Este relato se basa en las declaraciones de testigos protegidos, en las confesiones de un desertor de una banda rival, en entrevistas a agentes de la Dirección de Lucha contra el Narcotráfico, en declaraciones de un sobreviviente de la matanza del 19 de abril, en publicaciones periodísticas, en el diario “Memorias de un bandido” y en el informe de las declaraciones de un oficial que colabora con la Fiscalía. La autenticidad de los hechos NO se garantiza en un cien por ciento. No se conocen los nombres de los personajes.
27 DE MARZO. Don Juan entró a la habitación moviéndose rápidamente, haciendo sonar los tacones de sus botas con puntas de oro sobre el piso de madera de nogal, hizo un gesto a los hombres que lo esperaban y esperó a que se sentaran en las sillas que estaban frente al enorme escritorio de caoba tallada, luego avanzó unos pasos más, empujó con una pierna el gran sillón de cuero negro, en el que cabía holgadamente, y se sentó en él, dejándose caer como un fardo.
Se veía ansioso y respiraba con la boca pero no dijo nada, empujó hacia atrás el espaldar y cruzó los dedos de las manos haciéndolas descansar sobre su abdomen, luego lanzó una mirada hacia adelante, una mirada entre burlona e intimidante, y abrió la boca para decir algo.
Desde el techo, una lámpara lanzaba destellos blanquecinos que rebotaban en su frente media calva y casi amarillenta, dándole a su rostro de piedra mayor dureza. La fiesta había terminado, cada quien llevaba lo suyo en bolsas de manila adornadas con chongos y motivos religiosos y había llegado la hora de hablar de negocios. En este punto, el hombrecito se transformaba y parecía agigantarse, superando extrañamente su estatura ante los que lo escuchaban.
Afuera hacía frío, aunque era una noche transparente de marzo, el viento silbaba entre las agujas de los pinos y una luna enorme, como un disco de plata manchada, se levantaba despacio sobre las montañas. Don Juan esperó un momento más antes de empezar a hablar, hizo un gesto al guardaespaldas que estaba detrás de sus invitados, y este salió de la habitación, cerrando suavemente la puerta. Carraspeó para aclarar la voz.
-Creo que es hora de que hablemos de negocios -dijo, sin cambiar de postura-; hoy somos nosotros los que necesitamos su ayuda.
-Siempre la ha tenido -dijo una voz aguardentosa, tratando de demostrar firmeza.
-Sí, lo sabemos; pero ahora se trata de algo más grande, y realmente importante. Y no es un favor para El Gato Negro nada más -aclaró don Juan, viniendo hacia el frente y poniendo las manos unidas por los dedos sobre la carpeta de cuero café del escritorio-.
Los hombres no abrieron la boca. Don Juan esperó unos segundos, largos segundos, antes de dispararles las palabras a quemarropa:
– Queremos neutralizar a Óscar Álvarez.
Al principio, los hombres no reaccionaron. El coronel miró a sus subordinados como preguntándoles si habían entendido algo en aquellas palabras pero estos le devolvieron la misma mirada.
-Vamos a ofrecerle al ministro cincuenta millones para que nos deje trabajar en paz, y ustedes le van a llevar esta oferta… Por supuesto, habrá algo grande para ustedes…
El coronel se puso de pie de un salto. Un grito salió de su garganta, ahogando las últimas palabras del capo, y sus ojos echaron chispas, la sangre le subió al rostro y sus labios temblaron por unos instantes.
-¿Usted está loco? -dijo, y sus palabras rebotaron con fuerza en las paredes. ¡Solo a un loco se le puede ocurrir semejante majadería! El Gato Negro no movió un solo músculo.
-Loco o no -respondió, poco después, mirando impasible al oficial y escupiendo despacio cada palabra entre los dientes apretados, esa es nuestra oferta, y ustedes se la van a llevar. Cincuenta millones en efectivo, y cinco millones para ustedes… por el favor.
El coronel temblaba de ira.
