Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La captura imposible (2/2)

Muchas veces el peor de los castigos es que la culpa devora por dentro al culpable
16.06.2018

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

Mira aquí la parte 1 de la serie

Serie 2/2

El cuerpo desmembrado de una mujer joven aparece encostalado en dos puntos de la ciudad. Dos detalles llaman la atención del forense y de los detectives de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal. El primero, los cortes con que fueron separados los miembros de la muchacha, que, en opinión del médico, son perfectos. Y el segundo, el nudo con el que está asegurado el costal donde encuentran las piernas, y el que asegura los tobillos. En opinión del detective a cargo del caso, esos detalles dicen mucho sobre la personalidad del sospechoso, eliminando otras posibilidades…

DNIC
“La mataron con odio” –dijo el agente responsable de la investigación.

“La última vez que la vieron con vida fue cuando salió de su casa para verse con alguien que le iba a dar dinero –agregó un segundo detective–, aunque sus padres no saben con quien se vería ya que no les dijo nada más”.

“¿Tenemos el vaciado del celular de la muchacha?” –preguntó el primero.

“Sí, pero no hay llamadas que nos lleven a un sospechoso”.

“A ver”.

“Salió a las nueve de la mañana… La última llamada que hizo fue a las siete y cinco minutos, y recibió una llamada a las ocho y dieciséis, de parte de una amiga que quería confirmar si se verían a las doce para almorzar juntas… Hablamos con la muchacha y dijo que se citaron desde la noche anterior”.

“¿Le comentó su amiga si se vería con alguien antes de esa cita?”

“Solo le dijo que iba a recoger un dinero que le iban a prestar”.

“¿Dijo quién le prestaría el dinero?”

“No”.

“¿Sospecha ella de alguien que pudo quitarle la vida a su amiga?”

“No”.

Hubo un momento de silencio.

“Pero me dijo algo interesante –agregó el detective–, y es que dice que ella le dijo que no jugara con los hombres porque iba a terminar mal”.

“¿Eso le dijo?”

“Sí”.

“Y, ¿por qué se lo dijo?”

“Dice que su amiga era muy liberal en lo que respecta a sus relaciones con los hombres… Dice que vivía una vida muy alegre…”

“¿Eso es todo?”

“Sí. No le pregunté nada más porque estábamos en el cementerio… Usted entiende…”

“No, no entiendo –respondió el detective–. Esa muchacha debe saber algo más… Cítela… Es más, lléveme a la casa de ella… Ahorita mismo”.

La amiga
Bonita, alta, delgada, con ojos claros y pelo pintado, la muchacha estaba a punto de salir de su casa cuando los detectives llegaron.

“Queremos hablar con usted” –le dijo el agente.

“¿Sobre qué?” –preguntó ella, extrañada.

“Sobre su amiga muerta… ¿Podemos pasar o prefiere acompañarnos a las oficinas de la DNIC?”

Los agentes entraron a la casa.

“Usted dice que su amiga vivía una vida alegre y que usted le aconsejó que no jugara con los hombres… ¿Por qué le dijo eso?”

“Porque hoy andaba con uno y mañana con otro… Y eso no se hace…”

“¿Y se aprovechaba de ellos?”

“De todos”.

“Y, ¿tenía relaciones con todos? Se acostaba con ellos, quiero decir”.

“Bueno… sí, creo que sí”.

“¿Qué le decía ella?”

“Que disfrutaba su juventud… pero que no se enamoraba de nadie… Solo vivía su vida”.

El detective hizo una pausa, ordenó sus ideas y, al final, preguntó:

“¿Conoció usted a los novios de su amiga?”

“Sí, a unos tres o cuatro”.

“¿Sabe si los tres o cuatro, o uno solo, estaba enamorado de ella?”

“¡Ay, sí! Un chavo… un mecánico… Ella lo hizo de vuelta y media… Le sacaba todo lo que podía y se burlaba de él… Pobrecito porque él la quería de verdad…”

“¿Cómo se llama él?”

“Juan María… El apellido no sé”.

“Y, ¿dice usted que es mecánico?”

“Sí… Trabaja en un taller cerca de aquí… Allí fue donde conoció a mi amiga…”

“Dígame una cosa… Para cuando su amiga murió, ¿seguía con él?”

