GUARDIA. La noche del miércoles ocho de febrero de dos mil doce fue larga para José Manuel. Como guardia de la finca se suponía que no debería dormirse y, aunque el sueño lo acosaba a cada segundo, se mantuvo despierto toda la noche, palpitantes las sienes, con un calor inexplicable en el rostro y temeroso de lo que pudiera estar pasando en la casita que su patrona se había negado a demoler y que ahora servía de vivienda a una pareja y su hijo.
En una de sus rondas escuchó gritos y creyó que los esposos estaban peleando, pero la fuerza de los gritos lo inquietó y quiso investigar.
Cuando se acercó a la puerta escuchó una voz de hombre parecía suplicar, y entonces tocó la puerta.
“¿Qué pasa aquí? –preguntó, con la autoridad que le daba su cargo de vigilante de la finca–. ¿Quién está gritando?”
En ese momento las voces se apagaron, un murmullo inentendible se escuchó en el interior y, poco después, la puerta se abrió para dejar salir un poco de luz y la figura esbelta de una mujer.
“No pasa nada, ‘guachi’ –le dijo la mujer–; discusión de jugadores… Tranquilo”.
José Manuel se retiró pero cinco minutos después volvió a la casa. Esta vez los gritos eran desesperados y las súplicas estaban acompañadas con llanto.
“No me matés, hermano; por favor, no me matés”.
Cuando José Manuel volvió a tocar la puerta, se hizo de nuevo el silencio, pero nadie le abrió. Entonces lanzó una amenaza:
“Si no me dicen qué está pasando allí voy a llamar a la Policía”.
En ese momento, la voz de un hombre, una voz que no conocía, dijo:
“Oí, vos; dice que va a llamar a la Policía… Mejor lo dejamos así…”
La puerta se abrió con violencia, ante los ojos asombrados de José Manuel apareció la figura airada de Luis, el inquilino, que le apuntó a la cara con un revólver.
“Cuidadito llamás a la Policía –le dijo, con acento que no admitía réplica–. Si los llamás te reviento. Mejor perdete de aquí.”
José Manuel se retiró con miedo. Todavía resuenan en sus oídos los gritos de auxilio que salían de las viejas paredes de la casita.
MAÑANA. De lejos todo parecía normal, la puerta y las ventanas estaban cerradas y no se veía la motocicleta que estaba parqueada a un lado la noche anterior.
Tampoco se oía ruido y José Manuel se aventuró a acercarse un poco más. La casa parecía vacía. Ahora recordaba que en la madrugada creyó escuchar el motor de la moto pero no estaba seguro. Entonces tocó la puerta. Nadie le abrió. Miró para todos lados y luego sus ojos descubrieron las gotas de sangre que estaban en el piso de la acera.
El corazón le dio un vuelco en el pecho. Por un momento no supo qué hacer, pero luego se repuso, miró la sangre que seguía una línea casi recta hacia la derecha y entonces recordó los gritos de auxilio de un hombre y las palabras con que suplicaba por su vida. Unos metros más allá, la sangre seguía marcando el camino. José Manuel se detuvo por un momento, levantó la cabeza y vio a lo lejos el pozo de malacate. No tardó en llegar hasta allí. Con la boca reseca se acercó al brocal y reprimió un grito.
Envuelto en una sábana blanca ensangrentada y con varias bolsas de plástico cubriéndole la cabeza, el cadáver de un hombre estaba tirado en el fondo. Eran casi las nueve de la mañana. En ese momento llamó a la Policía. Luego le avisó a su patrona.
EL CUERPO. Los Bomberos son la institución más digna, noble y solidaria que hay en el país; hombres y mujeres que dejan a un lado su propia seguridad por salvar vidas y bienes ajenos, una labor que Honduras debería agradecer de una forma realmente especial.
Cuando los detectives de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal llegaron a la finca, los bomberos ya estaban allí, esperando la orden del fiscal para sacar el cadáver del pozo.
El cuerpo estaba vestido, tenía sangre en el rostro, la espalda y el pecho, y el forense encontró una herida profunda en la parte de atrás del cráneo. El hueso estaba roto en varias partes y se había hundido hasta lesionar el cerebro. No mostraba señales de tortura y no lo habían amarrado de pies y manos.
“A primera vista podría decirse que estamos ante un crimen pasional –dijo un detective, tomando notas–, pero por lo que dice el vigilante, creo que hay algo más… ¿Tenemos el nombre?”
“No; todavía no. No encontramos ninguna identificación”.
“¿Billetera?”
“Tampoco, pero hay un detalle: la bolsa derecha del pantalón está de fuera.”
“Y en esa bolsa es donde, por lo general, un hombre guarda la billetera”.
“Así es. ¿Creés que los asesinos se la quitaron para despistar?”
“O simplemente por robársela…”
“¿Qué dice Inspecciones Oculares?”
“Quieren entrar a la casa. Allí fue donde lo mataron.”
“¿Por qué no entran?”
“Porque el fiscal dice que deben tener una orden… La dueña de la finca dio la autorización para botar la puerta pero el fiscal dice que no nos autoriza porque después lo pueden acusar de abuso de autoridad… Va a solicitar la orden del juez…”.
La risa de burla que asomó en el rostro del detective mostró su opinión sobre la decisión del fiscal.
ENTREVISTA. A eso de las tres de la tarde, los detectives tenían un nombre. El muerto se llamaba Juan, era originario de Guayape, Olancho, y trabajaba en una empresa como guardia de seguridad. Un amigo suyo, también de Guayape, le había conseguido el puesto y nunca había tenido queja de él. Su único defecto era que le gustaban demasiado las mujeres. Y al decir demasiado, el hombre talvez quería decir “de una forma obsesiva”, siendo un hecho tan natural.
