CASONA. En el departamento de Copán, antes de llegar a la ciudad de Santa Rosa, hay una mansión abandonada. Llama la atención porque desde que se empieza a subir una cuesta empinada y llena de curvas, empiezan a verse sus altas paredes blancas, su techo de tejas -rojas en otro tiempo y ahora llenas de mugre y musgo- y sus amplios ventanales, guardados con balcones antiguos, de hierro forjado a mano, y que todavía se conservan en su sitio, a pesar de que han pasado muchos años desde que su dueña murió, dejando todo en manos que no estimaron nunca el esfuerzo de los viejos.
Se levanta el edificio en una colina, vista desde el inicio de la cuesta, y se llega a ella al final, en una especie de explanada en la que sigue la carretera hacia Santa Rosa. Todavía se ve el cerco de piedra que rodeaba la hacienda, y el enorme portón de hierro que daba entrada por un camino amplio bordeado de viejos árboles. Estar allí es como viajar en el tiempo. Casi nada ha cambiado desde que murió doña Teresa, en diciembre del año 2000, noventa años después de haber nacido, y cuarenta después de haber enviudado. Por supuesto, el deterioro que causa el abandono es notorio, y el hombre que cuida la propiedad es ya viejo, y no es mucho lo que puede hacer para evitar que se convierta en ruinas.
“Estoy aquí desde que nací -dice-, allá por 1950. Mi papá trabajaba en la hacienda, y mi abuelo antes que él. Y aquí conoció a mi mamá, que también nació y se crio aquí. Yo me acuerdo de doña Teresa. Tal vez tenía unos cuarenta o cuarenta y cinco años cuando la vi por primera vez. Era una mujer alta, hermosa, pelo largo, negro como los ojos, de carácter dulce, pero que sabía tomar decisiones como los hombres. Y conocí a don Nemesio, el esposo, que era mayor que ella unos quince o veinte años... Pero se querían mucho, porque trabajaban juntos de sol a sol, y tuvieron muchos hijos... Creo que nueve hijos... Y a todos los cuidaron como buenos padres que eran, y les enseñaron a trabajar en la hacienda, a trabajar la tierra y a cuidar de los negocios... Y aquí todo prosperaba, porque don Nemesio había heredado una gran fortuna de su padre, que también se llamaba Nemesio, y él la multiplicó, trabajando duro. Tenía tabaco, hacía puros, y le vendía también a la Tabacalera; ganado, para leche, para carne y para cría; cerdos para carne, y toda clase de animales. Y decían que era dueño de una parte de la mina de San Andrés; y debió ser cierto porque era un hombre con mucho dinero... Hasta que una mañana, de esas mañanas llenas de niebla y frías, bien frías que se daban en aquellos tiempos, don Nemesio apareció muerto en medio de un pinar, y su carro, un Land Rover de los primeros que vinieron a Honduras, fue encontrado en la orilla del camino real. Era el año 1960, de eso estoy seguro, aunque no me recuerdo el mes... Pero de lo que sí me acuerdo es de la forma horrible en que mataron al señor; porque ya era un señor... Creo que tenía unos setenta años, pero era como un roble... En ese tiempo mandaba Villeda Morales, y tenía una Policía que era más bien como los rurales que les decían; y eran malos, mal encarados y que le metían miedo a todo el mundo... Dicen que solo le obedecían al propio presidente Villeda Morales, y debió ser así, porque eran gente que no se llevaba bien ni con los militares”.
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LA MUERTE
A don Nemesio lo atacaron por atrás. Primero lo golpearon en la cabeza con algo pesado, un palo de leña, tal vez; y cuando estaba desmayado, lo atacaron por la espalda, con un cuchillo... Los rurales dijeron que le habían dado como treinta cuchilladas, pero que el señor tardó mucho en morirse porque había mucha sangre donde lo dejaron. Yo vi el cuerpo, y por delante estaba intacto, pero por la espalda, cuando mi mamá ayudó a limpiarlo y a bañarlo, estaba lleno de heridas, como si lo hubieran agarrado con odio... Y lo malo era que don Nemesio no se metía con nadie; tenía amigos en todas partes, y trataba bien a los trabajadores, que tenían todo lo que necesitaban en su hacienda... Por eso, los policías no entendían por qué lo habían matado.
Yo estaba bien pequeño; tenía unos diez años. Y oía todo lo que decían. Que fue que lo quisieron secuestrar, que lo mataron para quitarle la hacienda, que era un hombre que lo odiaba porque desde pequeño lo corrió de la hacienda... Y muchas cosas más se decían, pero, en verdad, nadie sabía por qué había sido. El problema era que hacía poco que había terminado el mando del general Tiburcio Carías Andino, y en el ejército había muchos que recordaban los tiempos en los que el General imponía la Justicia con mano dura; y don Nemesio tenía amigos de esos... Y uno de ellos vino a la hacienda, para ofrecerse a investigar la muerte de su amigo. Doña Teresa, que los conocía casi a todos, no le dijo nada, pero él entendió que estaba de acuerdo.
“¿Tenés sospechas de alguien?” -le preguntó aquel hombre, al que le decían “mi coronel”.
“No, Tomás -le dijo ella-. No sé quien pudo hacerle esto a mi esposo”.
El coronel no quedó satisfecho con aquella respuesta; se quedó mirando por largo tiempo a doña Teresa, y le dijo algo a uno de los hombres que andaban con él. Todo esto me lo contó mi papá, que estuvo cerca de ellos, y que los atendió todo el tiempo que estuvieron en la hacienda, que fue como una semana, o diez días, y los escuchaba hablar todo el tiempo.
