Las obras de ampliación no paran en el camposanto Nossa Senhora Aparecida, cerca del caudaloso río Negro.
Bajo el agobiante sol del trópico, los obreros abren nuevos lotes y empiezan a levantar estructuras verticales, que acogerán de 2,000 a 3,000 cuerpos.
Desde su habilitación hace seis décadas, Nossa Senhora Aparecida alberga a unos 130,000 difuntos, según datos de la Alcaldía de esta ciudad de 2,2 millones de habitantes.
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En las últimas dos semanas, Manaos registra un promedio de más de 100 entierros de víctimas de covid-19 por día, con un récord de 213 el 15 de enero. En Nossa Senhora se realizan más del 75% de las inhumaciones de la ciudad, según datos de 2019.
Aunque casi la mitad (1,419) de los 3,165 entierros totalizados en Manaos hasta el 22 de enero se debieron oficialmente a la pandemia, esa alta cifra muestra también la crisis del sistema de salud.
Hasta ahora, el peor mes desde la primera ola, que había obligado a abrir fosas comunes, era abril de 2020, con 2,809 entierros en la ciudad.
Los números son solo una forma de dimensionar la tragedia, cuya verdadera magnitud se siente en los recovecos del Nossa Senhora Aparecida.
El ruido de una excavadora que abre nuevas fosas se mezcla en la mañana del viernes con los gritos de Etiane Ferreira quien, arrodillada, clama por su padre, a quien acaba de enterrar.
'¡¡Papá, ¿por qué?!!'. Los gritos paralizan por unos segundos a los empleados del servicio funerario, cubiertos por monos blancos y máscaras, que descargan féretros envueltos en plástico, una marca inconfundible de que se trata de un caso de covid-19.
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'Somos seres humanos', murmura Michael Guerreiro, uno de los empleados, mientras observa a Etiane, con el puño en el suelo de tierra rojiza. 'Duele mucho, venimos a trabajar porque nos toca', agrega, y vuelve a cargar el ataúd.
El padre de Etiane falleció por covid-19. La prima de la joven, Cristiane Ferreira, cuenta que necesitaba ser entubado pero no había camas disponibles. 'Los médicos y las enfermeras se esforzaron mucho, pero desgraciadamente no son Dios', dice entre lágrimas, antes de abrazar a Etiane.
Bajo una tienda de plástico junto a un lote de tumbas, otro empleado, que no se identifica, escribe con un pincel y témpera negra los nombres de los difuntos y sus fechas de nacimiento y muerte sobre las cruces de madera.
Calcula que pinta unas 70 por día. Las pequeñas en tonos azulados se suceden a lo largo de las interminables cuadras del cementerio.
'Ojalá abrieran camas en los hospitales'
Con el llanto de Etiane en la distancia, Luán Santos, de 32 años, aprieta la mano de su esposa Ashley, que tiene un mes de embarazo.En la otra mano, la corona de flores con la que despide a su madre, fallecida a los 68 años, también por el nuevo coronavirus. Luán peregrinó con ella varios días hasta que consiguió que la recibieran en un hospital público.
Dialogaron por última vez el lunes a través de mensajes de texto. Acudió varias veces al hospital, sin obtener noticias. El jueves le informaron que su madre había muerto el día anterior.
'Me dijeron que [la demora en avisar] se debió al gran número de personas, no podían manejar tanta gente', cuenta llorando el joven, que trabaja en el sector bancario.
Un empleado del cementerio le entrega los documentos del entierro y la pareja se marcha por un sendero de tierra.
Con el calor, se intensifica un olor desagradable, que podría ser el de la muerte.
La excavadora sigue abriendo fosas. Las lluvias amazónicas obligan a realizar este trabajo por encargo.
A la entrada del cementerio, los cortejos fúnebres se suceden. Los equipos del servicio funerario han sido cuadruplicados.
Nossa Senhora Aparecida apareció en titulares internacionales cuando fosas comunes se abrieron allí en abril.
Un hombre que acompañó el entierro de su tío recuerda aquella pesadilla y entre lágrimas suelta: 'Al menos ahora los muertos reciben un trato digno aquí. Ojalá abrieran camas en los hospitales, en vez de fosas en los cementerios'.
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