TEGUCIGALPA, HONDURAS.- 7:30 AM. Tres hondureños sentados bajo un árbol desayunan las ciruelas que caen al suelo de tierra.
En frente, Darlin Oliva de 34 años y sus seis hijos -todos menores de 10 años- están sentados en el deteriorado corredor de su tétrica vivienda.
Todos los niños, incluyendo un bebé de un año, están descalzos mientras el sol apunta directamente a la fachada de la casa de adobe y teja.
“Mamá, tengo hambre”, menciona una niña al mismo tiempo que un equipo periodístico de EL HERALDO ingresa a la casa, ubicada en Alubarén, al sur de Francisco Morazán.
“Hola, ¿qué tal?... ¿Cómo está?”, les consultó el periodista.
“Aquí aguantando hambre como siempre... Pasen adelante”, contestó amablemente la mujer con su bebé en brazos, a quien consolaba porque no paraba de llorar de hambre.
“Mire, uno aquí no tiene comida, ni el café hemos tomado porque no tenemos dinero para comprar... Mírelos a ellos, todos tienen hambre”, lamentó.
EL HERALDO evidenció la extrema pobreza de algunos habitantes en el corredor seco de Honduras, una extensa área rural azotada por el cambio climático, con largos períodos de sequía.
Aquí duermen en cartones, no tienen trabajo y hasta comen tomates podridos o, en el mejor de los casos, ciruelas y mangos. En la zona tampoco hay empleo y están a la espera de la siembra de primera para poder tener granos básicos, al menos.
Tras la pandemia del covid-19 y el desinterés de las autoridades, los habitantes de las zonas que este rotativo visitó dejaron en manifiesto que ninguna autoridad les ayuda y han caído al extremo de no comer por más de tres días y al parecer aguantar hambre ya se convirtió en el día tras día de muchas familias.
En Alubarén, Darlin contó a este rotativo que la última vez que comieron fue tres días atrás “y porque nos regalaron una mortadela”.
Mientras se traslada de la cocina de su casa donde el suelo es de tierra, el fogón está apagado, las ollas amontonadas y sucias de tierra y solo cuatro granitos de frijoles en una de ellas, Darlin se queja que “ni huevos podemos comprar porque los venden a 7 lempiras cada uno”.
El periodista seguía todos los pasos de la mujer trigueña, que vestía pantaletas gris y el sucio llenaba sus pies y manos.
“Aquí no tenemos ni jabón para lavar la ropa, mire, todo está negritillo (sucio). ¿Qué vamos a hacer?, tampoco hay papel higiénico”.
Al estar en la sala, se observó en el techo de teja que hay muchos agujeros.
“Cuando llueve tenemos que estar de pie porque por todos lados se moja”, contó.
Tampoco hay muebles, solo una litera que en el piso de abajo un cartón hace la función de colchón, mientras que en el segundo piso sí hay un colchón “que trajimos de la calle y está todo picado”.
Las cinco niñas, entre los 4 y 10 años, lucen tristes, el bebé de un año no para de llorar.
El sustento de esta familia es don Antonio Méndez, quien no estaba, pues había salido desde muy temprano para ver si conseguía algún trabajo. “Lo que le saliera” y así poder comprar algo para pasar el día.
“Aquí todos estamos enfermos, como no tenemos agua tenemos que beber el agua lluvia y como es ácida nos hemos enfermado, mi compañero (esposo) anda consiguiendo trabajo con una gran fiebre y basca (vómito), pero no tenemos medicamentos ni dinero para ir al centro de salud”.
Los niños, aunque son víctimas de la trágica crisis, no dejan de asistir a clases con su estómago completamente vacío.
“Quiero ser militar o azafata para poder ayudar a mi mamá”, dijo sonriente la hermana mayor.
“¿Y cómo si no tenemos dinero?”, respondió su mamá.Esta familia mientras tanto se alimentará con la esperanza de que don Antonio regrese con algo de dinero, de lo contrario sumará otro día sin comer.
Este caso se repite con la misma fuerza en otras viviendas, como la situación en Curarén, Francisco Morazán, de Julio Oliva, un hombre cerca de los 60 años que no trabaja por una enfermedad que tiene hace mucho tiempo. Él sobrevive con lo que los vecinos le regalan o con lo que algún hijo le lleva esporádicamente.
Siempre en el mismo municipio, esta situación también afecta a doña Vicenta Medina, una señora que sobrepasa los 90 años y que mientras caminaba con un palo lentamente al baño de su casa fue ayudada por el equipo de EL HERALDO.
“Vivo sola, a mí nadie me da nada. A mi edad solo sufro y en cualquier momento me muero porque no tengo nada”, dijo en un tono de voz suave y entrecortado.
La mayoría de familias solicitan ayuda al gobierno y que no se olviden del corredor seco, donde la miseria los acompaña cada día.