TEGUCIGALPA, HONDURAS.- DNIC. Eran las cinco de la tarde de un día lluvioso cuando una mujer, con la desesperación marcada en el rostro y los ojos enrojecidos a causa del llanto, llegó a las oficinas de la vieja Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), en el barrio Villa Adela. La acompañaban dos muchachas, muy jóvenes todavía, que también se veían angustiadas.
En ese tiempo, la DNIC estaba dirigida por mi buen amigo, el general Marco Tulio Palma, quien quiso darle a la Policía de Investigación Criminal un edificio propio y mejores condiciones para que los agentes trabajaran mejor, en beneficio de la población.
“Vengo a denunciar la desaparición de mi hijo” -murmuró la mujer, tratando de limpiar sus lágrimas, cuando la hicieron pasar a una especie de oficina, donde funcionaba la Sección de Personas Desaparecidas.
“Siéntese, señora -le dijo el detective que la recibió-, y dígame, ¿cómo se llama su hijo?”.
“Eduardo -dijo la mujer-, pero le decimos Lalo”.
“Ajá. Y, ¿Cuándo desapareció su hijo?”.
“Hoy, señor... Salió en la mañana para la escuela, la que está cerca de la casa; y a esta hora no ha regresado... Tengo miedo de que le haya pasado algo malo”.
“Entiendo, señora -musitó el policía, escribiendo en una hoja de papel-. ¿Es la primera vez que pasa esto? O sea, ¿ha llegado tarde a la casa otras veces?”.
“No, señor... Él sale de la escuela y se va para la casa... Yo siempre le tengo la comida caliente... Después, cuando hace las tareas, se va a jugar pelota, o se queda viendo televisión... Pero, nunca llega tarde... Y mire la hora que es...”
La señora estaba desesperada.
“Mire, señora -le dijo el agente-, según la ley, para declarar a una persona como desaparecida, tienen que pasar veinticuatro horas... Seguro que su hijo se entretuvo por ahí con sus amigos, y no tarda en regresar a la casa... A lo mejor, ya está allí”.
“Ya me hubieran llamado, señor”.
“¿Cuántos años tiene su hijo?”.
“Once, señor; está en sexto grado”.
El policía escribió todo en aquella hoja de papel.
“Bueno -dijo, momentos después-, vamos a esperar hasta mañana a las doce del día, señora -le dijo a la madre de Lalo-; si a esa hora no ha aparecido su hijo, vamos a empezar...”
“¿Qué? -lo interrumpió ella-. ¿Hasta mañana?”.
“Es la ley, señora”.
Y la mujer y sus hijas salieron de la DNIC sin decir nada más. Pero, ¿qué había pasado con Lalo? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había regresado a su casa, como hacía todos los días?
ESCUELA. La mamá dijo que fue a buscarlo a la escuela y que el vigilante le dijo que todos los alumnos de la jornada de la mañana salieron a las doce, y que no había quedado nadie.
Además, le dijo que no recordaba si Lalo había salido. Y, sí, lo conocía porque desde el primer grado estaba en esa escuela. Pero, en medio de tanto niño que entra y sale a esa hora, él no se fijó. Y los maestros ya se habían ido.
Sin embargo, a la mañana siguiente, la señora, que no había dormido en toda la noche, llegó temprano a la escuela, y habló con la maestra de Lalo.
“Sí, doña Lisa -le dijo ella-; Lalo vino ayer a clases, y salió a las doce, como siempre... Y me extrañó que no viniera hoy, porque nunca pierde clases”.
“Pues, mire que no regresó a la casa, y yo estoy desesperada”.
“¿Ya fue a poner la denuncia a la Policía?”.
“Sí; fui ayer, en la tarde, pero me dijeron que no podían hacer nada hasta que se cumplan las veinticuatro horas”.
“Pues, vaya ahorita y dígales que Lalo no apareció en toda la noche”.
La señora se limpió las lágrimas con una toallita, miró a sus hijas, dos adolescentes, y se fue. En la DNIC le dijeron que iban a investigar.
“Yo quiero que mi hijo regrese a la casa -le dijo doña Lisa al detective-. Yo no quiero que le pase nada malo”.
“Nosotros vamos a investigar, señora -le dijo el policía-, pero, ustedes nos tienen que ayudar... A ver, ¿sabe los nombres de los amigos de su hijo?”.
La señora le dio varios nombres.
“¿Sabe si su hijo se relaciona con amigos que hacen cosas fuera de la ley?”.
“No, señor... Mi hijo no...”
“¿Ha visto si su hijo ha llegado a su casa con dinero, o sea, con dinero que usted no le ha dado y que él no se ha ganado trabajando”.
Doña Lisa se quedó pensando por unos segundos.
“Pues, sí... Fíjese que sí... Hace como una semana, un sábado; sí, el sábado antepasado, Lalo llegó a la casa con una provisión... O sea, con frijoles, arroz, manteca, espaguetis, y una mantequilla... Es que a mí no me había ido bien en la venta de tortillas, señor, porque se me quemó el maíz, y estábamos pasando por un tiempo difícil”.
“Y, ¿Lalo le llevó todas esas cosas?”.
“Sí... Y hasta me dio treinta lempiras... para que comprara maíz y leña”.
“Y, ¿usted le preguntó de dónde había sacado el dinero para comprar esas cosas?”.
“Pues, sí”.
“Y, ¿él qué le dijo?”.
“Que había estado jugando potra, y que habían ganado; y que se habían repartido el pisto”.“
¿Cuánto cree usted que costaba la provisión que le llevó?”.
“Unos... cien lempiras, creo yo”.
“Más los treinta lempiras en efectivo”.
“Treinta y dos lempiras, señor... Eso fue”.
“Bien... Y, ¿le dijo dónde y con quiénes estuvo jugando potra?”.
“No, señor... No le pregunté, y él no me dijo nada... Solo eso”.
“¿Había ganado dinero así otras veces?”.
“Que yo sepa, no”.
“¿Hay alguna posibilidad de que haya ganado el dinero de otra forma?”.
“¿Cómo así?”.
“Haciendo mandados, jugando a la lotería, robando...”
La mujer dio un grito.
“No, señor... No... Eso no”.
“Y, eso fue hace una semana, ¿verdad?”.
“El sábado antepasado... Hoy es martes”.
“¿Sabe usted dónde jugaron la potra?”.
“No, señor”.
“Bueno, señora -exclamó el detective-; vamos a empezar a investigar... Usted vive en el barrio Villa Adela, ¿verdad?”.
“Sí, señor... O colonia Rodríguez; pero es lo mismo”.
“Está bien... Vamos a asignar un equipo para que empiece a buscar a su hijo... ¿Esta es la foto más reciente que tiene de él?”.
“Sí”.
“Bien”.
“Vamos a ir a ver a don Eduardo Maldonado, para que nos ayude pasando el aviso, por si alguien lo ha visto”.
“Me parece bien”.
“Vamos a ir ahorita”.
“Que Dios le ayude, señora”.
Y, como el día anterior, la mujer salió seguida por sus hijas... Las tres iban llorando.
“Si esta señora dice la verdad sobre su hijo -comentó el detective con uno de sus compañeros-, es que no sabe nada más; porque un niño de once años no se pierde así como así”.
“¿Qué creés que le haya pasado?”.
“Pues, que esos ciento treinta y pico de lempiras que llevó a su casa no se los ganó en una potra... A menos que Maradona jugara con su equipo... A mí me parece que hay algo oscuro en esto... Y no creo que lo encontremos con vida; si es que lo encontramos...”
“La señora está sufriendo”.
“En estos casos, todas las madres sufren... Y le falta mucho más sufrimiento”.
El detective tenía razón. Todavía hoy, doña Lisa vive angustiada, y está siempre triste. Lalo no volvió a su casa. No volvería jamás.
“Mire -dice, sentada en un sillón antiguo-, han pasado tantos años, y yo sigo esperando a mi hijo... Me parece que va a llegar pidiendo comida, tirando la mochila en el sillón, y quitándose la cubayera... ¡Ay, mi Lalo! ¡Mi muchachito! Cómo me hace falta mi hijo, Dios Santo”.
El humo del fogón se siente en la sala; dos muchachas, sus hijas, juegan con sus propios niños, mientras doña Lisa llora al recordar a su hijo.
“Es mi único varón -agrega, limpiándose las lágrimas, que no dejan de brotar de su corazón-; mi único varoncito”.
Habla en presente, sin perder la esperanza de volver a verlo, a pesar de lo que le dijo la Policía.