Periodismo cultural
SAN PEDRO SULA, HONDURAS. - Contar historias no es una de las cosas a las que nos tiene acostumbrados el poeta
Marco Antonio Madrid.
En los tres libros que ha publicado sobresalen su lenguaje pulido, su cuidadoso trabajo con las imágenes, sus relecturas de la mitología y de los grandes libros de la antigüedad latina y griega.
Pero la pequeña muestra poética que presentamos hoy nos ofrece la oportunidad de descubrir al contador de historias que ya se había asomado en el “Poema para recordar una infancia”, del libro “La secreta voz de las aguas”. “Lo han traído/vestido con las primeras nieblas del camino”, escribe Madrid en el primer poema de la muestra, “Elegía de las tierras altas”.
El comienzo de este texto (vestido de nieblas, pero las de la muerte) tiene la elegancia descriptiva de la buena narrativa, pero también el lenguaje conciso, bullente de imágenes poderosas, de la mejor poesía.
Madrid no se contenta con describir el suicidio de un hombre en un pueblo de las serranías del occidente de Honduras donde el poeta pasó su infancia.
A fuerza de imágenes, logra que cada pequeño detalle de la muerte y del subsecuente duelo que nos cuenta se extienda al paisaje, lo abarque, lo invada: “luego las lágrimas de la madre/como ese río de aguas anchas que se pierde en el ocaso”.
Como el Rulfo de Pedro Páramo, Madrid deja que el paisaje se contamine con las sensaciones e ideas de los personajes.
La lectura de su obra nos exige un cuidado parecido al que el poeta tuvo para crearla. Solo de esa manera van aclarándose los muchos símbolos que Madrid ha ido sembrando en la tierra fértil de sus poemas.
En la cabeza del suicida, escribe Madrid, “se cayó el muro del parietal derecho/y la bala atravesó el jardín y se alojó en la corteza./Ahí hay un surtidor que mana de los recuerdos”.
La mente es como un jardín y la memoria es como una fuente. La fertilidad de la vida interior se opone a la esterilidad definitiva de la muerte.
El símbolo se amplía a la obra de Madrid, que es como ese inagotable manantial interior que sigue manando en sus versos, a pesar de la brevedad de nuestra existencia.
Toda la vida voy a escuchar ese disparo
Jaime Labastida
Toda la vida voy a escuchar ese disparo.
Lo han traído
vestido con las primeras nieblas del camino.
El padre es el primero en palpar la herida
y buscar en sus ojos vacíos una respuesta,
Luego las lágrimas de la madre
Como ese río de aguas anchas que se pierde
En el ocaso.
Vano es entonces recordar la tarde otra y ese sol
De ayer en el balcón donde una hebra
De luz por los gastados pomos se adentra
En la penumbra.
Inexistente el rostro: el gesto adusto,
La mirada atenta o esquiva,
La palabra vehemente que exculpa o condena:
“Es tarde ya”, “no tengo tiempo”, “estoy de prisa”,
¡Sí, hay que huir!
¿De quién?
¡De nosotros y de la soledad que nos habita!
Sí, es tarde ya.
Toda la vida voy a escuchar ese disparo.
Lo han traído en la oración, cargado
En una hamaca, con las primeras sombras
Ardiendo en el fuego de las lámparas.
El cuerpo; yermo y pálido
Como la luz de esa luna alumbrando las hojas del zapallo.
Se cayó el muro del parietal derecho
Y la bala atravesó el jardín y se alojó en la corteza.
Ahí hay un surtidor que mana de los recuerdos,
Un riachuelo de aguas claras y escaso sueño.
Delgada el agua de la vigilia arrastra hierbas,
Sombras de errantes aves,
Tréboles –esos pétalos de la suerte esquiva-
Esas bellotas de pino verde,
Esas hojas del tilo herido.
Pero un día fuimos transeúntes que anduvimos
Extremos opuestos de un mismo camino.
Semilla de luz será noviembre, nos dijeron,
Prometiéndonos una senda para su bosque impenetrable.
Semilla de luz será diciembre, nos dijeron,
Prometiéndonos una llama de su amorosa hoguera.
Semilla de luz será el futuro para todos aquellos
Que escancien el vino de una larga espera,
Y vean el día teñirse de sol en su flor más profunda,
Nos dijeron.
¡Hay que huir!... pero de quién si el enemigo
Está en nosotros,
Él hace girar el carrusel y el espacio
Se contrae y se dilata.
- El tambor estaba lleno no había espacio
Para la esperanza.
Él oprimió el disparador
Y luego ese sonido del martillo percutor…
Toda la vida voy a escuchar ese disparo.
