Selección de Grandes Crímenes: El poder de la avaricia (Segunda parte)

Apártate del mal, no tomes parte con los malvados, y, si no puedes hacer el bien, ante todo, no hagas daño. Ahora puedes disfrutar de este relato a través de un audio al dar clic en la nota

  • 12 de enero de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: El poder de la avaricia (Segunda parte)
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VERDADES. “Vivimos tiempos difíciles -me dijo el general Héctor Gustavo Sánchez, ministro de Seguridad-, la maldad se ha multiplicado sobre la faz de la tierra, y no hay sociedad en el mundo que esté libre de la maldad de los que decidieron estar fuera de la ley; de los que decidieron hacerles daño a sus semejantes, por ambición, por odio, por avaricia... ¡por muchas razones! Y es esa maldad a la que debemos enfrentarnos cada día, no solo desde la Secretaría de Seguridad; sino, en nuestras propias casas, y más cerca todavía, en nuestro propio interior. Porque sé que el mal es algo que se puede evitar, pero tenemos que empezar por nosotros mismos, educar a nuestros niños, y enseñarles a hacer el bien siempre”.Comentábamos acerca de las nuevas modalidades de fraudes y estafas que están causando cada vez más víctimas, a las que los delincuentes despojan de los ahorros de toda una vida, y que rara vez son castigados por la ley.

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“El amor desmedido al dinero lleva a la gente a caer en las trampas de los ciberdelincuentes -agregó el ministro-; creen en las promesas de que, si invierten una cantidad de su dinero, van a ganar mucho más en cierto tiempo, y se dejan llevar por el deseo de tener más. Allí es donde pierden todo, y muchos, hasta la vida, porque no están tratando con angelitos bien intencionados; están tratando con criminales despiadados que no lo piensan dos veces para deshacerse de los testigos que los pueden hundir en la cárcel”.

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Hizo una pausa para tomar un poco de agua.

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“Este caso, por ejemplo, demuestra una vez más que no todo lo que brilla es oro; que los delincuentes son capaces de vender las ilusiones más irrealizables, y, aun así, la gente se deja enredar en las promesas de que van a tener más dinero, y más, y más... Don Juan quería millones para invertir en su empresa, y él solo, por su propio pie, llegó al nido de los estafadores. Creyó que pagaría un interés pequeño, en comparación con los de los bancos, y cayó en la red. Tal vez fue necesidad, lo cual dudo mucho; tal vez fue avaricia... La verdad es que este caso debe ser tenido como una advertencia para los que, como don Juan, llegan a creer en las mentiras, bien diseñadas, de los que solo buscan quitarles su dinero”.

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¿Cuántas de estas víctimas hay en Honduras? ¿Cuántos de estos delincuentes están en la cárcel? ¿Quién más está cayendo en la trampa del dinero fácil? ¿Cómo evitar que más víctimas sean estafadas por estos criminales?

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Don Juan estaba desesperado cuando llegó a las oficinas de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI).

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“Me están amenazando -le dijo al subcomisionado César Ruiz-; me mandan fotos de gente armada, fotos de mis hijas pequeñas y de mi esposa, y me dicen que me van a matar, y conmigo, a toda mi familia... Y ya me quitaron más de dos millones de lempiras”.

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Fue, en ese momento, en que entran en escena la subinspectora Sauceda y el inspector Espinoza.

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“Tenemos un caso más -les dijo el subcomisionado Ruiz-. Y tenemos que detener a esa gente”.

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“Este es el trabajo de la Policía -me dijo el general Sánchez-. Este es nuestro deber”.

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Pero, don Juan estaba seguro de que moriría pronto, y de que le matarían a su familia. Los insultos, las llamadas amenazantes, las fotos de su familia, y los gritos y las burlas de los criminales le aseguraban que todo había terminado para él, aunque se preguntara mil veces ¿a qué hora se había metido con aquella gente? ¿En qué momento creyó que el dinero fácil resolvería sus problemas? Y, ¿en verdad necesitaba dinero? Sus negocios no estaban tan mal, pero él quería más.

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“Al ritmo en que vamos creciendo -le dijo su contador-, en dos años habremos duplicado el capital, y podrá invertir más, y hacer crecer la empresa”.

