Crímenes

Mujeres políticas de América Latina, los límites del poder

Tres mujeres, tres historias, cada uno de estos casos muestra una realidad latinoamericana que no es homogénea

01.04.2017

SERIE 2/2

Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y Cristina Fernández Kirchner en Argentina, la llegada al poder de tres mujeres en América Latina en los primeros años del siglo XX.

Michelle Bachelet combinaba pragmatismo, dotes diplomáticas, habilidad política para lograr grandes consensos y, sobre todo, no generaba tantos odios, recelos y envidias como otros candidatos socialistas.

Era una mujer que abogaba por la libre empresa, tranquilizaba a los mercados y a los empresarios, hablaba un léxico que sonaba a algo parecido a la izquierda y acababa haciendo políticas de derecha, algo que no siempre era entendido por los sectores más a la izquierda de la concertación de partidos que lideraba Bachelet y los sindicatos.

El Partido Comunista Chileno (PCCH), que apoyó activamente a Bachelet en las elecciones de 2013 y que incluso tiene a dos ministros en las filas del ejecutivo (Desarrollo Social y Servicio Nacional a la Mujer), se ha mostrado muy crítico con la orientación neoliberal del gobierno, pero sin dejar de apoyarle totalmente.

Pese a sus políticas claramente neoliberales, muy atacadas sobre todo por el abandono de la salud y la educación públicas, lo que realmente echó abajo la popularidad de Bachelet en los últimos años ha sido un escándalo de corrupción en el que se ha visto envuelto su hijo Sebastián Dávalos y su novia.

Ambos, según informaba la BBC en sus páginas, “están señalados de haber cobrado 13 facturas por unos US$400,000 por trabajos que no se realizaron, suponiendo un perjuicio fiscal de unos US$160,000.

El Servicio de Impuesto Internos (SII) acusa a Compagnon y a su socio de “declaraciones de impuestos maliciosamente falsas” desde la firma Caval. Entonces, y ya con una reacción muy tibia por parte de Bachelet, su popularidad se vino abajo, las protestas contra los recortes sociales se agudizaron en las calles y, como guinda final para la tarta, aparecieron los incendios forestales, que alimentaron un clima en el país de que la gestión presidencial había estado muy lejos de ser eficiente y profesional.

Como en el caso de su amiga, la brasileña Dilma, tampoco tuvo reflejos para hacer frente a la crisis y la sociedad, cuando la gente es inepta al frente de sus responsabilidades, no se depara a analizar si es hombre o mujer, la historia les acaba arrollando.

Cristina Fernández

Cristina Fernández de Kirchner fue elegida presidenta de la República de Argentina tras una época turbulenta en que su marido, el saliente y flamante presidente Néstor Kirchner (2003-2007), salía con unos índices de popularidad bastantes aceptables tras una década de turbulencias, inestabilidad creciente en la sociedad argentina y grandes tsunamis económicos que arrasaron a la clase media de ese país. En apenas cuatro años de peronismo con tintes izquierdistas, Néstor calmó a la población con ciertas dosis de proteccionismo social, retórica populista, asistencialismo público sin medida y una pizca de carisma solo bien entendido en Argentina, una nación en donde sigue siendo un enigma quién puede votar por los peronistas. Pero, ya se sabe, lo que dijo Perón: “En la Argentina hay socialistas, liberales, progresistas, comunistas….¡Sin embargo, todos somos peronistas!”.

Si bien el marido salió bien parado de su mandato presidencial, a pesar de haber vuelto a dividir el país con el tema de la dictadura, al abrir los procesos contra los ancianos militares, que ya parecía cerrado, Cristina fue unos pasos más allá en su demagogia facilista y barata y, sobre todo, en su discurso arrollador contra los empresarios, militares, la Iglesia, el peronismo moderado, los medios de comunicación y el mundo occidental.

Demonizó a la economía de mercado, hundiendo a los mercados; polarizó al país, ahondando la división con su discurso radical, crispó a la sociedad hasta el límite con sus obsesiones contra una supuesta oligarquía que conspiraba contra la nación y, lo que es peor que todo lo anterior, aisló a la Argentina de sus socios naturales de toda la vida, como los Estados Unidos y Europa, para establecer una alianza contra natura con la Cuba de Castro, la Venezuela del sátrapa Maduro, la Bolivia de Evo Morales y otras dictaduras de medio mundo, entre las que destacaban la China comunista e incluso Siria.

Romper alcanzas históricas es relativamente fácil, pero recomponerlas puede ser tarea de décadas, e incluso a veces son irrecuperables. Estados Unidos ya mira con desdén, diría que hasta con desprecio, la política exterior titubeante, acomodaticia y poco seria de los argentinos.

Un final oscuro

Así las cosas, la émula de Evita, que se creía llamada a hacer historia y ser parte de la misma en el futuro, salió con unos índices de popularidad bajísimos, una economía en franca decadencia, una sociedad altamente polarizada por haber vuelto a enfrascarse en el eterno debate sobre los acontecimientos del pasado, un país con la moral bien baja y, sí lo siento por los argentinos, más aislado del mundo que nunca.

Con el espíritu nacional por los suelos, como su moneda, y su poder adquisitivo más devaluado que nunca, aunque siempre se puede llegar más bajo, Argentina se enfrentó al primer día del poskirchnerismo, tras llegar Mauricio Macri a la presidencia en diciembre del 2015, con una pesada herencia que seguramente lastrará a esta nación durante años.

Luego Cristina fue procesada por varios delitos, dos de sus colaboradores cercanos, detenidos por corrupción, y se descubrió toda una trama de sobornos y compras a políticos donde se mezclaban los intereses privados de los gobernantes con el vil metal.

Otra presidencia más que mostraba a las claras cuáles son los límites del poder en América Latina: la herencia del pasado, una cultura política dominada por el torbellino populista que aún perdura y la ausencia de un sistema político condicionado por eso que existe en toda democracia que se llama como la exhibición de los famosos checks and balances, es decir, los controles y contrapesos que deben existir en una democracia que merezca tal nombre.