“¿A qué se refiere con eso?” –le preguntó el detective.
“Pues que era mujeriego, y por eso le vino la muerte…”
“No lo entiendo bien… A ver, explíquese”.
El hombre se rascó la cabeza.
“Mire, yo no quiero problemas con nadie…”
“No tendrá problemas con nadie. Lo que nos diga servirá para investigar el crimen y para encontrar a los asesinos… Le voy a decir lo que nosotros tenemos…”.
Hubo una pausa, el hombre dudaba.
LA TESIS. “Mire, nosotros creemos que Juan llegó a la casa invitado por alguien, o que llegó a visitar a alguien porque creemos que ya se conocía con los asesinos…”
“¿Por qué dicen eso?”
“Porque llegó bien vestido y perfumado. Cuando lo sacaron del pozo todavía se sentía el olor al perfume… O iba a visitar a los esposos, o iba a ver a la señora…”
“Cómo saben eso?”
“Somos policías, recuerde…”
El hombre volvió a rascarse la cabeza.
“Una posibilidad sería que el esposo encontró a Juan solo con su mujer y que por eso lo mató, pero el vigilante dice que escuchó la voz de otro hombre, o sea, que en la casa estaban Juan, el esposo, la mujer y un tercer hombre. Talvez el esposo llegó con este tercer hombre y encontró que Juan le enamoraba a la mujer. Talvez el tercer hombre sea pariente del esposo o de la mujer, o debe ser un muy buen amigo porque se quedó allí para ayudar a matar a Juan, y a botar el cadáver. O talvez se sintió amenazado.”
El hombre estaba mudo. El detective continuó:
“Aunque hay otra posibilidad, otra teoría, como decimos nosotros. Talvez Juan llegó allí engañado, a lo mejor conocía a la mujer y quizás le gustaba. Decimos esto porque sabemos que la pareja que vivía en la casita era de Guayape, el mismo lugar de donde venía Juan. Talvez se conocieron allí.”
“¿Y qué si Juan llegó hasta allí engañado?”
“Que tal vez lo que querían era robarle…”
El hombre soltó un suspiro.
LA CONFESIÓN. “Mire, señor, yo creo que ustedes están bien cerca… Juan estaba trabajando cuando llegó a donde mí para pedirme permiso por esa noche. Me dijo que se había encontrado con Suyapita, una chava de Guayape que le gustaba mucho y que ella le dijo que si quería estar con ella que lo esperaba esa tarde en la casa. A Juan se le caía la baba por esa chava y yo le dije que no fuera, que ya sabía que era ajena y que mejor evitara problemas, pero él se fue. Y no lo volví a ver. Hasta que salió en EL HERALDO. Yo supe de plano que era Juan”.
“Una pregunta”.
“Dígame”.
“¿Juan tenía su propia arma?”
“Sí”.
“¿Juan vivía en la Villeda Morales?”
“Sí”.
“¿Juan llevaba su arma cuando dejó el
puesto esa tarde?”
“Sí; yo se la ví ‘camisiada’. Nunca se la despegaba”.
“Excelente… Una última cosa, ¿usted sabe dónde podemos encontrar a Suyapita?”
“Supongo que sí; tal vez allí mismo, en la Villeda Morales…, allí vive la mamá”.
LA MUJER.
Los nervios siempre traicionan a quien tiene algo que esconder y ella no fue la excepción. Los detectives se mostraron amables pero firmes, y esperaron que empezara a hablar. Pero la silenciaba el miedo.
“Mire, señora –nosotros ya resolvimos el caso y solo estamos esperando que el juez firme las órdenes de captura para ir a traer a los asesinos… Usted puede colaborar con nosotros…”
Silencio.
“Nosotros sabemos que Juan se citó con usted en su casa pero ya comprobamos que solo fue para que él llegara y robarle la pistola y el poquito dinero que andaba… Usted no es culpable de nada; usted le gustaba a Juan y él se hizo ilusiones, pero él dijo que usted lo citó para estar con él… Pero todo fue una trampa…”
La mujer se puso blanca.
“El día que sacamos el cadáver del pozo no pudimos entrar a la casa, pero ustedes sí, o al menos los que mataron a Juan; fueron a sacar sus cosas y a lavar la sangre que había en el piso. Pero encontramos el hacha con la que mataron a Juan. Lo golpearon con la parte de atrás del hacha y lo mataron. Después le pusieron bolsas en la cabeza, para detener la sangre o para que se asfixiara y terminara de morirse. ¿Sabía usted que en las bolsas y en el mango del hacha hay huellas digitales y que ya sabemos de quiénes son?”.
Hubo un momento de silencio.
“Después lo envolvieron en la sábana y lo llevaron hasta el pozo. Habían amedrentado al vigilante y nadie los vio. Pero Juan no se había muerto, solo agonizaba, y su sangre iba cayendo en todo el camino. Murió en el pozo. Talvez se hubiera salvado si lo hubieran llevado al hospital”.
NOTA.
La sección de Capturas de la DNIC busca a los sospechosos. Se cree que siguen en la capital. La muerte de Juan no fue un crimen pasional. Solo querían robarle el revólver. Se cree que un cuñado del principal sospechoso es el tercer hombre en la escena del crimen. La Policía está segura que muy pronto les darán captura. La DNIC resolvió el caso en una semana.