“Yo creo que Teresa tiene sospechas de alguien -dijo el coronel-, y no entiendo por qué no me lo dice”.
“Tal vez no esté segura, mi coronel”.
“Capitán, recuerde que no hay instinto mejor desarrollado que el de una mujer, y si Teresa sabe algo, es porque algo vio, y algo quiere hacer por su propia cuenta... Yo conozco a esta mujer desde hace años... Y le aseguro que es más peligrosa que ustedes y yo juntos”.
¿Qué es lo que quería decir el coronel Tomás con aquellas palabras? ¿Tenía él también algún sospechoso? ¿Quién pudo matar a don Nemesio con tanta cólera y con muestras de odio? ¿Quiénes eran los enemigos jurados del señor?
“Nemesio no tenía enemigo, Tomás” -le dijo doña Teresa.
“Entonces, el asesino está aquí, entre nosotros” -le contestó el coronel.
Mi papá me dijo que doña Teresa se quedó callada, y que solo se quedó viendo a los ojos al coronel, que no le despegaba la vista. Hasta que, al fin, el coronel le dijo:
“Vos sabés más de lo que decís. Ayudame para que el asesino no se quede sin castigo”.
Y la respuesta de doña Teresa fue dura, dicha con voz ronca, como si no pudiera salirle del pecho.
“Tomás, te aseguro que los asesinos no se quedarán sin castigo”.
“¿Los asesinos?”
“Eso te dije. Pero, hablemos de eso después de que enterremos a Nemesio. Era un hombre bueno, y por bueno es que le pasó esto... Pero yo no voy a permitir que los que le quitaron la vida se queden como si no hubieran hecho nada”.
“Entonces, ¿vos sabés quiénes lo mataron? No es uno solo el asesino”.
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LÁGRIMAS
Doña Teresa no derramó una sola lágrima. Al menos, yo no la vi llorar. Y esto que yo siempre estuve cerca de mi papá... Y cerca del ataúd...
Aquello era un mar de tristeza. Vino gente de todas partes. Los hijos estaban en el velorio, y se les veía la tristeza en la cara. Estaban los hermanos y las hermanas de don Nemesio, los amigos poderosos de Copán, y la familia de doña Teresa. Todos lloraban y se lamentaban; pero se sorprendieron cuando, a eso de las dos de la tarde, llegó un camión pequeño, un viejo Ford que tenía don Nemesio, y traía dos ataúdes. Todo el mundo se asustó. Metieron los ataúdes a una sala, en la que no había nadie, y todos empezaron a preguntarse ¿para qué o para quiénes eran aquellos ataúdes? Mi papá estaba con el coronel Tomás cuando doña Teresa lo mandó a llamar.
“Mirá, Tomás -le dijo-, quiero que te fijés bien en todo esto, y en que se le hizo justicia a mi marido... Este hombre, que se llama José, te va a llevar a un cuarto donde vas a encontrarte con los asesinos de mi marido”.
El coronel no entendía. Pero se dejó llevar por mi papá al cuarto que le dijo doña Teresa, y allí estaban dos cuerpos; dos cadáveres. Eran de dos muchachos, jóvenes. Uno de ellos estaba en el suelo, tirado y enrollado; el otro estaba en un sillón ancho, tirado para atrás, cono los ojos abiertos, como si hubiera visto al mismo demonio. Y los dos tenían espuma en la boca. Mi papá me dijo que el cuarto olía como a almendras... Entonces, el coronel dio un grito.
“¡Estos son dos de los hijos de Nemesio!”.
“Revisales las manos -le dijo doña Teresa, que los había seguido-. Revisáselas bien”.
Los dos tenían lesiones en las manos. Uno de ellos tenía algunas astillas de ocote en la mano derecha, y heridas de astillas en las dos manos. El otro tenía un corte de cuchillo en la mano izquierda.
“Pero... ¿qué pasó?” -preguntó el coronel.
“Desde hace un año, más o menos -le contestó la señora-, estos dos pícaros le venían robando a Nemesio. Yo sabía, pero no dije nada al principio. Y un día, le pidieron la herencia a mi marido, porque dijeron que no les gustaba el monte, y que se iban a ir a vivir a la capital... Pero cuando Nemesio supo que ellos eran los que le robaban, se enojó con ellos y les dijo que los iba a sacar del testamento... Anoche, mi esposo me dijo que iba a ir a ver unos terrenos para hacerles casas a los mozos, a los trabajadores. El lugar es un pinar donde hay agua, y donde se pueden hacer unas casas donde la gente viva con dignidad... Y se fue a las cinco de la mañana... Estos pícaros se fueron detrás de él. Yo los vi salir en el jeep, pero nunca me imaginé qué era lo que pensaban hacer... Ellos lo mataron... Mataron a su propio padre... Y yo les di cianuro a los dos... Aunque eran mis hijos, a los que amaba con todo mi corazón... Pero no les iba a perdonar lo que le hicieron al hombre que les dio la vida... ¡Nunca!”.
El coronel no dijo nada. Yo vi cuando pusieron los dos ataúdes en una esquina, lejos del ataúd de don Nemesio. Nadie supo nada. Solo mi papá, que me contó ese secreto cuando ya estaba muy de edad, y cuando la hacienda se había caído, y solo quedábamos nosotros para cuidar la casona. Los otros hijos de don Nemesio y doña Teresa no quisieron seguir con la hacienda. Doña Teresa vivió muchos años aquí, cuidando el patrimonio que había formado con su esposo. Y les dio a los hijos en vida lo que le tocaba a cada uno... Y son empresarios... A veces, vienen aquí... Y se van llenos de tristezas y de recuerdos... Mire, esa era doña Teresa... y ese era el esposo... Cuando eran felices...