted una lezna hace más o menos un mes?”
El señor lo miró fijamente sobre el marco de los lentes.
“¿Usted cómo sabe eso?”
“Beto me comentó”.
“Beto, Beto… ¡Él se la llevó! Me dijo que se la prestara para coserle unos zapatos a la hija… bueno, a la muchacha que terminó de crecer, y de nada sirvió que le dijera que yo le iba a hacer el trabajo, que me trajera los zapatos…”
“Y, ¿ya le devolvió la lezna?”
“No; dice que la ocupa todavía… Y yo la cuido porque ya no se hacen de esas… Son de puro acero, con la lanceta para el hilo no se gastan ni se quiebran… Pero, ¿quién se mete con Beto? Tiene un carácter que da miedo, y, a mi edad, mejor no discuto”.
El detective se puso de pie, hizo una señal y tres hombres se acercaron a él.
“¿Dónde está el fiscal?”
“Esperando aquí cerca”.
“Que venga”.
El anciano dejó los zapatos a un lado, miró a los hombres y abrió la boca para decir algo.
“Policía, señor –le dijo el oficial, enseñándole su placa–; quédese donde está y no diga nada…”
“Pero, ¿qué es esto?”
“Espere un momento y lo va a saber”.
“El fiscal dio luz verde”.
“Excelente. ¡Cáiganle encima!”
Cinco hombres más, salidos de Dios sabe dónde, rodearon el puesto de Beto, que bostezaba en ese momento y que se quedó petrificado cuando vio las armas apuntando a su cabeza.
El oficial lo llamó por su nombre y, después, agregó:
“Está detenido por suponerlo responsable de la muerte de Jacinto…”
Beto se puso de pie, más blanco que el papel. Un policía le esposó las manos hacia atrás.
“Tiene derecho a guardar silencio…”
Un grito lo interrumpió.
“¡La lezna! –acababa de gritar uno de los detectives que estaba registrando al detenido–. ¡Esta es la lezna que buscábamos!”
Beto estuvo a punto de desmayarse.
“Con la lezna de tu tío mataste al novio de tu hijastra –le dijo, entonces, el oficial–; y nos vas a decir por qué…”
Beto no dijo nada.
Sigue en la Penitenciaría Marco Aurelio Soto, delgado, envejecido y enfermo. Mató a Jacinto por celos. Siempre estuvo enamorado de la muchacha. Una razón sin razón para desperdiciar la vida en la cárcel.