-¡Jamás haremos eso! -gritó de nuevo- ¿Quiere neutralizar a óscar Álvarez? ¡Ja! ¿Sabe usted de lo que está hablando? ¡Ese hombre es incorruptible! Si vamos donde él con esa propuesta vamos a salir encadenados, degradados y directo a la Penitenciaría… ¡No creo que alguien tenga siquiera el valor de insinuarle semejante barbaridad!
El Gato Negro se bajó del sillón. Estaba rojo de la ira, sus ojos echaban llamas y rechinaba los dientes con fuerza. Miró hacia arriba y clavó su mirada en la mirada indecisa del oficial.
-Muchas contemplaciones hemos tenido con ustedes -empezó a decir, apoyando los puños blanquecinos sobre la carpeta de cuero-, los hemos enriquecido, los hemos librado de sus enemigos, hemos neutralizado periodistas, fiscales y jueces que andaban detrás de ustedes y les hemos respetado la vida a pesar de que son traidores y aprovechados, y hoy van a hacer lo que queremos que hagan, mejor dicho, lo que necesitamos que hagan.
Matar al ministro nos terminaría a nosotros y lo mejor es comprarlo; yo me ofrecí porque sé que cuento con ustedes. Así que van a llevarle esta propuesta: cincuenta millones de lempiras en efectivo, o en dólares en una cuenta segura fuera del país. ¿Entendido?
El coronel vaciló. Temblaba de miedo y de cólera. Las palabras del capo eran una amenaza y, él sabía que aquel hombre no jugaba.
-Eso es imposible -dijo, tratando de controlarse-; nadie puede llegar a óscar Álvarez con una propuesta así. Ya le dije que ese hombre es incorruptible. Ni siquiera va a escucharnos. El quiere ser presidente de Honduras y no da un paso si no está seguro de dónde va a poner el pie. Sigan trabajando como hasta ahora, y esperen…
El manotazo sobre el escritorio lo interrumpió. El guardaespaldas abrió la puerta con una 9 milímetros en la mano. El Gato Negro le hizo un gesto y volvió a cerrar la puerta.
-Esto no es para elegir -murmuró el capo, tratando de controlar su cólera-. Tienen dos semanas para traerme una respuesta. ¡Eso, o una corona de flores! Ustedes eligen.
El coronel se mordió los labios, los soles que andaba sobre los hombros palidecieron y apretó los puños con desesperación. Si saltaba sobre aquel hombrecillo que apenas sobresalía sobre el escritorio no saldría con vida de ahí, y se contuvo.
-No haremos nada de eso -dijo, temblorosa la voz; nadie va a ir a ver al ministro con esa propuesta. El tiempo pasa rápido y él tendrá que retirarse del Ministerio para hacer su campaña…
-Pero deja a Calidonio, y ese es igual. ¿Y si gana? ¿Y si llega a ser presidente?
-Entonces tendremos cuatro años más de guerra, y usted ya sabe de qué lado vamos a estar nosotros… Pero algunos analistas que conocemos dicen que aunque Óscar Álvarez sea el candidato nacionalista, su triunfo dependerá de si los liberales siguen divididos. Si se unen, y si “Mel” y Micheletti se reconcilian y se abrazan, el Partido Nacional no ganará las elecciones de 2013. Solo es cuestión de esperar.
-En este negocio no hay tiempo para esperar, y el mexicano me presiona demasiado. Tienen dos semanas para traerme una respuesta. ¿Nos estamos entendiendo? Cincuenta millones y cinco para ustedes. ¡Es todo!
Antes de que se apagara el eco de estas palabras, la puerta se abrió de nuevo y dos guardaespaldas se pusieron al lado de los oficiales. El coronel echaba chispas.
Afuera, la luna parecía descansar sobre los pinos lejanos, los grillos cantaban en las ramas cercanas y, cerca de allí, alguien le sacaba notas tristes a una guitarra, mientras su desentonado compañero cantaba “La muerte del vaquero”. El Gato Negro estaba rojo de la cólera.
19 DE ABRIL. Era un domingo triste, cálido y silencioso. El Gato Negro dormitaba sobre su butaca de piel, después de cenar, y sentía pasar el tiempo demasiado despacio. Cuando sonó su celular se negó a abrir los ojos, estiró una mano y esperó a que sonara la quinta vez; cuando reconoció el número, contestó rápidamente.
