Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Recibimiento. ¿Qué hacía aquel hombre ya entrado en años con esa enorme sonrisa, aquel brillo extraño en los ojos y el enorme ramo de rosas rojas en las manos? ¿Por qué estaba de pie frente al portón de la penitenciaría, vistiendo sus mejores galas? ¿Quiénes eran aquellas personas que lo acompañaban? Cuatro mujeres, cuatro varones y varios niños de diferentes edades. ¿Qué esperaban con tanta alegría?
El hombre de las rosas se había limpiado algunas lágrimas y, conforme pasaba el tiempo, su sonrisa era más amplia y el brillo de sus ojos más claro, un brillo de inexplicable felicidad.
¿Qué era lo que hacía allí?
“Ese fue el segundo día más feliz de mi vida –dice–; el primero fue cuando conocí a Cristo”.
Regreso
Cuarenta y cinco años tenía don Carlos cuando regresó de Estados Unidos. Vivió diez años en Chicago, trabajando de sol a sol para asegurar el futuro de su familia y cuando creyó que ya era suficiente lo que había logrado, volvió. No vio crecer a sus hijos, su esposa tuvo que seguir sola y esperar, esperar… Era una buena mujer, una corona en la cabeza de su marido que supo guiar a los niños en aquellos años difíciles. Pero ahora todo era diferente, regresaba a Honduras y nunca más se separaría de ellos.
“No dejo nada aquí –le dijo don Carlos a su mujer–, lo mando todo para Honduras. En una semana estoy allá. Dios nos ha bendecido”.
Así era. El trabajo genera riqueza y don Carlos, que dejó a su familia alquilando, la encontraría ahora en su propia casa, con un negocio bien establecido, dos carros, un camión, algunos cuartos de alquiler y una finca de café bien tecnificada en Santa Bárbara. Además, en Chicago tenía un buen amigo que deseaba comprar tilapia y él venía a iniciar ese negocio con unas cinco lagunas. Dios había sido bueno con él. Por desgracia, su regreso pronto se vio manchado por la tragedia. Su amigo, su viejo amigo de la infancia fue asesinado a balazos en una calle solitaria cerca de Baracoa, Cortés. Lo encontraron muerto en su propio carro. Tenía cuarenta y dos años.
DNIC
Fue un entierro doloroso. Aquel hombre era más que un hermano para don Carlos y su muerte lo destrozó.
“Yo me haré cargo de tu familia –le dijo al muerto, minutos antes de que lo bajaran a la tumba–. Dios reciba tu alma”.
A pocos pasos de él un hombre desconocido, de aspecto sencillo pero de mirada severa, murmuró, dirigiéndose al hombre que lo acompañaba:
“No veo cómo va a cumplir esa promesa este asesino”.
El segundo hombre no dijo nada, miró al que había hablado y bastó su mirada para que aquel se mordiera la lengua.
Hacía calor en San Pedro Sula, aunque una brisa fresca bajaba del Merendón y un largo manto de nubes grises cubría el cielo. Cuando los enterradores echaron la última palada de tierra, la gente empezó a abandonar el cementerio. Fue en ese momento que aquellos dos hombres se acercaron a don Carlos, que caminaba al lado de su esposa, cogiéndola de un brazo.
“Señor Carlos Sabillón Pacheco” –le dijo uno de ellos, mostrándole una placa que lo identificaba como policía.
“Sí, soy yo… ¿En qué puedo servirles?”
“Necesitamos hablar con usted”.
“¿Sobre qué, si se puede saber?”
Nada en la actitud de don Carlos mostraba asombro o temor.
“Me pareció un asesino despiadado, cruel y de sangre fría –dice el detective–, y desde ese momento me comprometí a demostrar que él había matado a su amigo…”
La muerte
Baracoa es caliente y esa mañana el calor era insoportable. Luis deseaba comprar chatarra y alguien le había dicho que estaban en venta algunos rieles del viejo ferrocarril. Vería a su contacto después del puente que cruza el Chamelecón. Lo acribillaron a balazos cien metros después.
“Eran dos hombres en una moto –dijo un testigo–, venían detrás del carro y solo esperaron a que el hombre se estacionara después de cruzar el puente...”
“El que iba atrás fue el que disparó –dijo otro– y ni siquiera se bajó de la moto… Solo sacó una metralleta, de esas chiquitas, y mató al señor”.
Luis murió en el acto. Los técnicos de inspecciones oculares encontraron trece casquillos de nueve milímetros en la escena del crimen.
¿Por qué habían matado a Luis? Si era cierto que no se metía con nadie, que no tenía enemigos y que se dedicaba a trabajar, entonces, ¿quién tenía motivos para asesinarlo?
“Tenía al menos nueve disparos en la cabeza –dice el detective–, lo que significa que querían asegurarse de que muriera, y los sicarios eran profesionales”.
Seis días tenía don Carlos de haber venido de Chicago y su mayor alegría después de ver a su familia fue ver a su amigo Luis.