Perdónalo señor la noche es tenaz y nuestra alma
Inerme, perdónanos señor,
Perdónanos ahora y en la hora de nuestra muerte.
Cierro mis ojos y me vuelvo a verme con vos ahí, en la tierra
De nadie, en la inmensidad vacía; el viento recorre
El páramo, la sombra del árbol deja caer
En los espinos los frutos que unos pájaros devoran.
Más por qué cerrar los ojos y volver ahí, hay una queja
Como esa palabra que aún no brota,
Que no es flor en la espiga, ni viento, ni agua dispersa.
No, Yo no estoy ahí, estoy allá! En el temporal,
Junto a la sombra dolorosa y la herida ardiente.
Toda la vida voy a escuchar ese disparo,
Toda la muerte.
Elegía segunda
Un rastro de lágrimas podrías ser.
Una página del tiempo donde he depositado
cadáveres y ruinas, singladuras y recuerdos.
Un rastro de lágrimas podrías ser, la barca
que se aleja del hombre, la nostalgia
del camínante al ver sus huellas perdidas
en las arenas del mundo.
La velada claridad del sol en la borrasca
o el oscuro pétalo donde cayó la noche.
La música solitaria y triste de unas olas sobre
los gastados muelles, el aire de abril dejando
entre mis dedos el vuelo presuroso de las aves.
Un puñado de hojas
manchadas por la última luz del otoño.
Un rastro de lágrimas podrías ser.
la palabra no dicha.
El silencio.
Décima Elegía
El niño frente al mar. Con él la tutela del viento,
la feliz memoria del agua y su haz de hierbas
ondulantes. El sol que se pone y el que se alza,
silogismo que desciende hasta la magra flor
de un día, iluminando la penumbra transitoria,
el mascarón de proa, el cangrejo marrón
y la pequeña pardela que evitando el golpe
del agua devora la mies que la ola prodiga.
¡Los dones del tiempo! El pueblo, la pequeña
plaza y la iglesia
con su barroco tardío.
Conciencia y luz son una en su reflejo, el cometa
que como un ave resuelta levanta el vuelo,
el crepitar de un fuego imperturbable en el latido
de un corazón de un corazón pequeño.
¡Los dones del tiempo!
¿La montaña es un barco anclado o el barco
es una montaña por donde desciende
el aroma de la lluvia?
Humus, savia como tinta mineral que va dibujando
el dilatado pétalo de la rosa entre la niebla.
Temprano musgo donde en el nicho abandonado
se acuna el día.
Marcado por el cenit, el árbol no arroja sombra
y el fruto cae y se atomiza ya sin remisión.
Quilla inmóvil o piedra que va rodando en la hondonada.
Aquí nace y se apaga, aquí nace y se esparce el mundo.
Viajero inmóvil.
Consciencia y luz ya no son una en su reflejo.
Había que partir, pero esa es otra historia,
de largas noches de altas olas.
¡Aquí está el naufragio!
Mira los despojos, pálpalos…Ahí el dolor, acá la herida.
Livor mortis
Non ego nunc tristis vereor, mea Cynthia, Manis,
nec moror extremo debita fata rogo;…
Propercio. Elegías, I,19
Tú que te adentras en la noche
Como quien se interna en un río
De márgenes inciertas.
No consultes los oráculos, ni indagues
Signos en las palpitantes entrañas
De la bestia.
No des a tus pasos la búsqueda
De la secreta linde, oculto es el venero
Donde el crepúsculo mana
Sus innumerables sombras,
Oculta es la corriente que nos arrastra
Con diligente esmero.
Rumor del agua,
Rumor de la sombra.
Memoria del rayo que como una veta
De fuego recorre la soledad de la piedra.
Acá, el aire marchito sobre el callado mármol,
Allá, los meandros donde pasta la niebla,
La desgarradura del ónix,
El jade de ala fragmentada y dispersa,
El cuarzo devorado por la ola y la luna
Que pálida brota en los recuerdos.
Ya una larga noche llega para mí, Cynthia mía,
Y el día no ha de volver.
Callan los esponsales y el beso se demora.
Que venenos tan lentos
Apenas oscurecen la sangre,
Pero un día llegaran al corazón, entonces caerán
Los disfraces, y eso habrá sido la vida.
Sí, aprende a temer el ocaso de tu hermosura.
Hueso mondo para el perro de caza,
Selva oscura para el ave de presa,
Fruto sin aroma, rama ya sin savia, del árbol
Del ahorcado caen hojas que se pierden en la fosa.
Tú, con la dulce voz de la citara en ruinas.
Con la ceniza del amor de un blanco día.