-¿Está seguro? -preguntó, levantando la voz-. ¡Bien! ¡Es lo que esperábamos de ustedes! ¿Ve usted, mi coronel, cómo hablando se entiende la gente?
Cuando se subió en su camioneta, el corazón le dio un vuelco en el pecho, miró a Fredy, uno de sus hombres más fieles, y le preguntó:
-¿Y si me están engañando?
-Peor para ellos, jefe. Ya saben que con El Gato Negro no se juega.
El otro guardaespaldas esperó a que don Juan subiera para cerrarle la puerta, luego se acomodó detrás de él, con un Ak-47 en las manos. Los ocho cilindros rugieron mientras se abría el portón y no tardaron en salir a la calle. Don Juan iba en silencio.
LAS HADAS. Es una colonia tranquila, segura y bien iluminada a la que en pocas ocasiones llega la Policía, sin embargo, aquella noche habían instalado un operativo en la salida, con tres patrullas, cuatro motorizados y al menos quince hombres. Fredy redujo la marcha, puso luz alta y don Juan le dijo que se detuviera.
-¿Y si es una trampa, jefe? -dijo el guardaespaldas. Don Juan siguió en silencio. -Esto me parece raro, señor; aquí nunca viene la Policía.
-¿Y si no son policías?
En ese momento, de una patrulla bajó un hombre en uniforme y la luz del poste le dio de lleno en la cara; don Juan se tranquilizó.
-No hay problema -dijo, soltando el aire de los pulmones. Es un conocido. Es el que acaba de llamarme.
Eran las siete y quince de la noche, una noche triste para morir. El oficial se acercó a la ventana del jefe y este bajó el vidrio y lo saludó con una sonrisa.
De repente, varios hombres rodearon la camioneta, el oficial dio un paso atrás y los cañones de varios fusiles inmovilizaron a los pasajeros.
El Gato Negro protestó pero un hombre con pasamontañas le metió el cañón de un AK-47 en la boca. El coronel había desaparecido, las patrullas estaban encendidas y, en menos de un minuto, levantaron el operativo. Diez hombres rodeaban al Gato Negro y lo empujaban hacia una Land Cruiser que esperaba unos metros más allá. Entonces Fredy trató de hacer algo, se llevó la mano a la cintura y apenas si tuvo tiempo de tocar su pistola. Dos hombres le dispararon por la espalda. Murió allí mismo, acribillado por diecinueve balazos de 9 milímetros y AK-47.
La operación duró un minuto más. El Gato Negro estaba ahora en manos de sus enemigos.
MASACRE. Marco Reyes estaba descansando en su casa cuando lo llamaron por teléfono. Alguien le llevaba algo de parte del jefe. Cuando abrió la puerta, un hombre le puso una pistola en la frente y él levantó las manos.
-El hombre andaba uniforme de policía y tenía un pasamontañas puesto -dijo un testigo-; Marco levantó las manos y se dejó llevar hasta una camioneta negra que estaba afuera de la casa. No lo volvimos a ver.
Marco Solís estaba cenando cuando tres hombres vestidos como policías y con pasamontañas forzaron la puerta de su casa y lo amenazaron con fusiles AK-47. Lo sacaron a la fuerza y se lo llevaron. Lo mismo pasó con Andrés Suazo y Santos Zúniga. A Daniel Murillo y a Juan Ángel Paz ya los había secuestrado en operativos similares. A “El Ganso” se lo llevaron con el jefe. Todo sucedió entre las siete y diez y las siete y quince de la noche.
LA MONTAÑITA. La carretera estaba solitaria, la luna no había salido todavía y el calor desaparecía poco a poco. Tres camionetas avanzaban a toda velocidad sobre la carretera a Danlí y dos pickup más las seguían llenos de hombres. Cerca del desvío a Tatumbla bajaron la velocidad.
Una Land Cruiser blanca estaba estacionada a la orilla de la carretera, junto a dos camionetas más, y afuera fumaban varios hombres. Cuando se detuvieron, en fila india detrás de la Land Cruiser, un hombre gordo y enorme bajó de una Navigator. “El Ganso” lo reconoció. Estaba junto a su jefe en la camioneta Toyota y trataba de soltarse las manos.
