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Marta Traba o la búsqueda de una voz propia  

Marta Traba desestimó la pintura abstracta hecha en Costa Rica. Según ella, estas formas no podían ser representativas de los procesos culturales que en aquel entonces se daban en el contexto subdesarrollado de Centroamérica

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12.02.2021

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Las conmemoraciones dan lugar de vez en cuando a debates interesantes, buenas exposiciones, coloquios serios y publicaciones decentes.

Pero, en manos de esencialistas y nacionalistas de uno u otro signo, estas no contribuyen a resolver los problemas, sino que con frecuencia los agravan. La misión de estas miradas es siempre la misma: hacer simplificaciones del pasado, cuando de lo que se trata es de restablecer la complejidad de lo acontecido.

Esto último es lo que pretendí hacer cuando desempolvé las líneas generales del debate suscitado en la Primera Bienal Centroamericana de Pintura de 1971.

Esperábamos que las opiniones expresadas por Marta Traba acerca de la sumisa adhesión del arte centroamericano a los valores del arte occidental habrían podido abrir un debate fecundo y necesario sobre la plástica contemporánea.

Lejos de eso, las personas que rechazaron sus juicios le dieron a la discusión un tono parroquial, como si un fondo de rencor hubiera encontrado la oportunidad para drenarse.

De un lado, están quienes asumieron la polémica desde un nacionalismo rancio de banderas y goles, los que no encuentran diferencia alguna entre la llegada a nuestras costas de un jurado internacional y el infeliz desembarco de los marines norteamericanos; para ellos son dos formas de una misma conducta: el servilismo ante el coloniaje.

De otro, los que elevando el debate a los altos espacios del esencialismo incurren en un error de apreciación al considerar que el jurado venía con la mala intención de convertir a Centroamérica en un corral de gallinas, ajena a las corrientes artísticas de afuera.

El fallo del jurado y los subsiguientes artículos que Marta Traba publicó en el diario El Nacional, de Caracas, y en la revista parisina Libre acerca de la bienal, no deben interpretarse como un rechazo a la cultura universal o una petición a cerrar las fronteras, sino como un reclamo a los artistas centroamericanos para que comiencen a dar un aporte propio, sin imitar a los europeos.

“Animales” (1941), de Rufino Tamayo. De su obra, Octavio Paz ha dicho que asciende de la sabia ancestral que anima al mundo mágico.

Universales en lo aparente

El acta no iba en contra del arte abstracto, tampoco acusaba problemas de salud en la calidad técnica de la pintura centroamericana; por el contrario, reconocía que artistas como Lola Fernández conocían y dominaban muy bien el idioma abstracto.

El problema era que con ese saber los ticos no desarrollaron ningún contenido original que respondiera a nuevas formas de expresión, tan solo se conformaron con hacer seguidismo de un lenguaje formulado por otros.

Este seguidismo ya venía siendo denunciado por Traba al menos un lustro antes de la bienal, específicamente a partir del agrio debate que sostuviera en las páginas de El Nacional con el artista venezolano Alejandro Otero.

El seguidismo es un problema derivado de un proceso que ella misma denominó como “despersonalización” y “mimesis” y que consiste en que el artista “imita” una aflicción ajena que es ajena a sus propias circunstancias históricas.

A quienes procedían de esta manera los calificó de discípulos o de simples copiadores.. Compartimos el diagnóstico y el dictamen que Traba realiza, más no la rudeza de los términos empleados.

Para referirme a este tipo de artistas cuya obra delata una innegable filiación acrítica a los esquemas europeos o norteamericanos, se me ocurre una expresión más poética: universales en lo aparente.

Con ella pretendo englobar a todos aquellos creadores que andan hacia la individualidad por el camino de la universalidad y no al revés, como
debería ser.

En “Muchacha del guacal” (1931) comienza a perfilarse la personalidad artística del hondureño Pablo Zelaya Sierra, esa búsqueda de una voz propia. Foto cortesía de Daniela Lozano.

La búsqueda de una voz propia

Si para conquistar la universalidad bastara con adherirnos mansamente a los valores europeos, no sería Pablo Zelaya Sierra el artista más representativo y universal de Honduras, sino que ese espacio lo ocuparía otro, Ciserón, por ejemplo, aquel que en Tegucigalpa pinta un cuadro al modo de Picasso. Traba se reiría de tal “universalismo”.

No se trata de copiar técnicas europeas o norteamericanas, se trata de asimilarlas convirtiéndolas en metodologías muy particulares. Quien bajo el sol brillante de la imaginación sea capaz de desarrollar este proceso de traducción, tendrá bien ganado un lugar en la historia del arte.

Para alcanzarlo es necesario asumir la postura del pintor mexicano Rufino Tamayo: “(…) Tener los pies firmes hundidos, si es preciso en el terruño, pero tener también los ojos y los oídos y la mente bien abiertos, escudriñando todos los horizontes es, en mi opinión, la postura correcta. Recoger y aprovechar sin temor la experiencia de todas partes y, a la vez, enriquecerla con el aporte local, es la única manera de lograr que nuestro mensaje tenga un alcance universal”.

Esa postura de la que nos habla Tamayo es la que mejor define, por ejemplo, a la generación de artistas centroamericanos nacidos en el cambio de siglo. Carlos Mérida es uno de ellos.

Los murales del guatemalteco poseen incrustaciones de mosaicos, piedras y placas de metal oro y cobre a semejanza de las figuras precolombinas y la orfebrería hispanoamericana.

En sus obras trató siempre de traducir las formas distintivas del arte precolombino en planos abstractos pero manteniendo una marcada orientación geométrica, inconfundible a lo largo de su vida.

Menos rotundo es el hondureño Pablo Zelaya Sierra. Sus obras responden a un proceso de consanguinidad que va desde Cézanne hasta el cubismo y en donde el sello de su propio universo interno solo se percibe en forma de alborada.

Fue justamente esa búsqueda de la voz propia lo que apresuró su retorno a la patria: “Siento la necesidad de saturarme del alma de Honduras: de sus montañas, de sus árboles, de sus piedras”. Su muerte, acaecida a los pocos meses de su llegada, le impidió a él realizar esa búsqueda y nos privó a nosotros de escuchar esa voz.

Estos esfuerzos de generación de lenguajes artísticos propios, surgidos a partir del aprendizaje y transformación de la lección europea, estaban ausentes en la pintura abstracta que se venía haciendo en Costa Rica desde la década del sesenta.

Traba los reclamaba porque su proyecto crítico consistió en eso: en el rechazo abierto a toda forma de colonialismo estético, que designa invariablemente la sumisión vergonzosa de nuestros artistas a los europeos, y a la apuesta por un arte que apunte a un universal desde lo particular, al tiempo que reconoce las condiciones desde las que emerge.

Cierre

Desde sus orígenes, nuestras naciones tienen la intuición de vivir una vida de dobleces, ha dicho el historiador liberal Enrique Krauze. La lengua oficial, los poderes, los estados, las instituciones provienen de la cultura europea. Pero las poblaciones originarias, que son la mayoría, permanecen en una notoria inferioridad económica, social y política. Nuestra realidad es una realidad dividida.

Las respuestas que desde el arte se han dado a este fenómeno privilegian una posición sobre otra.

Unos promueven el desdén hacia la cultura universal a favor de la pintura folclórica; otros han supuesto que la cultura europea es superior y, por lo tanto, es bueno imitarla. Otros más –y esa es la esperanza de Traba- sueñan con un arte que, lejos de encerrarse en sí mismo, se abre de modo crítico a la perspectiva foránea, universal, para cobrar en ese movimiento conciencia de sí.

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