¿Qué había pasado? ¿Es que Luis andaba en malos pasos? ¿Es que se unió a gente indeseable? ¿Tenía Luis una vida oculta?
Entrevista
“No, señores –dijo don Carlos–, no sé por qué lo mataron… Tengo apenas seis días de haber regresado de Estados Unidos y hacía diez años que no veía a mi amigo… Es cierto que siempre estaba en comunicación con él, no solo por la amistad que teníamos, sino también porque hacíamos negocios juntos, pero no sé por qué alguien quisiera quitarle la vida”.
Los detectives escuchaban pacientemente. Al final, uno de ellos miró directamente a don Carlos y le dijo:
“Sabemos que usted lo mandó a matar”.
Don Carlos dio un salto.
“Lo asesinó por despecho…”
“¿Qué es lo que está diciendo usted, señor?”
“¡Siéntese y no me levante la voz!” –gritó el detective, levantándose de su silla, fulminando a don Carlos con una mirada.
Don Carlos se sentó y pidió disculpas.
“Eso que está diciendo usted es una barbaridad” –dijo.
“Tenemos testigos que dicen que usted lo mandó a matar porque sabía que su esposa tenía relaciones con él… ¡Qué los dos eran amantes!”
“¡Eso es una calumnia horrorosa! –gritó don Carlos–. Mi esposa es incapaz de hacerme una cosa así, y Luis era mi amigo”.
El detective guardó silencio. Un tercer agente entró a la oficina.
“La esposa del señor está lista para declarar” –dijo.
“¿Mi esposa? –preguntó alarmado don Carlos–. ¿Qué tiene que hacer aquí mi esposa?”
“Ella nos va a decir lo que usted nos está negando: Que fue usted quien mandó a matar a su amigo cuando se dio cuenta que lo habían traicionado”.
El detective dibujó con los dedos dos comillas en el aire.
“Eso que están inventando es horrible”.
“Nada es un invento”.
Don Carlos ya no escuchaba. De repente, estaba sereno, no había angustia ni temor en sus ojos y su rostro había recobrado el color.
“Señor –dijo, con voz clara, mirando al cielo–, sé que tú me sacarás de aquí como sacaste a Daniel del foso de los leones”.
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La esposa
“¡Eso es mentira! –gritó la mujer, mirando furiosa a los detectives–. Solo a una mente perversa se le puede ocurrir semejante acusación… Ni mi esposo ni yo tenemos nada que ver en la muerte de Luis”.
Señora –la interrumpió el detective–, sabemos que usted y la víctima se entendían”.
“¿Qué quiere decir con eso?”
“Que ustedes dos eran amantes”.
La mujer rechinó los dientes.
“Tal vez no lo sabía todo el mundo –agregó el policía–, pero tenemos testigos que aseguran que ustedes dos tenían una relación vieja y que fue usted, con el dinero de su marido, la que le ayudó al amigo para que pusiera su propio negocio”.
La mujer dejó de respirar.
“Tenemos a una empleada del motel al que iban casi todos los viernes en la noche, y ella la reconoce… Uno de los guardias del motel es el esposo de la empleada y fue él el que reconoció el carro de Luis, y llamó a la Policía… y la mujer nos dijo que la reconoció a usted por la foto que salió en La Prensa”.
Hubo una pausa.
“¿Va a seguir negando o quiere que le traigamos a la empleada?”.
La mujer siguió en silencio.
“Creemos que usted ya no quería a su marido, que se enredó con Luis, el amigo que pasaba pendiente de usted y de sus hijos a petición de Carlos, y que su relación prosperó hasta que mataron a Luis, por órdenes de su esposo”.
La mujer bajó la cabeza.
“Queremos que nos diga todo lo que sabe”.
Ahora, la voz del detective sonaba serena y conciliadora.
“Vamos a identificar a los asesinos –agregó–. En un operativo de la Policía se detuvo para registro una moto con dos hombres. Todo estaba en orden y los dejaron ir, pero uno de los policías recuerda el nombre del que manejaba la moto: Santos Remberto Domínguez Cruz…”
El detective se interrumpió de pronto, la mujer acababa de levantar la cabeza y algo parecido al miedo asomó a sus ojos, hizo como que iba a decir algo, pero las palabras no salieron nunca de su boca entreabierta. El detective aguzó la mirada, enarcó una ceja y se apretó los dientes para ocultar una sonrisa.
“Dice el policía que recuerda el nombre porque su papá se llama Remberto, y porque es un nombre raro, y más en un muchacho”.
Datos
En aquel momento entró a la oficina otro agente, con una carpeta en las manos.
“Aquí está” –dijo, dirigiéndose al detective.
Este cogió la carpeta, la puso sobre el escritorio y la abrió. La fotografía en la primera página era grande y a color. Era la imagen de un hombre joven, de unos veinticinco años, delgado, cara angulosa, ojos grandes, labios gruesos y pelo cortado casi al rape, al estilo militar.