El Gato Negro sangraba de la nariz y la boca, lo habían golpeado con la culata de los fusiles y estaba desmayado. Un hombre con pasamontañas lo vigilaba de cerca. “El Ganso” supo en ese momento que no había escapatoria. Aquel hombre era el enemigo número uno de su jefe. Todo había terminado. Entonces recordó la corazonada que tuvo don Juan antes de subirse a la camioneta, en la colonia Las Hadas, pero ya era demasiado tarde.
Dice que escuchó voces, órdenes agitadas y risas. El hombre gordo se acercó a su jefe y lo escupió en la cara. Luego se retiró unos pasos.
-A los guardaespaldas mátenlos aquí mismo -dijo, haciendo que se le erizara la piel a “El Ganso”-. Al “Zorro” ya saben donde tienen que llevarlo. ¡Vamos!
-¡Jefe!, ¿y si hay operativos?
-Ese es otro pisto. ¡Vamos! Esto ya dura demasiado.
Dos manos sacaron a “El Ganso” de la camioneta y lo tiraron al suelo. Todo estaba oscuro y la noche se iluminó un poco cuando los carros empezaron a moverse y encendieron los focos. La Navigator y la Land Cruiser saltaron hacia adelante y las ruedas chirriaron sobre el pavimento.
Los hombres se subían a los carros y había gritos y órdenes mezcladas con insultos y carcajadas. “El Ganso” rodó sobre sí mismo, se perdió entre las sombras y se quedó quieto en una especie de zanja en la que había arena y zacate seco. Nadie se acordó de él, pero no se movió de allí hasta que se sintió seguro.
DISPAROS. Menos de tres minutos después escuchó un disparo, varios gritos desesperados llegaron hasta él y creyó reconocer algunas voces. Luego varios disparos más. Fueron segundos largos y esperaba que en cualquier momento vinieran por él. Entonces se puso de pie y caminó más hacia el monte, cruzó una cerca de alambre de púas, con las manos amarradas hacia atrás, y subió una montaña.
Cuando miró para atrás, vio las luces de varios carros y el fogonazo de algunas pistolas. Entonces entendió que estaban asesinando a sus compañeros, a los guardaespaldas de El Gato Negro. Siguió subiendo y se ocultó detrás de un pino grueso, cerca de la cumbre del cerro. A lo lejos, sobre el pavimento, varias sombras se subían a las camionetas. Todo había terminado. Nadie se acordaba de él.
Le dolían las manos y tenía arañazos en los brazos y en la cara, pero estaba vivo. En el filo de una piedra rompió el lazo que le amarraba las manos y se desvaneció después. Cuando despertó, varias luces estaban ahora donde vio los fogonazos. Eran luces de patrullas de la Policía y habían muchos más carros estacionados.
LA ESCENA. Seis hombres estaban tirados boca abajo sobre la calle de tierra, cerca de la pavimentada, tenían heridas de bala en la cabeza y la sangre inundaba la carretera. La fuerza de los disparos les destrozaron el cerebro y pedazos de masa encefálica estaban regados en todas direcciones. Dos cadáveres tenían la cara deshecha. Eran los guardaespaldas de El Gato Negro.
EL JEFE. La llamada al 199 fue hecha antes de la medianoche; una voz deformada para no ser reconocida dijo que en El Plátano, cerca de Danlí, estaba el cadáver de El Gato Negro, en un abismo.
Cuando la Policía llegó al lugar, encontraron en una hondonada de más de cien metros el cadáver de un hombre blanco, de baja estatura, que había sido torturado salvajemente antes de ser asesinado. Estaba desnudo, tenía una pierna deshecha y un brazo quebrado, heridas de machete en la espalda y en el pecho, la mandíbula desencajada, varias uñas arrancadas y algunos dientes rotos.
Un testigo protegido declaró que él estuvo de guardia en la casa de seguridad donde torturaron al Gato Negro y que “no lo escuchó gritar ni una sola vez”. Dice que antes de que lo mataran quiso que le permitieran pedirle perdón a Dios, pero que no sabe si se lo concedieron.