Tierra Adentro

Tierra Adentro: Expedición a los encantos del Cerro de Hula

Es imposible no maravillarse frente al encanto que entra por los ojos, nos damos cuenta de cuán pequeños somos en la inmensidad colorida del planeta

FOTOGALERÍA
21.10.2017

Tegucigalpa, Honduras
Un día antes acordamos subir el Cerro de Hula. Noé dijo que un amigo suyo nos llevaría al lugar. Salimos de madrugada para tomar fotos en la hora azul de la mañana, ese periodo del crepúsculo donde no hay ni luz de día ni la más completa oscuridad.

Cuando arribamos faltaban minutos para las cinco, Wilmer Vásquez nos esperaba: hombre multifacético que se dedica a la agricultura, la ganadería, la paternidad y a correr maratones. Después del saludo sugirió irnos; señaló que debía regresar a las seis y media a ordeñar las vacas.

Entramos por la Puerta de Golpe, seguimos un camino de herradura liso en partes y lodoso en otras, el sol todavía no se asomaba y en la medida que avanzábamos la temperatura no paraba de bajar: se sentían la nariz y las orejas congeladas mientras el carro se hamaqueaba sobre el bronco sendero.

Es imposible no maravillarse frente al encanto que entra por los ojos, nos damos cuenta de cuán pequeños somos en la inmensidad colorida del planeta, lo más grande es una especie de entusiasmo infantil que nos recorre al sentirnos parte de aquella materia cósmica que nos hace volvernos uno.

Avanzamos entre plantas arbustivas rociadas de sereno, en intervalos del camino encontrábamos parcelas de milpas que marchaban como un rígido pelotón en sentido contrario. Íbamos, sí, y parecía que el tiempo se hubiera detenido en el silencio azul de la madrugada.

Yonny Rodríguez y Noé Varela observando la 'hora azul' en Cerro de Hula.

Yonny Rodríguez y Noé Varela observando la 'hora azul' en Cerro de Hula.


Tiempo redondo y cerrado fue: el cielo lucía un escote escandaloso, estábamos a dieciséis grados y a 1,600 metros sobre el nivel del mar, en estas condiciones climáticas el sitio permite avistar las cumbres de los volcanes San Miguel de El Salvador y del San Cristóbal de Chinandega, Nicaragua, asimismo, las luciérnagas de Tegucigalpa.

Noé se instaló sin perder tiempo. Ni él ni yo habíamos estado nunca en la cresta de aquel cerro crispado de antenas transmisoras. Más sorprendente fue estar frente al milenario sistema de terrazas agrícolas recientemente descubierto en la zona y del cual se dice es el más grande de Mesoamérica.

Luego de hora y media de registro fotográfico, pláticas amenas y de embelesamiento, Wilmer, amplio conocedor de esos cerros, nos habló de otra cima que está enfrente. Eran las seis y veinte: –los voy a dejar en el desvío, sigan el camino, allá van a llegar –y se retiró a sus quehaceres.

Las condiciones del camino no mejoraron, los pies se iban hasta el tobillo de lodo, pero ninguno se quejó; hicimos comentarios para amenizar el tránsito hasta llegar a una calle que da acceso a las turbinas eólicas. En el lugar la vista es inmejorable y está disponible para que los turistas devotos de la aventura realicen campamentos y actividades a la intemperie.

Tiempo más tarde le hicimos justicia al café que nos puso doña Ana Zelaya, la madre de Noé. Aquello sólo fue víspera del desayuno típico que nos esperaba abajo en casa de Wilmer, donde una amable y voluntariosa doña Martha Martínez, progenitora de nuestro guía, nos atendió.

Al entrar vimos una mesa ya dispuesta: tres platos, en dos ellos había frijoles fritos, en medio, una libra de cuajada fresca, café humeante y unas tortillas enormes y amarillas: un desayuno continental al mero estilo del Cerro de Hula.

Dimos las gracias por todo. Salimos de aquel agradable hogar. Tomamos rumbo a nuestro Ojojona amado. Metros adelante vimos a una señora y a su hijo que afanados cocían y asaban elotes a la orilla de la calle. –Acabamos de empezar, ojalá nos vaya bien –deseó la doña.