Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Todavía hoy, tantos años después, Saúl se pregunta ¿cómo fue que lo agarraron? Un día, nueve meses después del entierro, los detectives de la vieja Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) llegaron a su trabajo, preguntaron por él al jefe de Personal –así se le llamaba en aquel tiempo al director de Recursos Humanos–, y este acompañó a los policías a su cubículo.
“Saúl –le dijo–, estos señores quieren hablar con usted”.
Eran tres, altos, más bien enormes, y con cara de pocos amigos, e iban acompañados por una mujer seria, lo que aumentaba su fealdad, baja, gorda y de voz ronca, medio hombruna. Era la fiscal del Ministerio Público.
“¿Usted es el señor Saúl…? –le preguntó, viéndolo a los ojos, mencionando sus apellidos como si los escupiera.
“Sí –respondió él–, yo soy”.
“Está usted detenido por suponerlo responsable de los delitos de parricidio y fraude en perjuicio de…”
Saúl dio un salto, abrió los ojos como platos y estuvo a punto de desmayarse porque la sangre se detuvo en sus venas.
“¿Qué es lo que me está diciendo?” –murmuró, mientras dos detectives avanzaban hacia él, uno de ellos con las esposas de acero en una mano y el otro con la derecha en la cacha de la pistola.
“El Ministerio Público tiene suficientes elementos como para considerarlo a usted el asesino de su esposa –agregó la fiscal–, hecho acontecido el día…”
Saúl no dijo nada, uno de los detectives lo hizo girar sobre sus talones y le esposó las manos hacia atrás.
“También se le considera el autor intelectual del fraude contra la empresa de seguros…”
Saúl ya no escuchaba. La voz de la fiscal parecía salir de ultratumba.
“Tiene derecho a guardar silencio…”
Saúl salió de su cubículo arrastrando los pies, con la cabeza baja, tratando de esconder su rostro pálido y desesperado de las miradas sorprendidas de sus compañeros. Veinticuatro horas después lo llevaron ante el juez y esa noche llegó a la Penitenciaría Nacional de Varones, de Támara. Allí pasaría los siguientes dos años y medio, hasta que se le llamó a juicio. Después de un tiempo, lo condenaron a veintinueve años y medio de prisión.
“Saldré de aquí de más de setenta años –dice, con humedad en los ojos–. Aunque jamás acepté mi culpa, me demostraron en el juicio que yo hice aquello… Pero, lo que me sigo preguntando hasta hoy es ¿cómo me descubrieron? ¿Cómo fue que los detectives de la DIC supieron que fui yo el que mató a mi esposa?”
Saúl hace una pausa, toma un poco de Pepsi dietética ya que su diabetes es agresiva, y mira hacia adelante, sin ver nada en realidad.
“Lo planifiqué todo muy bien –agrega–, y repasé cada detalle, cada detalle, pero en algo me equivoqué… Y por eso estoy aquí”.
Calla y sonríe, pero su sonrisa es una mueca inexpresiva, vacía, que muestra una raya pálida formada por los labios delgados, apenas cubiertos por el remedo de bigote que crece debajo de su nariz.
“¿Cómo me agarraron? –Exclama, luego de soltar un suspiro–. Me gustaría saber qué fue lo que hice mal.”
Sigue a esto una pausa muy marcada. Arriba, el cielo azul, lleno de sol, muestra un día maravilloso; sobre los muros de bloque se picotean algunos pájaros y adentro, en la cárcel, muchos rostros se notan resignados.
“Nada es más valioso para el hombre que la salud y la libertad” –dice Saúl, poco después.
“¿Por qué la mató?” –le pregunto, directamente.
Él hace una pausa, me mira por un momento y luego mueve la cabeza hacia otro lado. Piensa. Ordena en su cabeza los pensamientos.
“Por estúpido –contesta–. Por dinero… Por codicioso”.
“¿Ya no la quería?”
“Tal vez ya no. No me he puesto a pensar en eso…”
La llamada. Eran las diez de la mañana cuando se recibió una llamada en el 119, el antiguo número de emergencias de la Policía. Un hombre dijo que en la carretera al sur, arriba de El Tizatillo, estaba una persona muerta, envuelta en una cobija roja.
“¿Está seguro que se trata de una persona, señor?” –preguntó la operadora.
“Sí, se le ve la forma de las piernas y la cabeza”.
“¿Es hombre o mujer?”
“No sé –respondió el hombre–, el cadáver está todo envuelto con la cobija. No se ve nada”.
“Deme bien la dirección del lugar…”
El hombre habló un poco más con la operadora y esperó a que llegara la Policía.
La escena. Los primeros en llegar fueron dos policías motorizados; poco después llegaron dos patrullas de la Policía y más tarde una de la DNIC, seguido por la “muertera” de Medicina Forense.
Se trataba de una mujer de al menos treinta y cinco años, no muy alta, de piel trigueña clara, pelo corto de color negro y rostro que debió ser agraciado. Vestía un pantalón de tela color melón, una blusa verde aqua y calzaba una sola sandalia. En el dedo anular izquierdo llevaba un anillo de matrimonio, aretes pequeños de oro en los lóbulos de las orejas y una cadenita con un dije en forma de flor en el cuello. En una de las bolsas del pantalón se encontraron trece lempiras.
“A esta mujer la estrangularon” –dijo el médico.
