TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Era apenas un niño de diez años que cursaba el cuarto grado de primaria cuando descubrió que el arte podía darle otro color a su vida. Cinco décadas después, Pedro Roberto Grandez recuerda con cariño y nostalgia aquellas primeras e inocentes pinceladas.
“Ese año llegó un nuevo maestro a dar clases a la escuela, así, empíricamente. La maestra que estaba con nosotros se retiró y quedó este muchacho, que era dibujante. A mí siempre me había llamado la atención la pintura, el dibujo, pero en el campo es bien difícil. Aquí lo más que pueden darle los padres a uno es el machete para trabajar la tierra”, introduce.
Originario de Sonith, una aldea ubicada en San Isidro, Choluteca, su curiosidad y entusiasmo no tenían límites. “Cuando él se fue de la escuela yo me informé y lo busqué. Por medio de él me inspiré, porque me dejó conocer qué era un pincel, un lienzo; yo no sabía nada”, relata.
Para sorpresa de muchos, aquel joven dibujante no era otro que el reconocido pintor primitivista Roque Zelaya.
“De ahí yo empecé aquí, en mi propia casita, cuando estaba con mi mamá. Sin ninguna otra guía, pero con mi completo esfuerzo, me puse a practicar con pintura de lata, porque el óleo sabemos que es carísimo, y yo no podía”, añade.
Y respecto a esos iniciales esbozos, Grandez comenta ya no tenerlos debido a que la dueña de una de las galerías en donde Zelaya le permitió acompañarlo, se convirtió en su primera clienta.
Vida rural
Grandez hace énfasis en que trabajar en el campo y a la vez dedicarse al arte ha sido una labor con limitaciones.
“Yo soy un campesino que me he dedicado a trabajar la tierra. No soy preparado académicamente, si apenas crucé el sexto grado. Pero Dios siempre lo ayuda a uno, y así he seguido haciendo esos ganchitos que hago”, comparte con orgullo.
Y es que la naturaleza de sus obras permite conocer a este pintor en su día a día, al interior de su comunidad y en compañía de su gente. “Yo siempre he querido plasmar la vida rural, las vivencias del campo, nuestras costumbres; es lo que me rodea. También herencias que a través del tiempo se han ido perdiendo, como jugar maules, al trompo o cositas en machete”, detalla.
Porque como cada manifestación artística envuelve un propósito, o al menos esa es la idea, a sus 60 años este ejecutor del óleo y el pincel comparte una enseñanza: “Quiero que se quede en estos lienzos algo de la vida del ser humano en la zona rural. Los jóvenes no conocen de lo que uno ha vivido, y no debería de ser así. Yo siempre he dicho: ‘Tenemos que saber dónde estamos, para dónde vamos y de dónde venimos’”.
Oportunidades
Y aunque Grandez ha tenido el placer de exponer sus obras en varias ocasiones, asegura que no ha cumplido con lo que hubiese querido dentro de este ámbito.
“Mi vida ha sido aquí, de donde no siempre es fácil salir. Ahora con la tecnología se facilita al menos un poquito. Antes yo iba a Tegucigalpa, compartía con varios pintores de allá porque participé con uno o dos cuadros en algunos colectivos, pero la exposición individual es difícil”, menciona.
Otro punto importante en donde Grandez hace hincapié es en la necesidad de adentrarse en zonas que, como la suya, albergan tesoros escondidos.
“Aquí hace falta que la gente salga más al campo. Siempre he dicho que los talentos están allí, escondidos, y que necesitan una oportunidad. Para uno, salir solo, conlleva bastante sacrificio”, explica el artista, a su vez mentor de su hija Nohelia Grandez, quien heredó su pasión por el dibujo y la pintura.
Por último, resalta que, aunque no ha podido dedicarse nunca únicamente al arte, sabe darle a cada pieza el valor que merece.
“El arte, la verdad, yo no lo veo para hacer negocio, lo que sí digo es que el estómago no espera. Yo mismo quisiera no tener que vender mis cuadros, sino dejarlos para mí, pero hay necesidad y gente interesada en ellos. Gracias a Dios, al público le han gustado. Él nos va a ayudar a hacer más”, concluye con simpatía.