TEGCUIGALPA, HONDURAS.- En el invierno de 1999 —el último año antes de la llegada del fin del mundo— llegó a nuestra escuela un pequeño de ojos claros, rubio, pecoso y juguetón que nos mostró que, incluso en el más hondo desconsuelo y la más dramática de las tragedias, siempre hay un motivo para sonreír.
Llegó un día cualquiera de febrero, y en nuestra clase, todos lo veíamos con asombro por sus facciones “extranjeras”, su acento y su carisma natural.
Como suele suceder en esos casos en que alguien irrumpe decididamente en nuestro entorno, la mayoría de nosotros lo vimos con recelo, y por qué no, con cierta envidia, sobre todo los varones, celosos de su éxito inmediato con las niñas.
Los “dueños” de la escuela decidimos que nadie lo dejaría entrar en nuestros círculos, reservados exclusivamente para quienes habíamos estado allí desde el comienzo. No podía ser que un “chele” guapo, listo y recién llegado, terminara por quedarse con nuestros amigos y nuestras mujeres. No podíamos permitirlo.
Guardamos resistencia a sus encantos (por lo menos los hombres) durante los primeros días, pero muy pronto nos terminó conquistando con su alegría y sus talentos. De pronto, de un día para otro, se había convertido en nuestro líder, casi sin que nos diéramos cuenta. Además —muy a pesar de nuestro ego— también se había quedado con la chica más guapa de la escuela. Y eso, en sí mismo, ya era mucho.
Nadie sabía de dónde había salido Patrick (así se llamaba), ni cómo es que, siendo un niño, tuvo dinero suficiente para invitarnos a todos a la caseta de la escuela sin que ello le causara problemas o borrara su sonrisa.
Era cierto que su grupo de amigos se había reducido luego de las disidencias naturales que habían provocado su liderazgo y sus amores envidiables, pero, conforme pasaron los días, incluso nosotros comenzamos a dudar de él; no era posible que alguien fuera tan feliz y adinerado en un país que, después de la tragedia que había significado el huracán Mitch un año antes, apenas tenía para comer.
Decidimos que le pediríamos explicaciones, y, si se hacía necesario, denunciaríamos que su dinero era robado. Así de infiel era nuestro cariño. Sólo esperaríamos a que pasara nuestra ansiada visita al “Circo de Pingüi”, que había llegado a la ciudad unas semanas antes y ya amenazaba con marcharse.
No fuera que nuestro careo con Patrick nos echara a perder la oportunidad de ver los malabares, al enterrado vivo, al hombre come fuego, a los payasos, y, por supuesto, al único y maravilloso Pingüi, sorteando todo tipo de peligros en la jaula de leones y en la cuerda floja.
Ninguno de nosotros había ido al circo, por tanto, no se podía correr ningún peligro; nos moríamos por verlo con nuestros propios ojos.
Aquella noche, cuando llegamos al jaleo, mientras comíamos palomitas de maíz y manzanas acarameladas, comenzamos a admirar la carpa, las graderías de madera improvisadas, los animales en jaulas y aquella trepidante voz anónima que anunciaba el inminente inicio de la función.
Nuestra sorpresa fue mayor cuando, una vez comenzado el espectáculo, vimos salir de entre el telón, vestido de payaso, con su inconfundible cabellera rubia y sus azules ojos, al único compañero de escuela que no había ido con nosotros: era Patrick, jugando malabares en un monociclo, arrancando carcajadas a todos y pasando un sombrero por el público. Era el hijo del increíble Pingüi.
Ese día aprendimos el valor de la amistad, y aprendimos que a pesar de los desastres que el Mitch había dejado, y a pesar de que muy pronto llegaría el final de nuestro mundo, aquella noche, sólo importaba la alegría.