Siempre

Una bienal bajo el volcán

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30.01.2021

Tegucigalpa, Honduras
La Primera Bienal Centroamericana de Pintura de 1971 fue un hecho trascendental por varias razones. En principio porque es ahí cuando comienzan a conocerse, a tomar contacto, a medirse en el plano artístico, sociedades largo tiempo extraviadas las unas de las otras, y hasta entonces separadas por los espantosos vicios de la naturaleza, la economía y la guerra.

Es, además, como bien apunta Virginia Pérez Rattón, “una de las primeras bienales de tipo regional que se organiza en algún lugar después de la decana Bienal de Venecia, instaurada en 1895, y de su primogénita brasileña, fundada en Sao Pablo en 1951. Incluso antecedió a la de La Habana, que inicia en 1984”.

Por último, y como veremos más adelante, porque se convirtió sin proponérselo en la arena donde se enfrentaron las dos corrientes principales de la crítica continental de los 60: el latinoamericanismo de Marta Traba y el internacionalismo de Jorge Ramiro Brest.

Los actores, las obras y los lenguajes
La bienal fue parte de un conjunto de actividades conmemorativas del sesquicentenario de la Independencia, que “buscaban hacer posible la tan largamente debatida integración centroamericana”, según fueron las palabras de Sergio Ramírez, entonces secretario del Consejo Superior Universitario de Centroamérica (CSUCA), instancia organizadora del evento.

María José Monge recuerda que esta visión regional dio cita a delegaciones artísticas de todos los países de Centroamérica, con excepción de Belice y Panamá. La nómina de los artistas combinó desde lo más emergente hasta lo más consolidado del medio, con algunas incrustaciones de desigual talento.

Por Honduras participaron Moisés Becerra, Álvaro Canales, Mario Castillo, Benigno Gómez, Juan Ramón Laínez, Arturo López Rodezno y Luis H. Padilla. En el protocolo se reconoció la trayectoria artística del primitivista José Antonio Velásquez, la del grabador costarricense Francisco Amighetti y del pintor nicaragüense Rodrigo Peñalba, quienes conformaron el Salón de Honor Centroamericano. En la portada del catálogo se rendía homenaje al pintor guatemalteco Carlos Mérida.

Sobre el carácter de las obras y los lenguajes artísticos en disputa, el crítico de arte Luis Fernando Quirós comenta que el pabellón guatemalteco osciló entre la nueva figuración y el realismo mágico; la propuesta salvadoreña fue eminentemente figurativa, aunque ya empezaba abrirse a lo matérico; en Costa Rica imperaba el abstraccionismo; Nicaragua mostró un rostro experimental, mientras que la delegación hondureña acudió a la cita sumergida en el costumbrismo.

Otra nota distintiva fue la composición del jurado. La argentina Marta Traba, por entonces autoridad indiscutible del arte latinoamericano, llegaba a San José en compañía del mexicano José Luis Cuevas y del peruano Fernando de Szyszlo, con la tarea de otorgar el gran premio centroamericano y cuatro premios nacionales.

Una espinosa polémica
El fallo favoreció al tríptico “Guatebala”, obra del guatemalteco Luis Díaz. Rolando Castellón recibió el Premio Nacional de Nicaragua por la obra “Danza alegórica”, mientras que los premios de El Salvador, Honduras y Costa Rica fueron declarados desiertos, aduciendo que:

[…] el jurado ha tratado de estimular, con los premios concedidos o declarados desiertos, aquellas búsquedas que muestran simultáneamente una asimilación del lenguaje contemporáneo de la pintura con la urgencia de expresar contenidos que revelen la situación del artista en su medio y la honesta necesidad de comunicarlo.

El jurado lamentaba “la falta de intencionalidad de las obras” y, en el caso específico de los anfitriones, “el empleo superficial de recursos ya empobrecidos por el uso excesivo”. En el acta se cuestionaba la ausencia de valores propios y la carencia de crítica ante los códigos artísticos internacionales, a favor de la imitación gastada de los mismos.

Persuadidos, como estaban, de ser los triunfadores, los costarricenses rechazaron el veredicto. El áspero agarrón entre el jurado y los artistas no demoró en ventilarse a través de la prensa. La espinosa polémica fue reavivada con furor de incendio cuando un año más tarde, en la revista parisina Libre, Traba lanzó otro dardo en contra de la bienal:

[…] Hacer expresionismo, hacer pop, hacer geometría abstracta, hacer informalismo, por la simple razón de que se hace (o se hizo) en los centros emisores, no podía pasar de pobres imitaciones, parodias muertas o insignificantes.

Era evidente que el fallo del jurado no solamente increpaba a la región, también iba en contra de quienes sostenían la premisa de que el arte latinoamericano debía asimilar los modelos metropolitanos como una forma de enfrentar el retraso. Hacer abstraccionismo, pop o informalismo colocaría a nuestros países al lado de Europa y Estados Unidos, según era la tesis defendida por el crítico argentino Ramiro Brest.

Para Traba ese proceder solo acrecentaba el colonialismo. Lo fundamental en ella era el problema de la autenticidad signado bajo la forma de una mediación en la cual el artista se apropia de un lenguaje universal, producto de la humanidad, para expresar lo propio. Por eso defendió hasta el fin a hombres como Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, Wilfredo Lam, Fernando de Szyszlo y Roberto Matta, que aceptaron la lección europea, pero la transformaron.

En un ensayo posterior, seguramente abrumada por los recuerdos de la bienal, Traba insistirá ya no tanto en el problema de la autenticidad sino en la resistencia a los valores hegemónicos:

[…] la grandeza de un artista reside precisamente en ser el mismo a través de las fluctuaciones estéticas, en pertenecer a una época sin sacrificarse a ella; resistencia que no quiere decir arcaísmo o empecinada obcecación en estacionarse dentro de formas superadas, sino existir en sí mismo componiendo inteligentemente las letras del propio sentimiento en el abecedario de una estética universal.

Fue un hecho inesperado y singular que esta disputa acerca de las distintas estrategias de inserción del arte latinoamericano en el sistema mundial del arte ocurriera en la volcánica y tumultuosa Centroamérica de 1971.

Colofón
Tristemente aquella bienal no conoció de nuevas ediciones.
Las rencillas hicieron que el CSUCA abandonara el proyecto de bienales. Tampoco el clima de Centroamérica era propicio para la unidad: había fracasado el Mercado Común Centroamericano y todavía sangraban las heridas de la guerra entre El Salvador y Honduras. Aquellos eran tiempos de pronunciamientos y golpes de barraca, de dictaduras militares que brutalizaron por entero a nuestras sociedades, impidiendo así el cultivo de lo sensible.

Es una desgracia. La continuidad de aquella bienal hubiera marcado un profundo cambio en la sensibilidad estética de nuestros países y dejado una importante historia del arte para el istmo. Más relevante aún hubiese sido su contribución en la formación de públicos, de mercado, de coleccionismo, de crítica, de todo aquello que los especialistas llaman “el círculo del arte”. Con seguridad hubiera dado a Centroamérica un rostro distinto, percibida hasta hoy como una región balcanizada y desconocida, salvaje y melancólica, indómita y anclada en el pasado.

Sobre el autor
Allan Núñez, escritor, conferenciante y crítico de arte. Nació en Tegucigalpa. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Egresado de la carrera de Letras y Lenguas por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. Ha escrito y publicado diversos artículos sobre arte moderno y contemporáneo en medios impresos locales y extranjeros. Asimismo, se ha desempeñado como museógrafo y curador de proyectos expositivos.

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