LA VÍCTIMA. A las dos de la tarde de un día lluvioso, alguien avisó a la Policía que en una calle solitaria, en una coloniade clase media alta, acababan de acribillar a balazos a una camioneta. Aparentemente, en el vehículo iba una sola persona.
La camioneta avanzó unos diez metros hacia un montón de arena y grava que estaba afuera de una casa en construcción, y allí se detuvo con el motor encendido. Los albañiles y los guardias de la colonia no tardaron en reconocer el vehículo, pero no podían ver bien a la persona que estaba en el interior, a causa de lo oscuro de los vidrios polarizados.
“Creo que es la señora que vive en la última casa de esta calle -dijo uno de los guardias de seguridad-. La vi salir a eso de las nueve de la mañana”.
“¿Y los que le dispararon?”
“Fueron unos manes que se bajaron de un carro del SANAA que entró a la colonia hace como dos horas; o antes”.
“Yo vi al carro allí, en ese punto, parqueado y con el motor encendido... Era un carro del SANAA; es cierto”.
Cuando llegaron los agentes de la Policía de Investigación, les dijeron lo mismo; pero alguien agregó:
“Los que le dispararon al carro fueron tres... Tenían rifles largos...”
“¿Podés describirlos?”
“No. Andaban con gorras y con mascarillas, y no me fijé en nadie... Cuando empezaron a disparar, yo acababa de meter una carretada de grava a la construcción; miré para atrás, y vi a tres hombres disparando. Y en eso me tiré al suelo. Después, la camioneta se vino hacia acá, y se detuvo allí, en la arena... Nosotros creemos que la muerta es la señora que vive al final de esta calle, como dijo el guardia... Este es el carro en el que andaba siempre”.
Por supuesto, no era necesario dar más explicaciones. A la escena del crimen acababa de llegar una señora madura, con rostro de angustia.
“Es el carro de mi patrona” -les dijo a los policías.
En ese momento, los técnicos de medicina forense abrían la puerta. La mujer dio un grito. Allí estaba su patrona, acribillada a balazos y bañada en sangre. Parte de su frente había desaparecido y había restos de masa encefálica en el asiento de atrás del carro. Además, tenía heridas en el pecho, en el abdomen y en los brazos.
“Se llamaba doña Susana -dijo la empleada-. Solo teníamos un año de habernos venido a vivir aquí”.
“¿Era casada?”
“Sí; con don Marcos; pero se habían dejado desde hace dos meses, más o menos... Y estaban peleando en los juzgados, no sé qué... Es más, hoy fue a una audiencia al juzgado para ver si se ponía de acuerdo con el esposo...”
“¿Usted tiene el número del esposo?”
“Sí, señor...”
El agente marcó el número en su celular. No tardaron en responderle.
“Soy de la Policía de Investigación Criminal -le dijo al hombre, después de que este se identificó-. Estamos en su colonia; acaban de matar a su esposa... La acribillaron a balazos varios hombres que la estaban esperando”.
El hombre guardó silencio por un rato.
“Acabamos de salir de una audiencia de conciliación en el juzgado de familia -dijo-; y yo iba saliendo de la ciudad en un viaje de negocios a San Pedro Sula, pero, ahorita mismo, me regreso”.
“¿Sabe usted si su esposa tenía enemigos que le desearan la muerte?”
“No. Estamos separados desde hace dos meses y medio... La casa en la que vivía es de mi propiedad, y los abogados no se pusieron de acuerdo con los bienes; pero, de ahí a saber quién quería hacerle daño, no; nada sé de eso”.
“Lo esperamos, señor”.
El esposo
Era un hombre de cincuenta años, alto, fornido, elegante y de maneras educadas. Llegó en una camioneta Land Cruiser, nueva, con chofer. Se acercó a la escena, se llevó una mano a la boca. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
“¿Tienen hijos en común?” -le preguntó el fiscal.
“No -dijo el hombre-. Yo tengo tres de mi primer matrimonio; adultos ya. Ella tenía dos de su primer esposo, que viven con nosotros, pero como es período de vacaciones, están con su papá en Santa Bárbara... Son adolescentes. Teníamos diez años de casados”.
“¿Por qué cree usted que le quitaron la vida?”
“No sé”.
“Entiendo que estaba en proceso de separación definitiva, y que estaban en litigio por los bienes de ambos”.
“Más bien, los bienes míos, señor -respondió el hombre-. Los abogados se estaban poniendo de acuerdo, pero ella era dura en sus posiciones”.
“¿Es mucho lo que pedía?”
