TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Era apenas un niño cuando mi madre y mi abuela me despertaban de madrugada para llevarme con ellas a lavar ropa a una quebrada que discurría cerca de mi casa en la colonia Divanna, junto al tubo madre de agua potable que salía del SANAA. Las altas hierbas oscuras y el sonido del agua pura nos recibían.
Cuando el sol despuntaba, yo recorría la orilla del arroyo en busca de aquellos juncos de los cuales arrancaba unas semillas de textura nacarada, atravesadas de lado a lado por un orificio.
Eran “lágrimas de San Pedro”, hermosas, y con ellas hacía collares y pulseras que vendía a mis amigos y amigas de infancia y a más de algún adulto.
La poesía me visitaba desde temprana edad y anticipaba querencias posteriores: en 1985 el poeta José Luis Quesada recibió el Premio Juan Ramón Molina por su libro “Sombra del blanco día”, que, no recuerdo cómo, llegó a mis manos y en el que leí aquel hermoso poema dedicado a la soledad y la tristeza cantada antes por Paul Eluard: “Vuelves, querida soledad ¿Recuerdas que te hacía collares con lágrimas de San Pedro? Unas lágrimas duras que recogía en el río”, decía Pepe Luis en aquel bellísimo libro (dejé ese libro en Honduras y escribo de memoria).
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Entonces mi niñez y la poesía me señalaron una soledad que ya estaba en mí y que nunca me dejaría.
Años después publiqué mi primer libro y ahí estaba en la presentación el poeta José Luis Quesada, junto a Rigoberto Paredes y José Adán Castelar, tres “monstruos” de las letras a quienes admiraba tanto como ahora.
Aquel poema de Pepe Luis estaba en mi cabeza cuando leía mis torpes versos casi adolescentes, y sentía vergüenza y honor estar leyendo frente a ellos.
Con el paso del tiempo nos hicimos amigos con Pepe, Rigo y Castellar. Leímos juntos, le leí mis textos de “Exhumaciones” y recibí sus comentarios como si los escuchara de un sacerdote de la palabra poética.
Pepe Luis hizo en algún momento de su vida un viaje a otra espiritualidad (más que a la religión) que pocos supimos asumir y comprender.
Me lo encontré una vez por “esas calles de Dios y de la Policía”, nos saludamos, me dio un abrazo y me impuso sus manos sobre la cabeza mientras decía una especie de oración bendiciendo mi vida y mi “condición de poeta”, y yo solo escuchaba la voz de un poeta mayor que me entregaba su bondad como si fuese un verso para la eternidad.
El 23 de septiembre de 2019 ha muerto José Luis Quesada Bardales, y yo pongo una lágrima junto a su memoria, como la cuenta de un collar de San Pedro que coloco entre sus manos que a esta hora tocan la inefable presencia de la poesía y la muerte que lo llevan en su barca hacia el viaje definitivo.
Somos frágiles, querido Pepe Luis. Los poetas también morimos, pero nos sobrevive el amor entregado y la poesía.