Tú, el de los tristes manes y la hoguera extrema
En el agua profunda y ligera.
En los tres libros que ha publicado sobresalen su lenguaje pulido, su cuidadoso trabajo con las imágenes, sus relecturas de la mitología y de los grandes libros de la antigüedad latina y griega.
Pero la pequeña muestra poética que presentamos hoy nos ofrece la oportunidad de descubrir al contador de historias que ya se había asomado en el “Poema para recordar una infancia”, del libro “La secreta voz de las aguas”. “Lo han traído/vestido con las primeras nieblas del camino”, escribe Madrid en el primer poema de la muestra, “Elegía de las tierras altas”.
El comienzo de este texto (vestido de nieblas, pero las de la muerte) tiene la elegancia descriptiva de la buena narrativa, pero también el lenguaje conciso, bullente de imágenes poderosas, de la mejor poesía.
Madrid no se contenta con describir el suicidio de un hombre en un pueblo de las serranías del occidente de Honduras donde el poeta pasó su infancia.
A fuerza de imágenes, logra que cada pequeño detalle de la muerte y del subsecuente duelo que nos cuenta se extienda al paisaje, lo abarque, lo invada: “luego las lágrimas de la madre/como ese río de aguas anchas que se pierde en el ocaso”.
Como el Rulfo de Pedro Páramo, Madrid deja que el paisaje se contamine con las sensaciones e ideas de los personajes.
La lectura de su obra nos exige un cuidado parecido al que el poeta tuvo para crearla. Solo de esa manera van aclarándose los muchos símbolos que Madrid ha ido sembrando en la tierra fértil de sus poemas.
En la cabeza del suicida, escribe Madrid, “se cayó el muro del parietal derecho/y la bala atravesó el jardín y se alojó en la corteza./Ahí hay un surtidor que mana de los recuerdos”.
La mente es como un jardín y la memoria es como una fuente. La fertilidad de la vida interior se opone a la esterilidad definitiva de la muerte.
El símbolo se amplía a la obra de Madrid, que es como ese inagotable manantial interior que sigue manando en sus versos, a pesar de la brevedad de nuestra existencia.
Poemas inéditos
Elegía de las tierras altasToda la vida voy a escuchar ese disparo
Jaime Labastida
Toda la vida voy a escuchar ese disparo.
Lo han traído
vestido con las primeras nieblas del camino.
El padre es el primero en palpar la herida
y buscar en sus ojos vacíos una respuesta,
Luego las lágrimas de la madre
Como ese río de aguas anchas que se pierde
En el ocaso.
Vano es entonces recordar la tarde otra y ese sol
De ayer en el balcón donde una hebra
De luz por los gastados pomos se adentra
En la penumbra.
Inexistente el rostro: el gesto adusto,
La mirada atenta o esquiva,
La palabra vehemente que exculpa o condena:
“Es tarde ya”, “no tengo tiempo”, “estoy de prisa”,
¡Sí, hay que huir!
¿De quién?
¡De nosotros y de la soledad que nos habita!
Sí, es tarde ya.
Toda la vida voy a escuchar ese disparo.
Lo han traído en la oración, cargado
En una hamaca, con las primeras sombras
Ardiendo en el fuego de las lámparas.
El cuerpo; yermo y pálido
Como la luz de esa luna alumbrando las hojas del zapallo.
Se cayó el muro del parietal derecho
Y la bala atravesó el jardín y se alojó en la corteza.
Ahí hay un surtidor que mana de los recuerdos,
Un riachuelo de aguas claras y escaso sueño.
Delgada el agua de la vigilia arrastra hierbas,
Sombras de errantes aves,
Tréboles –esos pétalos de la suerte esquiva-
Esas bellotas de pino verde,
Esas hojas del tilo herido.
Pero un día fuimos transeúntes que anduvimos
Extremos opuestos de un mismo camino.
Semilla de luz será noviembre, nos dijeron,
Prometiéndonos una senda para su bosque impenetrable.
Semilla de luz será diciembre, nos dijeron,
Prometiéndonos una llama de su amorosa hoguera.
Semilla de luz será el futuro para todos aquellos
Que escancien el vino de una larga espera,
Y vean el día teñirse de sol en su flor más profunda,
Nos dijeron.
¡Hay que huir!... pero de quién si el enemigo
Está en nosotros,
Él hace girar el carrusel y el espacio
Se contrae y se dilata.
- El tambor estaba lleno no había espacio
Para la esperanza.
Él oprimió el disparador
Y luego ese sonido del martillo percutor…
Toda la vida voy a escuchar ese disparo.