“No… Se habían separado hacía unos seis meses… Ella se perdió del barrio como por cuatro meses, porque se había ido para San Pedro o a algún lugar del norte, a trabajar supuestamente, y dejó a Juan María… Él la buscó, pero terminó resignándose, hasta que la volvió a ver, como un mes antes de que ella muriera… Ella le dijo que se iba a casar y que no quería que la molestara… Y Juan María, decepcionado, se tiró a la bebida”.

“Ya… Y, ¿dónde podemos hablar con Juan María?”

“En el taller, pero yo ya días no lo veo”.

“¿Desde cuándo?”

“Pues… no sabría decirle”.

El taller
El dueño del taller atendió a los detectives en una especie de oficina de paredes de tablas viejas y sucias. Les dijo que no veía al muchacho desde hacía una semana. Que un día no llegó a trabajar y que mandó a buscarlo, pero que no estaba en su cuarto.

“¿Usted lo conoce bien?” –le preguntó el detective.

“Es medio pariente mío –respondió el señor–; se vino de la montaña buscando aprender un oficio, pero aquí se enamoró y no hizo nada… ni siquiera pudo ahorrar un centavo… ¡Esa muchacha lo puso loco!”

“¿La muchacha que encontramos desmembrada dice usted?”

“Sí, ella… Era media pizpireta, pero a él no le importó, ni agarró consejo… Hasta que se le perdió unos meses y, al volver a verla, ella lo dejó… Allí agarró la bebiata”.

“¿Sabe dónde podemos hallarlo, para platicar con él?”

“Pues, si no regresó a su aldea, en El Paraíso, allá cerca de la frontera, sabe Dios donde está”.

“¿A qué se dedicaba el muchacho en su aldea?”

“Pues, a la agricultura y a la ganadería… También es buen destazador…”

Los detectives pronto se dieron cuenta que no había regresado a su casa a las orillas del río Coco.

Investigación
Parecía que se lo había tragado la tierra. Los detectives entrevistaron a sus amigos y a algunos conocidos y lo único que sacaron fue que andaba de cantina en cantina desde que la muchacha se le perdió.

“Y cuando ella lo dejó fue peor –les dijo uno de sus compañeros del taller–; agarró el guaro como si se quisiera beber todo el que hay en el mundo, y se perdió…”

“¿Cuál era su cantina preferida?”

“El As de Oro, cerca de la estación de buses”.

Los detectives fueron hasta allí. Era una cantina disfrazada de bar y en el que algunas mujeres poco agraciadas comerciaban con su cuerpo.

“¿Conoce a este hombre?” –le preguntó el detective al dueño, que permanecía en camiseta detrás de la barra, mostrándole una fotografía de Juan María.

“Sí –contestó el hombre–, pero hace días que no viene por aquí…”

“¿Cuándo fue la última vez que lo vio?”

El hombre hizo memoria.

“Pues, fue hace como una semana, o diez días, para ser exactos… Yo mismo le serví un litro de Yuscarán… que me pagó con un billete de cien y no agarró el vuelto”.

“¿Tenía amistad con alguien aquí?”

“Mire, era bien reservado… Venía, se sentaba, se tomaba sus tragos y se iba… Pero en los últimos días andaba como decepcionado… porque lo había dejado la novia”.

“¿La muchacha que apareció desmembrada?”

“Sí, esa”.

“¿La conocía usted?”

“¿Quién no la conocía? Era un poco alegrita…”

El detective guardó silencio.

“¿Recuerda algo en especial, algo que haya pasado la última vez que lo vio?”

El hombre se rascó la cabeza, miró hacia el piso y dudó antes de responder.

“Mire –dijo–, yo no quiero meterme a líos… Yo atiendo mi negocio y los problemas de la gente, pues, son de ellos…”

“No se va a meter a problemas; no se preocupe”.

“Es que esa tarde, un sábado, estaba el chavalo bebiendo en una mesa, esa que está allí, por la ventana, y en la de al par estaban otros hombres, y entonces pasó un bus de la ruta, de esos rapiditos, y uno de los hombres vio que cerca del chofer iba la muchacha… Y la señaló y dijo: “Pucha, cómo es la vida, esa chava es una gran vividora y hace paste a los hombres… Hace como seis meses se sacó un hijo… Dicen que era de un indito, un papo de ahí por El Paraíso, que trabaja de mecánico y quería casarse con ella… Pero ella solo lo vivía, le sacaba el pisto y lo derrochaba a su gusto… Se sacó el niño y casi se muere, por eso estuvo escondida en la casa casi cuatro meses… Y el niño lo enterraron en un solar baldío que está cerca de la casa de ella…”

El cantinero guardó silencio, miró a los detectives y, pálido, agregó:

“Yo oí todo, porque aquí uno oye todo, y solo vi que el chavo se paró y se fue… Y desde ese día no lo veo”.