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Pero don Juan lo quería todo para ayer. En los bancos, el interés era muy alto; en aquella financiera, el interés era un regalo.

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“No queremos afectar a nuestros clientes con intereses onerosos -le dijo a don Juan el gerente de la Financiera-. Por eso, siempre nos aseguramos de que la empresa genere ganancias para el cliente, y que este pueda pagar las cuotas sin ningún problema. Como ve, tenemos intereses bajos, ya que lo que nos mueve es el objetivo de captar más y más clientes para que se ayuden, y ayuden a la financiera a sostenerse y a seguir brindando el servicio a quienes más lo necesiten”.

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Don Juan sonrió. Aquel hombre alto, rollizo, elegante y de buenas maneras, le generaba confianza. Además, era ese hombre el que arriesgaba su propio dinero para prestárselo a él. Y tendría tres meses de gracia, antes de pagar la primera cuota, y el interés más bajo que alguien pudiera imaginar.

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“¿Cuánto dinero necesita para invertir en su empresa?” -le preguntó el gerente, entrando directamente en materia.

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“Cinco millones de lempiras” -respondió don Juan, con algo de nerviosismo.

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“Es bastante” -comentó el gerente, pensativo.

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“La empresa está creciendo -replicó don Juan-, y tenemos buenas proyecciones. Con una inyección de capital, en seis meses estaremos generando más ganancias”.

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“Excelente... Cuente con nosotros”.

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Pero, tiempo después, don Juan sabía que todo había acabado, y que lo que le esperaba era la muerte a manos de aquellos delincuentes.

LA CAJA

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Todo estaba bien planificado. Don Juan entregó el millón de lempiras que le pidieron como garantía de los cinco millones, “un dinero que volvería a él, y que servía solo para conocer la solvencia y la capacidad de pago del cliente”, y dio gracias por el bien que se le estaba haciendo. Pero, poco después, don Juan recibió una llamada. Era el gerente de la financiera que le decía que no podrían prestarle los cinco millones “porque los analistas le dijeron que un millón en garantía era muy poco para desembolsar cinco millones, y que, con aquella cantidad, solamente le podrían facilitar dos millones y medio”.

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Don Juan hizo números. Un millón en garantía, de su propio dinero. Si le prestaban dos millones y medio, en realidad solo estaría recibiendo un millón y medio, y él soñaba con cinco millones.

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“¿Qué se puede hacer?” -le preguntó al gerente.

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“Pues, depositar un millón más en garantía, y, en cosa de un día, le enviaremos el dinero a su casa, en la caja fuerte de la que le hablé, y que solo usted podrá abrir con el código que le vamos a dar”.

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Don Juan pensó un momento. Dos millones. En realidad, recibiría tres, porque de los cinco, dos millones serían su propio dinero regresando a él. Y aceptó. Entregó el segundo millón, y se fue a su casa a esperar la caja fuerte. Cuando esta llegó, don Juan estaba feliz. Tenía ante sus ojos cinco millones de lempiras. Todo estaba saliendo bien. Sin embargo, pronto empezó a creer que las cosas no eran tan bonitas como se las había imaginado. Lo llamaron para saber si había recibido la caja fuerte, y él respondió que sí.

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“Excelente, don Juan -le dijo el gerente-. Tenemos el código, pero me dicen en la oficina que debe hacer un depósito para que el sistema que tenemos, nos dé la clave. Una vez el sistema reconozca el depósito de su parte, nos genera el código, y yo se lo doy a usted para que abra la caja. Son cuestiones de seguridad que no manejo yo... Usted me entenderá”.

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“Por supuesto -dijo don Juan-. ¿Cuánto es lo que debo depositar?”.

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“Quinientos mil lempiras”.

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“Me parece bien”.

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Entregó los quinientos mil lempiras, en efectivo como siempre, y regresó a su casa para esperar el código. Tardó en llegar la llamada. Entonces, él marcó el número del gerente. El teléfono estaba apagado. Pasó toda la tarde, hasta que decidió ir a buscar al gerente en su oficina.

