Literatura
TEGUCIGALPA, HONDURAS.- En el libro
“Doce cuentos negros y violentos”, publicado por
Mimalapalabra Editores, se indaga en el genius loci -o el espíritu de un lugar particular- de la ciudad de
San Pedro Sula, y la docena de relatos que agrupa lo intentan en mayor o menor medida (a excepción de “El mundo es hermoso” de Samuel Trigueros, cuya acción se ubica en una zona rural del país).
Sobresale un relato largo de 58 páginas, el más extenso del libro, escrito por Dennis Arita intitulado “Si te vi, no me acuerdo”, expresión que aparece cinco veces en el texto, a manera de leitmotiv, y que bien merece unos párrafos.
El autor de “Final de invierno” (2008) y de “Música del desierto” (2011), sorprende ahora a sus lectores con este cuento hablado “en español sampedrano y hasta en jerga callejera” (p. 196).
Si bien sus dos libros anteriores poseían singulares cualidades narrativas no intentaron explorar la idiosincrasia expresiva del Valle de Sula.
Aquí la dicción utilizada por Arita se convierte en la comadrona de mecanismos de expresión verbal del todo familiares.
Es más, las frases en la escritura de “Si te vi, no me acuerdo” se forman como los cristales en una solución química, con una riqueza inagotable: no se rigen por convenciones o imposturas sino que siguen las leyes de su propia necesidad.
La composición resultante parece poseer la espontaneidad de una reacción en cadena, producto de la oralidad cotidiana.
En efecto, Arita pone en escena al detective privado Francisco Antúnez, humilde y con hambre crónica, cinéfilo empedernido, quien -mientras ve una película- es abordado en el cine Lux por un individuo que le solicita investigar la desaparición de Pacita Rocafuerte, anciana vidente y medium con el mundo de ultratumba.
Antúnez acepta el encargo y se traslada al barrio Cabañas, a conocer la cuartería donde vivía la iluminada: allí se sumerge en un hábitat misérrimo y amenazante, poblado de hampones, y pone en juego su olfato profesional para desvelar el misterio. Surge así el elenco proletario en el que destacan don Foncho y don Lisandro, o Lucrecia y Mayra, por un lado, y, por otro, don Abelardo Montesinos, ricachón opulento, rodeado de guaruras y sicarios, aparente objeto de una estafa, y de la cual se venga al ordenar la muerte de Pacita, según -a la postre- descubre Antúnez.
Dennis Arita trata a sus personajes con simpatía humorística, y sabe mezclar lo cómico y lo grotesco con suma habilidad.
Con todo, el aire festivo del relato bordea siempre la amenaza y el sentido de la precariedad de la vida en ese entorno urbano.
El peligro del hampa ronda a toda hora, y el lenguaje empleado lo expone con crudeza: las locuciones humillan y desprecian como monedas de uso corriente.
“Si te vi, no me acuerdo” posee una viveza esperpéntica en la que el autor hace gala de su don para la caricatura ácida y la distorsión lúdica. El fraseo es coloquial, a ratos telegráfico, plagado de diminutivos (“ocasioncita”, “chambita”, “pendejito”) y superlativos (“sonrisota”, “ojerotas”, “bocota”), que le otorgan una vivacidad extraordinaria al hilo narrativo.
El uso del grano del habla local, de la “plática” es sumamente eficaz: la intrusión continua de los insultos y de la agresión verbal le confiere una pátina irónica al conjunto, y pocas veces los coloquialismos han hecho restallar nuestra narrativa como ocurre aquí.
Y es que en una cultura de subsistencia y de carencias, el lenguaje es un arma que ayuda a sobrevivir. Dennis Arita rompe la tiranía del “buen decir”, remodela los convencionalismos lingüísticos, con pasión y aliento. Los exabruptos de su maquinaria verbal ponen al descubierto las partículas de la realidad circundante.
Sobresale un relato largo de 58 páginas, el más extenso del libro, escrito por Dennis Arita intitulado “Si te vi, no me acuerdo”, expresión que aparece cinco veces en el texto, a manera de leitmotiv, y que bien merece unos párrafos.
El autor de “Final de invierno” (2008) y de “Música del desierto” (2011), sorprende ahora a sus lectores con este cuento hablado “en español sampedrano y hasta en jerga callejera” (p. 196).
Si bien sus dos libros anteriores poseían singulares cualidades narrativas no intentaron explorar la idiosincrasia expresiva del Valle de Sula.
Aquí la dicción utilizada por Arita se convierte en la comadrona de mecanismos de expresión verbal del todo familiares.
Es más, las frases en la escritura de “Si te vi, no me acuerdo” se forman como los cristales en una solución química, con una riqueza inagotable: no se rigen por convenciones o imposturas sino que siguen las leyes de su propia necesidad.
La composición resultante parece poseer la espontaneidad de una reacción en cadena, producto de la oralidad cotidiana.
En efecto, Arita pone en escena al detective privado Francisco Antúnez, humilde y con hambre crónica, cinéfilo empedernido, quien -mientras ve una película- es abordado en el cine Lux por un individuo que le solicita investigar la desaparición de Pacita Rocafuerte, anciana vidente y medium con el mundo de ultratumba.
Antúnez acepta el encargo y se traslada al barrio Cabañas, a conocer la cuartería donde vivía la iluminada: allí se sumerge en un hábitat misérrimo y amenazante, poblado de hampones, y pone en juego su olfato profesional para desvelar el misterio. Surge así el elenco proletario en el que destacan don Foncho y don Lisandro, o Lucrecia y Mayra, por un lado, y, por otro, don Abelardo Montesinos, ricachón opulento, rodeado de guaruras y sicarios, aparente objeto de una estafa, y de la cual se venga al ordenar la muerte de Pacita, según -a la postre- descubre Antúnez.
Dennis Arita trata a sus personajes con simpatía humorística, y sabe mezclar lo cómico y lo grotesco con suma habilidad.
Con todo, el aire festivo del relato bordea siempre la amenaza y el sentido de la precariedad de la vida en ese entorno urbano.
El peligro del hampa ronda a toda hora, y el lenguaje empleado lo expone con crudeza: las locuciones humillan y desprecian como monedas de uso corriente.
“Si te vi, no me acuerdo” posee una viveza esperpéntica en la que el autor hace gala de su don para la caricatura ácida y la distorsión lúdica. El fraseo es coloquial, a ratos telegráfico, plagado de diminutivos (“ocasioncita”, “chambita”, “pendejito”) y superlativos (“sonrisota”, “ojerotas”, “bocota”), que le otorgan una vivacidad extraordinaria al hilo narrativo.
El uso del grano del habla local, de la “plática” es sumamente eficaz: la intrusión continua de los insultos y de la agresión verbal le confiere una pátina irónica al conjunto, y pocas veces los coloquialismos han hecho restallar nuestra narrativa como ocurre aquí.
Y es que en una cultura de subsistencia y de carencias, el lenguaje es un arma que ayuda a sobrevivir. Dennis Arita rompe la tiranía del “buen decir”, remodela los convencionalismos lingüísticos, con pasión y aliento. Los exabruptos de su maquinaria verbal ponen al descubierto las partículas de la realidad circundante.