“Bien”.

“¿Creen ustedes que él la haya matado?”

“No sabemos… Estamos investigando”.

Orden
Esa mañana, cinco meses después, armados de fusiles y dirigidos por un asistente del fiscal, los policías llegaron a la casa de Juan María, a las orillas del río Coco. No lo encontraron.

“Lo acusan de asesinato, señor –le dijo el detective a su abuelo–, y tenemos orden de captura…”

“Él no está aquí”–dijo el anciano.

“¿Cruzó la frontera?”

“No… Él no ha venido en un año… No sabemos dónde está”.

Los detectives regresaron a la ciudad.

Un año
Era temprano en la mañana. El hombre esperaba desde hacía media hora en la DNIC. Era el dueño del taller.

“Quiero hablar con usted –le dijo al detective, que no tardó en reconocerlo como el pariente de Juan María.

“Dígame. ¿En qué puedo servirle?”

El hombre puso unas fotografías sobre el escritorio.

El detective dio un silbido de sorpresa.

“Es Juan María”.

“Sí” –dijo el hombre, con tristeza.

“Pero… ¿cómo ha caído en esto?”

“Ya ve usted”.

En las fotografías estaba lo que quedaba del muchacho que se vino un día de su aldea, a orillas del río Coco, con la esperanza de encontrar un futuro mejor en la capital. Había envejecido prematuramente, tenía la piel tostada por el sol y llena de pústulas, una barba larga y sucia, estaba delgado en extremo y su mirada perdida mostraba al alcohólico perdido…

“¿Dónde está?” –preguntó el detective.

“¿No reconoce ese lugar?”

“Sí; sí lo reconozco…”

El Chiverito
Sentado en una acera en ruinas, con la espalda pegada a una pared de adobe, cerca de la puerta de una cantina, de la que salía una música estruendosa, estaba Juan María. Tenía una bolsa transparente en una mano, ya vacía.

“Les venden el guaro en bolsas –dijo el hombre, que acompañaba al detective–, como si fuera charamusca. Yo ya vine varias veces, tratando de sacarlo de aquí, pero no reconoce a nadie. Un doctor, que es mi cliente, vino conmigo y me dijo que era un caso perdido… Juan María ya no se recuperará nunca”.

El detective se acercó al muchacho. Este levantó la mirada, extendió una mano y pidió dinero. Apestaba a alcohol, orines y heces…

“¿Qué podemos hacer por él?”

El detective esperó unos segundos antes de responder.

“Nada –dijo–; ya nada se puede hacer por él”.

En ese momento se acercó un hombre ya entrado en años, casi intoxicado por el alcohol.

“No molesten a mi amigo” –les dijo.

“¿Él es su amigo?” –preguntó el detective.

“Sí, es mi amigo, y yo sé que usted es un jura que se lo quiere llevar para meterlo preso, pero yo no lo voy a dejar”.

“Y, ¿por qué cree usted que me lo quiero llevar?” –preguntó el policía, tratando de ganarse la confianza del hombre.

“Por lo de esa basura –dijo este–, porque él la castigó por haberle matado al niño… Por eso”.

“No –le respondió el detective–, yo no me lo voy a llevar… ¿A usted también le contó lo de la muchacha que mató?”

“Bien matada está esa maldita”.

“Sí, porque se sacó al niño, al hijo de su amigo”.

“Sí, y él fue a buscarla a la casa de ella, pero se la negaron, entonces buscó donde habían enterrado al niño, y él lo desenterró y lo trajo al cementerio, en la noche… Aquí nos hicimos amigos…”

“Y por eso la castigó…”

“Por eso… Porque le mató al hijito”.

El detective miró al dueño del taller y, con algo de humedad en los ojos, le dijo:

“Esta es una captura imposible… Que Dios haga con él lo que tiene que hacer”.

El hombre lloraba.

“Vámonos –agregó el detective–. Esto debe quedar entre usted y yo”.

Puso un billete en la mano sucia del muchacho y se fueron. No tenían nada más que hacer allí. El Juan María al que buscaba la justicia ya no existía… Solo quedaba su sombra…

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