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Este era dueño de un centro comercial pequeño, y allí tenía su oficina. Pero los guardias de seguridad le dijeron que el gerente no estaba. Don Juan empezó a desesperarse. Y, al día siguiente, hizo lo mismo; pero no obtuvo respuesta. Al tercer día, empezaron a llamarlo para amenazarlo de muerte. Al cuarto día, le llegaron fotografías de gente armada, y fotos de su familia.

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“Te vamos a matar, viejo hijo de p... -le dijeron-. Te metiste a cosas de hombre, y ahora vas a ver como es el agite... Te vamos a matar a vos y a tu familia si seguís chingando... Y no te queremos ver por la plaza... Y ay de vos y de tus hijas si te metés con la Policía”.

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Y, como ya nada tenía que perder, don Juan fue a la Policía.

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“Ayúdenme -les dijo-. Ayúdenme, por favor”.

DPI

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Don Juan llevó a los policías a la placita donde estaba la oficina del gerente. Empezó la vigilancia, sin que nadie notara que se trataba de la DPI, y, una tarde, don Juan señaló al hombre. Se estaba bajando de una camioneta, e iba seguido por tres guardaespaldas.

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“Él es” -dijo don Juan, temblando.

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“¿A él fue a quien le entregó el dinero?” -le preguntaron.

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“A él... Sí... Dos millones y medio... Y creo que algo más”.

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“Está bien... Esto es lo que vamos a hacer”.

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No había tiempo que perder. El dinero podría esfumarse, si es que no se había perdido ya, y el gerente de la financiera podía darse cuenta de que estaba siendo vigilado, y desaparecer. De todas maneras, no era hondureño, y nada le costaba salir del país en un abrir y cerrar de ojos.

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Los policías se pusieron de acuerdo con don Juan.

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“Necesito hablar con usted -le escribió don Juan al gerente, ya que no le respondía las llamadas... Le voy a dar medio millón más, pero ya quiero que dejen de llamarme; por favor”.

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“Me parece que usted es razonable, don Juan -le dijo el gerente, llamándolo por WhatsApp-. ¿Cuándo lo espero?”.

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“Solo voy al banco, y retiro lo último que me queda... Y voy donde usted... Pero, por favor, dejemos las cosas hasta aquí... Prométame que no me van a volver a llamar”.

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“Está bien”.

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Y, dos horas después, don Juan estaba en la placita. El gerente salió a recibirlo, y vio, con satisfacción, que llevaba un bulto en las manos.

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“¿Es el dinero?” -le preguntó.

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“Sí” -dijo don Juan.

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“Bueno, vamos a mi oficina”.

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Don Juan siguió al gerente. Este se adelantó. Entonces, don Juan le dijo.

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“Perdone un momento. Tengo que llamar a mi esposa”.

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“Lo espero en la oficina... Ya sabe el camino”.Don Juan sacó su teléfono celular, lo levantó, y esperó. Era la señal convenida con los policías. Estos bajaron de los vehículos, corrieron con las armas en las manos, y siguieron a don Juan hasta la oficina del gerente.

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“Está usted detenido por considerarlo responsable del delito de estafa -le dijeron-. Tiene derecho a guardar silencio”.

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El hombre sonrió, pero sus ojos echaban chispas. Lo esposaron, y el fiscal ordenó un registro de la pequeña oficina.

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“Abra esos archivos” -le dijeron.

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“No lo abro si no está presente mi abogado”.

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“Tenemos la ley de nuestra parte -les dijo el fiscal a los agentes-. Ábranlo”.

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Y, forzándolo, abrieron el archivo. En una gaveta estaba una gran cantidad de dinero. Cuando terminaron de contarlo, eran dos millones cuatrocientos ochenta mil lempiras.

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“Ese es mi dinero” -dijo don Juan.

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No había más dinero, pero sí encontraron varias tarjetas de débito y algunas cuentas bancarias.

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“Señor, pase, por favor”.

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“Quiero hablar con mi abogado” -dijo el gerente.

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“Tiene ese derecho” -le dijeron.

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NOTA FINAL

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Don Juan sigue esperando que la fiscalía le devuelva sus dos millones y medio. El gerente de la “financiera” se está defendiendo en libertad. Y, bien dice el dicho: Nadie aprende por experiencia ajena

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