“Más bien diga si es mucho lo que exigía...”
“Ajá”.
“Quería la mitad de todo lo que tengo, y yo le ofrecí la casa en la que vivimos, y que la hice para ella; una cantidad generosa de dinero, y dos propiedades más... Creí que era lo justo, porque quien trabajó por todo fui yo, desde hace treinta años... Y en eso se incluye la herencia que me dejaron mis padres... Pero, ella no se conformaba... Lamento lo que le pasó, pero, la verdad, no la amaba ya... Vivimos una relación muy conflictiva”.
“¿La golpeó alguna vez?”
“En el juzgado de familia, y en las oficinas de Ciudad Mujer, me fue a denunciar como un agresor violento, pero logré probar que nada de lo que decía en su acusación era cierto. Entonces, la juez quiso alejarme de la casa, y yo le dije que desde hacía dos meses y una semana me había ido, y no deseaba volver... Aun así, me impuso medidas. Hoy fuimos para conciliar en paz sobre los bienes, aunque no sé, en realidad, por qué fue en ese juzgado... Y salimos cada quien por su lado... Hasta que me llamó un policía para decirme que había pasado esto”.
“Estamos seguros de que se trata de una muerte por encargo... Los asesinos la esperaban cerca de aquí, en un carro que era, supuestamente, del SANAA. Esperaron allí un tiempo. Los asesinos usaban gorras y mascarillas, por eso nadie puede reconocer a ninguno... Al ver la camioneta, se bajaron y la acribillaron... Luego, salieron por esa calle sin ningún problema. Estamos pidiendo la ayuda del 911 para ver la ruta que siguió el carro al escapar de aquí, aunque dudo que logremos algo, ya que, al parecer, se trata de un asesinato bien planificado”.
El hombre se limpió las lágrimas de las mejillas.
“Y ¿por qué me dice usted todo eso?”.
“Creo que es necesario que conozca los detalles”.
“Ah, ya”.
“¿Hubo algún altercado entre ustedes en la audiencia?”
“Ninguno. Ni siquiera nos dirigimos la palabra... Es más, quienes hablaron por mí fueron mis abogados”.
“Entiendo”.
El fiscal guardó silencio por un instante; luego, dijo:
“Me veo en la obligación de detenerlo para investigación”.
El hombre no se inmutó; pero, dijo:
“¿A mí? ¿Por qué? No tengo nada que ver en esto”.
“Sin embargo, señor, la víctima estaba en pleito con usted; y lo detengo solo para investigación”.
“Quiero hablar con mis abogados”.
“Tiene derecho, señor; y tiene derecho a guardar silencio...”
“Está cometiendo un error”.
En aquel momento, el agente a cargo del levantamiento recibió una llamada.
“En el 911 tenemos la ruta que siguió el carro del SANAA; pero se pierde más allá de la aldea El Lolo, porque allí no hay cámaras...”
Otra llamada alertó a los policías.
“En un recodo en la carretera que va a la aldea Cerro Grande, en la salida a Olancho, acaban de encontrar el vehículo sospechoso. Tiene marcas del SANAA. No hay testigos que puedan decir quienes iban en él. Los policías siguen entrevistando a los vecinos, pero allí es una zona solitaria, y no creo que se encuentre algo”.
“¿Ya les avisaron a los de dactiloscopia?”
“Van en camino”.
“Tal vez haya alguna huella”.
“Tal vez; aunque, por la forma en que operaron los asesinos, no creo que sean tan descuidados... Pero, nosotros vamos a hacer nuestro trabajo”.
El agente cortó la llamada, y se dirigió al fiscal.
“Nosotros no vamos a entrevistar a este señor, abogado...Vamos a llevar la investigación, por otra parte... No creo que él nos diga algo más de lo que ya nos dijo aquí, pero, si usted, ordena...”
El fiscal se quedó pensando.
“Déjenlo libre” -dijo.
“Necesitamos su teléfono, señor -dijo el agente-. Es un procedimiento normal”.
“Entréguelo, señor... -dijo el fiscal-. Se lo devolveremos pronto”.
“Con mucho gusto”.
No había nada más que hacer en la escena del crimen. Los técnicos de medicina forense se ocuparon del cuerpo, y los de inspecciones oculares de la escena y de los indicios. La investigación de aquella muerte comenzaba.
“Ese hombre me parece sospechoso” -le dijo el fiscal al agente.
“También a mí, abogado; pero, detenerlo ahorita podría dañar la investigación”.
“Está bien. Cada cosa tiene su tiempo”.
“Así es”.
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA