Obviamente, no hablo de entelequia como sinónimo de utopía o como una situación ideal que sólo existe en la imaginación. Me refiero a entelequia en su sentido filosófico, como aquel principio cardinal que está implícito en la naturaleza del ser y le permite su peregrinación de la posibilidad al acto.
Así, una semilla de trigo es un acto, pero en ella están potenciados los nuevos granos, las flores, las glumelas, las raquis y las raquillas, las hojas y las aristas, y todos aquellos elementos con que la espiga se batirá al viento.
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Mas es menester recordar que lo posible no es lo probable; lo probable es aquello que demostramos conforme a razón y lo posible está regido por las contingencias, es algo hipotético. Si la semilla no muere, la planta no nace; eso es lo probable. Pero no es una ley que la semilla germine, puede podrirse o secarse, está sujeta al azar de las eventualidades. Lo posible debe concretizarse en un acto para que pueda ser probable.
Descender es fácil, lo complicado está en el ascenso, y para que este se dé en octavas cada vez más superiores es un imperativo el sacrificio como una ofrenda que se da por la purificación, la soledad y la muerte. Vida y muerte son hermanas gemelas, cara y cruz de una misma moneda, polos antitéticos que se juntan en un proceso dialéctico. También es básico no confundir las causas que producen el devenir de las cosas con la entelequia.
Aristóteles señala la causa formal, material y eficiente. Para un ejemplo: la espiga de trigo tiene una forma física, causa formal; está constituida por materia, causa material, y la causa eficiente sería el campesino que depositó el grano en la tierra.
Un poema tiene una forma determinada, causa formal; está constituido por una serie de signos lingüísticos transformados en un bien estético, causa material, y la causa eficiente es el poeta que siembra en la soledad de la página esos signos, esas palabras.
La entelequia es, pues, un concepto más abstracto. Necesitamos agudizar la reflexión para poder aprehenderlo, es la fuerza misteriosa del anhelo que conduce hasta el final, a la cumplida realización de las posibilidades del ser.
En la naturaleza, acto y potencia son una dualidad inseparable; todo lo que vemos a nuestro alrededor está en acto y todo eso que nos rodea tiene posibilidades de convertirse en algo distinto a lo que es, pensar en un ser que sea posibilidad sin ser acto es absurdo y el acto sin posibilidad sería algo perfecto, sin error, acabado. Creo que un poema ha llegado a la unidad cuando es un acto puro, cuando brilla en él el misterio de la poesía.
Poesía y lenguaje
Poema y lenguaje son consustanciales porque, como ya sabemos, un poema se construye con palabras. Pero ¿es el lenguaje tan sólo un instrumento de uso convencional que la poesía dignifica o es la poesía la fuente primigenia de donde emana el lenguaje? Borges se decantaba por la segunda conjetura y, refutando a Stevenson, argumentaba que la poesía no pretendía cambiar por magia un puñado de monedas lógicas y más bien devolvía el lenguaje a su fuente originaria (Jorge Luis Borges, “Arte poética”).
A la teoría de las onomatopeyas o el origen del lenguaje como una imitación se contrapone la de la creación, o sea el lenguaje como una metáfora. En un origen, los nombres de las cosas no procedían de su naturaleza o sustancia, sino de la imaginación de los primeros hablantes que eran poetas; esas palabras llevaban la impronta de lo particular y lo sensible. Lo consciente y lo inconsciente se unen en el ser absoluto, dice Friedrich Schelling; por ello, intuición y facultad poética forman una verdad axiomática —vérités de raison—. De hecho, “lo que denominamos naturaleza es un poema, encerrado en caracteres misteriosos y admirables”.
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Heidegger sostiene que “la esencia de la poesía debe ser concebida por la esencia del lenguaje… el nombrar que instaura el ser y la esencia de las cosas, no es un decir caprichoso, sino aquel por el que se hace público todo cuanto después hablamos y tratamos en el lenguaje cotidiano. Por lo tanto, la poesía no toma el lenguaje como un material ya existente, sino que la poesía misma hace el lenguaje” (Martín Heidegger, Arte y poesía).
La palabra vuelve a su punto original, la poesía le ha devuelto la dignidad que había perdido en el uso pedestre de las convenciones. Un poema entraña distintos aspectos, pero en él es fundamental la imagen. De ella hablaré stricto sensu.
El mundo llega a nuestra mente por medio de impresiones o sensaciones en lo que le llamamos proceso de abstracción. Cada impresión deja una huella en nuestra memoria; esa es la huella psíquica o la imagen mental.
Al decir las palabras estrella, río, árbol, agua, sueño, una imagen mental de cada una de esas palabras viene a nuestra mente. Imagen es, pues, toda representación sensible. Pero cuando Arthur Rimbaud dice en un verso: “El agua que acuna las estrellas”, o sea el río donde duermen las estrellas, esta es ya una imagen poética donde las estrellas ya no están en el cielo, sino que bajan por las noches a dormir sobre las aguas; la noche es otra, el río y sus aguas son otras.
Si observamos, las palabras han adquirido una realidad distinta a la significación usual, de la denotación hemos pasado a la connotación, de la objetividad a la subjetividad de lo fantástico y de la monosignificación conceptual a la plurisignificación artística, y todo esto no sucede en un mundo físico exterior, sino en nuestro mundo interior que el poeta va conformando con sus versos y sus respectivas imágenes.
Observemos esta serie de imágenes del poema “Blues” de José Carlos Becerra: “Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos. Donde el amor moró y tuvo reino queda ya sólo un muro que avasalla la hierba. Queda una hoja de papel no en blanco donde está anocheciendo”. Cada verso es un retrato que se va encadenando hasta trazar una pintura en movimiento que ni el mejor pintor podría igualar.
Contemplemos detenidamente estas imágenes visuales que nos trasmiten los versos de Alfred de Vigny en su poema “Moisés”: “Se agitaban los hijos de Israel en el valle como espesos trigales que sacuden los vientos. Cuando cae el rocío en el oro de arena y se mece su perla en la copa del arce, el glorioso profeta centenario, Moisés, les dejó en la llanura para ver al señor.
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Con los ojos siguieron su cabeza entre llamas, y al llegar a la cumbre del altísimo monte, al perderse su frente en la nube de Dios, que la cima sagrada coronaba con rayos, se quemó mucho incienso en los altares de piedra”. Podemos inferir en estos versos el poder descriptivo de la imagen. El pueblo hebreo comparado con los trigales, el desierto del Moab, el ascenso del profeta por el monte Nebo y el sol de la tarde que lo abrasa como signo de la divinidad.
Las palabras se han trasmutado para ir conformando el corpus del poema en un acto puro, perfecto, donde no sobra ni falta un ritmo, una imagen ni un concepto; se ha llegado a la ansiada unidad. Pero al igual que la germinación del grano de trigo, no hay certeza de que el poema se logre, no todas las semillas germinan, no todo lo que escribe el poeta es poesía. Algo debe suceder; la desgarradura de la palabra y su muerte en el desarraigo, aunada a la angustia del poeta que contempla el páramo desierto de la hoja en blanco, debe efectuarse.
“Quiero escribir y me sale espuma”, dice César Vallejo. “Cada poema invadiendo y desgarrando la amarga telaraña del hastío. Metal que dobla por los condenados, aceite funeral de doble filo, cotidiano sudario del poeta”, escribe Álvaro Mutis. “Toma el grano de trigo funerario, tómalo desde el fondo de cada eternidad”, aconseja Olga Orozco. Todo poema es un viaje azaroso como el regreso a esa Ítaca que se pierde entre las nieblas y los meandros.
Hablamos de poesía, claro está, no de balbuceos. Literatura no es amontonar palabras y luego decir: lo que está estibado es verso, lo demás es prosa. Dicen que el tiempo es el mejor antólogo, y es totalmente manifiesto que el oro se prueba con el fuego y la poesía se vuelve joven con los años.
Cuando hablo de poemas como un acto puro vienen a mi memoria “Piedra de sol” de Octavio Paz, “El coloquio de los centauros” de Rubén Darío, “Para ser otra” de Olga Orozco, los versos de la Farsalia de Lucano, los versos de la Eneida de Virgilio, los versos de Nezahualcóyotl o los del divino Alighieri, para citar algunos ejemplos de la literatura universal.
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Dios es un hálito del absoluto para sí mismo profundamente ignoto, dicen los místicos. Es feliz, pero no conoce qué es la felicidad, por eso desciende, y al irse alejando de su principio se fragmenta hasta que sus chispas quedan atrapadas en la oscuridad de la materia. El ascenso es dramático, muy difícil; de ahí la crucifixión del logos en la materia para la redención; de ahí el sacrificio, la soledad y la muerte. Sí, la muerte es relativa, Dios mismo tiene que morir.
¿De qué otra forma podría resucitar y adquirir el conocimiento? Yo soy quien soy, sólo Dios puede conocer a Dios, sólo la luz ejerciendo su autonomía se conoce en la luz, lejos de la personalidad, el ego y la sombra. No todas las semillas germinan, no todas las chispas regresan a la hoguera portando el conocimiento, no todo lo que el poeta sembró en sus páginas será poesía.
Pero cuando la palabra alcance la cima de lo poético es justo que el poeta exprese: “Terminé un monumento más perenne que el bronce y más alto que las regias pirámides al que ni la voraz lluvia ni el impotente aquilón podrán destruir, ni la innumerable sucesión de los años, ni la huida de los tiempos”.
Cuando el poema sea la entelequia de la palabra en un acto puro al igual que la hoguera que reúne en si todas sus chispas, y porque “en el principio era el verbo, y el verbo era con Dios, y el verbo era Dios”.
Al poeta le será dable exclamar con el sol invencible —natalis solis invicti— los versos del Evangelio: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”