Perdónalo señor la noche es tenaz y nuestra alma
Inerme, perdónanos señor,
Perdónanos ahora y en la hora de nuestra muerte.
Cierro mis ojos y me vuelvo a verme con vos ahí, en la tierra
De nadie, en la inmensidad vacía; el viento recorre
El páramo, la sombra del árbol deja caer
En los espinos los frutos que unos pájaros devoran.
Más por qué cerrar los ojos y volver ahí, hay una queja
Como esa palabra que aún no brota,
Que no es flor en la espiga, ni viento, ni agua dispersa.
No, Yo no estoy ahí, estoy allá! En el temporal,
Junto a la sombra dolorosa y la herida ardiente.
Toda la vida voy a escuchar ese disparo,
Toda la muerte.
Elegía segunda
Un rastro de lágrimas podrías ser.
Una página del tiempo donde he depositado
cadáveres y ruinas, singladuras y recuerdos.
Un rastro de lágrimas podrías ser, la barca
que se aleja del hombre, la nostalgia
del camínante al ver sus huellas perdidas
en las arenas del mundo.
La velada claridad del sol en la borrasca
o el oscuro pétalo donde cayó la noche.
La música solitaria y triste de unas olas sobre
los gastados muelles, el aire de abril dejando
entre mis dedos el vuelo presuroso de las aves.
Un puñado de hojas
manchadas por la última luz del otoño.
Un rastro de lágrimas podrías ser.
la palabra no dicha.
El silencio.
Décima Elegía
El niño frente al mar. Con él la tutela del viento,
la feliz memoria del agua y su haz de hierbas
ondulantes. El sol que se pone y el que se alza,
silogismo que desciende hasta la magra flor
de un día, iluminando la penumbra transitoria,
el mascarón de proa, el cangrejo marrón
y la pequeña pardela que evitando el golpe
del agua devora la mies que la ola prodiga.
¡Los dones del tiempo! El pueblo, la pequeña
plaza y la iglesia
con su barroco tardío.
Conciencia y luz son una en su reflejo, el cometa
que como un ave resuelta levanta el vuelo,
el crepitar de un fuego imperturbable en el latido
de un corazón de un corazón pequeño.
¡Los dones del tiempo!
¿La montaña es un barco anclado o el barco
es una montaña por donde desciende
el aroma de la lluvia?
Humus, savia como tinta mineral que va dibujando
el dilatado pétalo de la rosa entre la niebla.
Temprano musgo donde en el nicho abandonado
se acuna el día.
Marcado por el cenit, el árbol no arroja sombra
y el fruto cae y se atomiza ya sin remisión.
Quilla inmóvil o piedra que va rodando en la hondonada.
Aquí nace y se apaga, aquí nace y se esparce el mundo.
Viajero inmóvil.
Consciencia y luz ya no son una en su reflejo.
Había que partir, pero esa es otra historia,
de largas noches de altas olas.
¡Aquí está el naufragio!
Mira los despojos, pálpalos…Ahí el dolor, acá la herida.
Livor mortis
Non ego nunc tristis vereor, mea Cynthia, Manis,
nec moror extremo debita fata rogo;…
Propercio. Elegías, I,19
Tú que te adentras en la noche
Como quien se interna en un río
De márgenes inciertas.
No consultes los oráculos, ni indagues
Signos en las palpitantes entrañas
De la bestia.
No des a tus pasos la búsqueda
De la secreta linde, oculto es el venero
Donde el crepúsculo mana
Sus innumerables sombras,
Oculta es la corriente que nos arrastra
Con diligente esmero.
Rumor del agua,
Rumor de la sombra.
Memoria del rayo que como una veta
De fuego recorre la soledad de la piedra.
Acá, el aire marchito sobre el callado mármol,
Allá, los meandros donde pasta la niebla,
La desgarradura del ónix,
El jade de ala fragmentada y dispersa,
El cuarzo devorado por la ola y la luna
Que pálida brota en los recuerdos.
Ya una larga noche llega para mí, Cynthia mía,
Y el día no ha de volver.
Callan los esponsales y el beso se demora.
Que venenos tan lentos
Apenas oscurecen la sangre,
Pero un día llegaran al corazón, entonces caerán
Los disfraces, y eso habrá sido la vida.
Sí, aprende a temer el ocaso de tu hermosura.
Hueso mondo para el perro de caza,
Selva oscura para el ave de presa,
Fruto sin aroma, rama ya sin savia, del árbol
Del ahorcado caen hojas que se pierden en la fosa.
Tú, con la dulce voz de la citara en ruinas.
Con la ceniza del amor de un blanco día.
Tú, el de los tristes manes y la hoguera extrema
En el agua profunda y ligera.