Fueron más de siete semanas de dormir bajo la lluvia, de soportar el sol y el hambre, pero valió la pena para al menos 228 inmigrantes que lograron pisar el suelo estadounidense la semana pasada.
El presidente Donald Trump y miembros de su gobierno dijeron que la caravana era un intento deliberado de sobrepasar a las autoridades del país y la prueba de que hay que hacer más para asegurar la frontera con México, incluyendo la construcción de un muro.
La retórica de la Casa Blanca y sus aliados alimentó el apoyo de mexicanos y estadounidenses con alimentos y otros productos básicos, contribuciones financieras, asesoramiento legal gratuito y ofertas de alojamiento en Estados Unidos.
Para Roberto Corona, fundador de Pueblo Sin Fronteras, tanta atención tiene aspectos positivos y negativos: elevó la conciencia sobre número de víctimas que causa la violencia en Centroamérica, pero podría endurecer las medidas represivas del gobierno estadounidense.
'Queremos mostrar la humanidad de esto, no la política”, dijo Corona. 'No se trata del muro”.
Los organizadores de la caravana han sido criticados por el gobierno de Trump. El vicepresidente Mike Pence dijo durante una visita a la frontera en California que los solicitantes de asilo estaban siendo “explotados” por activistas en favor de la apertura de fronteras y por medios con agenda clara.
Trump ha utilizado la caravana para intentar recabar apoyos para su muro _ pese a que los solicitantes de asilo suelen entregarse a los inspectores fronterizos _ y para pedir el final de las llamadas políticas de 'detención y liberación' y de los fallos judiciales que permiten que algunos migrantes sigan libres mientras las cortes migratorias resuelven sus peticiones, un proceso que puede demorarse años.
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Dura trayectoria
La última caravana supone una evolución con respecto a las protestas que los migrantes vienen celebrando durante la Semana Santa desde 2008, normalmente auspiciadas por los sacerdotes católicos que gestionan los albergues.
En los primeros años, el grupo apenas pasaba de los estados de Chiapas y Oaxaca, en el sur del México, a menudo con atuendos bíblicos y portando cruces en procesiones que trataban de emular al camino de Jesús hacia su crucifixión y que servían para denunciar la violencia que ellos mismos sufrían.
En ese momento no atraían demasiada atención, en parte porque se sabía que miles de centroamericanos viajaban a diario hacia la frontera de Estados Unidos cruzando el país en trenes de mercancías.
Cuando México tomó medidas para controlar su frontera sur y a los migrantes que abordaban los convoyes en 2014, las procesiones ganaron relevancia. Eran una forma de desafiar el “bloqueo” gubernamental a los trenes y puestos de control de carreteras, donde se registraban los autocares. La iniciativa de ese año fue desmantelada por la policía mexicana en el estado sureño de Tabasco.
Aunque el gobierno adoptó una actitud más despreocupada, las caravanas rara vez pasaron de la Ciudad de México, pero pequeños grupos de migrantes lograron llegar a la frontera estadounidense.
Pueblo Sin Fronteras, el grupo creado por Corona en la Southern Methodist University en 2008 para asegurar que los jornaleros latinos en la zona de Dallas-Fort Worth recibían un trato justo de sus jefes, participó en la caravana de 2014, pero no organizó la suya propia hasta el año pasado. La ONG tiene dos albergues en el norte de México, cerca de la frontera con Arizona, pero sigue sin tener oficinas ni empleados remunerados, dijo su fundador, que ahora reside en San Diego.
La primera caravana de migrantes centroamericanos de Pueblo Sin Fronteras cruzó México en abril y mayo del año pasado. Llegó a tener 600 participantes que se quedaron en alrededor de 100 para cuando llegaron a Tijuana, según los organizadores. La mayoría solicitó asilo. Pocos se enteraron de lo ocurrido.
Su segunda caravana, en noviembre, tenía unos 700 integrantes cuando llegó al centro de México pero se redujo a unos 200 en Tijuana, entre ellos los 80 que pidieron refugio a las autoridades estadounidenses, explicó Corona.
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La más popular
Su tercera iniciativa ha sido la más popular hasta el momento. Partió el 25 de marzo desde Tapachula, una ciudad de 300.000 habitantes en una región productora de café donde Pueblo Sin Fronteras había colocado carteles en albergues para migrantes y celebró reuniones en un parque de la ciudad. Los centroamericanos caminaron durante días por carreteras y vías de tren, y en un momento dado llegaron a ser más de 1.000 personas.
Según uno de los organizadores, Irineo Mujica, durante la primera semana de abril, los ataques de Trump atrajeron más reflectores sobre la caravana haciendo que fuese más difícil de manejar. 'No creemos, ni queremos una caravana de esta magnitud”, señaló.
Pero la notoriedad les brindó también ventajas, como la asistencia de las autoridades mexicanas que en el pasado habían actuado contra esos viajeros.
Valmore Ramírez Cortez, un trabajador del gobierno salvadoreño de 32 años, había luchado contra la tos y la fiebre mientras saltaba de tren en tren, cuyas superficies abrasaban de calor durante el día y se enfriaban por las noches. Sus perspectivas mejoraron en el estado sureño de Oaxaca, cuando él, su sobrino de 18 años y otros dos adolescentes consiguieron permisos de 20 días para quedarse en México. Durante su periplo estuvieron escoltados por policías y miembros de la Cruz Roja.
El domingo, tras dos jornadas de asesoramiento legal organizadas por Pueblo Sin Fronteras, casi 200 solicitantes de asilo marcharon a través de Tijuana hacia las dependencias de la agencia fronteriza de Estados Unidos, donde les dijeron que se había cubierto el cupo para solicitantes de asilo del día. La tarde siguiente, los primeros miembros de la caravana que pudieron acceder comenzaron a presentar sus casos para poder vivir legalmente en el país.
Cuando el grupo se acercaba a la frontera, la secretaria de Seguridad Nacional, Kirstjen Nielsen, dijo que los refugiados que huyen de la violencia deben buscar protección en el primer país al que llegan, en este caso México. Pero Ramírez, que salió de El Salvador el 31 de enero luego de que una banda mató a dos de sus hermanos y lo amenazó con que él y su sobrino serían los próximos si no se unían, señaló que no se sentiría cómodo hasta llegar a Estados Unidos, donde espera reunirse con un primo que vive en Maryland.
“No quiero venir por plata o por el trabajo. Vengo por necesidad”, explicó Ramírez mientras leía un libro cristiano bajo una lona en el paso fronterizo de Tijuana, donde espera su turno. 'No hay nada más bonito que vivir el país donde nació'.
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