“Este es Remberto Domínguez –dijo el detective, girando la carpeta para que la foto quedara ante los ojos de la mujer–, y creemos que es el que disparó contra su esposo. Ya lo tenemos localizado y solo esperamos que el fiscal no firme la orden para traerlo…”
La mujer se puso pálida, sudaba helado y parecía estar a punto de desmayarse.
“Voy a decirle algo más, señora –agregó el detective–, a unos doscientos metros del operativo, en un matorral, a la orilla de una plantación de palma africana, encontramos el arma homicida, el arma con la que mataron a Luis: Una subametralladora Uzi, como esta”.
Diciendo esto, el detective abrió el cajón inferior de su escritorio y sacó un arma. La mujer temblaba.
“Estamos seguros de que cuando tengamos a Remberto Domínguez, nos va a decir cuándo lo contrató su esposo para matar a Luis y cuánto le pagó…”
El detective miró su reloj.
“A esta hora –dijo–, ya deben estar cerca de su casa, en la colonia Planeta”.
La mujer empezó a llorar.
“Le esperan al menos treinta años de cárcel a su esposo, señora”.
Ella bajó la cabeza.
“Y usted sabe bien que fue su esposo el que mandó a matar a su… novio”.
La mujer levantó la cabeza despacio y se encontró con la sonrisa maliciosa que deformaba el detestable rostro del detective. La bonita cara de la mujer era transparente y las venas de su cuello saltaban con cada latido de su corazón. El detective la miró, se movió despacio hacia ella, pasando medio cuerpo sobre el escritorio, y le dijo, hablando deliberadamente despacio:
“O… ¿usted tiene algo más qué decirle a la Policía?”
Ella tembló una vez más.
“¿Cómo qué? ¿Cómo que fue mi marido el que lo mandó a matar?”
El detective volvió a su asiento, despacio.
“No, señora… Eso no. Mejor dígame la verdad… Dígame que fue usted la que contrató a Remberto para asesinar a su amante porque no quería que su esposo se diera cuenta de la traición y que le destruyera su hogar y todo lo que su esposo hizo en diez años en Estados Unidos… Eso dígame…”
Ella se puso de pie. Un detective le puso una mano en un hombro y la obligó a sentarse.
“¿Vamos a hablar con la verdad? –le preguntó el detective–. O, ¿prefiere salvarse usted y que su esposo, que es un pobre inocente, pase treinta años en la cárcel por un crimen que no cometió?”
La mujer movió la cabeza hacia los lados.
“Llamá al fiscal” –ordenó el detective.
Minutos después, el fiscal entraba a la oficina.
“Abogado –le dijo el detective–, la mujer está dispuesta a declarar que fue ella quien mandó a matar a su amante”.
Ella seguía con la cabeza baja. Oraba.
“Le tengo una mala noticia” –respondió
el fiscal.
“¿Cuál es?”
“Acaban de encontrar un cadáver en Chamelecón… Creemos que es Remberto Domínguez”.
La mujer dio un grito.
“¿También mandó a matar al asesino, señora?”
El detective disfrutaba su trabajo.
“No, de eso yo no sé nada… Yo no…”
“Pero a Luis sí, ¿verdad?”
“Yo tenía miedo que mi esposo se diera cuenta…”
“Y lo mandó a matar… y después ordenó que mataran a Remberto”.
“No, eso no… Solo a Luis… Yo no sé qué le pasó a Beto”.
Cuando la mujer firmó su declaración, el fiscal dio una orden:
“¡Tráiganlo!” –dijo.
Y el hombre de la fotografía que estaba en la primera página de aquella carpeta entró a la oficina, escoltado por dos policías y con las manos esposadas a la espalda.
“¡Beto!” –gritó la mujer, al verlo–. Pero… me dijeron que estabas muerto…”
Beto no dijo nada.
Veinte años
Esa mañana húmeda pero calurosa, aquel hombre lleno de canas, con arrugas prematuras en el rostro, con una enorme sonrisa y con un gran ramo de rosas, esperaba a que se abriera la puerta de la penitenciaría. Estaba feliz. Cuando la mujer salió a la calle, su felicidad no tuvo límites. Ella lloraba, él estaba alegre. Ella acababa de cumplir cincuenta y cinco años, él sesenta y cinco, pero todavía la amaba. Ella lo abrazó, él dio gracias a Dios.
“¡Perdón!” –dijo ella.
“Mujer –musitó él–, ¿cuántas veces te he dicho que aquel que esté libre de pecado tire la primera piedra?”
Nota final
Varios años han pasado desde ese día, y don Carlos es feliz.
“Escriba mi historia, Carmilla –me dijo–; escríbala para que sus lectores sepan que el amor todo lo supera y todo lo perdona”.
“¿Qué pasó con la familia de Luis?”
“Ella se volvió a casar y yo seguí pendiente de los hijos hasta que se hicieron profesionales… Dios ha sanado sus corazones”.
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