“Los hematomas en el rostro y en el pecho –agregó un detective de homicidios– muestran que fue golpeada antes de matarla, y parece que se defendió de su atacante porque tiene dos uñas de las manos quebradas, y hay rastros de lo que pudiera ser sangre en otras tres”.
“Así es” –dijo el forense.
“Según parece no la mataron por robarle –añadió el detective–, porque tiene las joyas con ella”.
“Tampoco fue molestada sexualmente –agregó otro detective–; la ropa parece intacta”.
“Eso lo vamos a confirmar en la morgue” –replicó el médico.
“Qué la gente de Inspecciones Oculares registre bien la zona –dijo el primer agente–; tal vez encontremos la otra sandalia y el bolso… Así vamos a saber quién es la víctima”.
“No creo que encontremos nada aquí –dijo un tercer detective–. La mujer fue asesinada en otra parte”.
“Y una parte muy íntima” –dijo el primer detective.
“No te entiendo”.
“¿Ves la cobija con que la envolvieron?”
“Sí. ¿Qué hay con eso?”
“No es una cobija –respondió del detective–, es una sábana”.
“Es lo mismo”.
“No, no es lo mismo”.
“Y es una sábana roja”.
“¿Y eso qué?”
“Si te fijás bien, es una sábana vieja, muy vieja, diría yo, y que ha sido muy usada y, por tanto, muy lavada también…”
“No entiendo”.
“Mirala bien”.
“¿Qué?”
La sábana era de color rojo, estaba descolorida por el uso y las numerosas lavadas y, en algunas partes, mostraba desgaste. En una parte tenía un agujero pequeño, y el detective lo señaló con un índice.
“Este agujero fue hecho por la brasa de un cigarro –dijo–; alguien estaba fumando en la cama, la brasa cayó y quemó la sábana. Se pueden ver los bordes negros todavía”.
“Una sábana así solo puede ser propiedad de una familia pobre”.
“No necesariamente –atajó el detective–. Es roja, y no es común que en las casas se tengan sábanas rojas. Más bien, creo que esta sábana es de algún motel”.
“¡Ese es el lugar íntimo donde mataron a la mujer!”
“Es posible”.
“Los moteles marcan sus sábanas y sus toallas, para que los clientes no se las roben”.
“Así es –convino el detective–, pero si nos fijamos bien, a esta le arrancaron la parte donde debió estar el nombre del motel”.
Levantó la sábana, agarrándola con dos dedos, y mostró una esquina a la que le faltaba un pedazo triangular.
“Fue cortada con tijera –dijo, después–, seguramente para quitar las señas del motel”.
“¿Quién pudo hacer eso?”
“Alguien inteligente –respondió el detective–; mejor dicho, alguien que se cree muy inteligente y que, a mi parecer, planificó esto desde hace mucho”.
“¿Cuánto tiene de muerta la mujer, doctor?” –preguntó el agente, un segundo después.
“Entre diez y quince horas” –dijo el médico.
“Entonces podríamos decir que fue asesinada a eso de las ocho de la noche de ayer”.
“Es posible”.
“Bien”.
Isabella. Tenía treinta y seis años, era maestra y manejaba una empresa de su propiedad, pequeña pero rentable. Tenía tres hijos de su primer matrimonio, el que apenas duró el tiempo suficiente para tener dos partos, uno de gemelos y el de una niña. Años después, diez para ser exactos, se aburrió de estar sola y se casó con Saúl, enamorada y convencida de que aquel era, no solo el hombre de su vida, sino también, el mejor padre que pudiera encontrar para sus hijos. Pero tres años después, Saúl la mató.
“Chabelita se quedó en la tienda después de cerrar –le dijo a la Policía una de sus empleadas–; era su costumbre porque el esposo siempre venía por ella y se iban juntos para la casa… No sé qué pasó anoche con ella”.
“Yo no llegué a traerla ayer –dijo Saúl–, porque cuando venía por el aeropuerto un taxista me quitó el derecho de vía y me caí con la moto… Mire cómo quedé de raspado”.
Saúl tenía heridas en los brazos y en el rostro, la motocicleta estaba en la casa, semidestruida, y agregó que no pudo llamar y avisarle a su esposa porque perdió el conocimiento por varios minutos y tardó en recuperarse. Cuando llegaron los paramédicos de la Cruz Roja, ya se sentía mejor y no quiso que lo llevaran al hospital. Sin embargo, se quedó unos minutos más en el sitio del accidente.
“¿Cómo llegó a su casa?” –le preguntó el detective.
“Un señor me ayudó a traer la moto en su pick-up”.
“Ya”.
“¿Estaba en la casa su esposa cuando usted llegó?”
“No, pero no me preocupé porque ella, al ver que no llegaba a traerla, se vendría sola. Yo estaba muy adolorido y me acosté a dormir después de limpiarme solo los raspones…”
“¿A qué hora se dio cuenta de que su esposa no había llegado a la casa?”
“Como a las dos de la mañana… No, fue como a las once… No sé, no estoy seguro, pero entonces la llamé y no me contestó… Y salí a buscarla a la tienda”.
“¿Qué encontró en la tienda?”
“Estaba cerrada”.
“¿Tenía vehículo su esposa?”
“No, solo tenemos uno, el busito que está afuera, pero yo la iba a dejar a la escuela en la mañana y ella se iba para la tienda al mediodía… En la noche yo la iba a traer en la moto”.
“¿Sabe usted quién pudo asesinar a su esposa?”
“No sé, señor… No tenemos enemigos”.