SAN JOSÉ GUAYABAL, EL SALVADOR. - El alcalde se abrocha el chaleco antibalas, enfunda su pistola en el pantalón, empuña un fusil de asalto, trepa en su 4x4 y sale a patrullar
San José Guayabal, uno de los pocos municipios de
El Salvador libre de 'maras'.
'No me hace sentirme más hombre andar armado. Hago eso por amor a mi pueblo', afirma Mauricio Vilanova. A sus 60 años, 18 como alcalde, se siente orgulloso de imponer la paz en su comunidad, que linda con los suburbios 'rojos' de la capital, a merced de maras o pandillas.
Jovial y conversador, le gusta pasearse por la plaza y ver a los jóvenes en la cancha de baloncesto cuando ya ha caído la noche, y hablar con familias y ancianos que descansan en las bancas.
'Nos sentimos libres, (con) los niños jugando', declara a la AFP Carmen García, una joven abuela de 48 años. 'Aquí nunca he tenido problema con pandillas', agrega Ricardo Reyes, de 38 y entrenador de atletismo.
El alcalde permanece con los ojos abiertos. A la menor alerta, así sea de noche, corre a buscar su pistola Beretta y el fusil de asalto automático Galil SAR que guarda bajo llave en su oficina.
Siempre armado, sale a inspeccionar para preocupación de su esposa y de su hija de 21 años, 'las sacrificadas', como las llama tiernamente.
Pandillas infiltradas
Además de las salidas inesperadas, Vilanova, del partido conservador de oposición Arena, patrulla regularmente su municipio de cerca de 45 km2, en el departamento de Cuscatlán (centro). Lo acompañan un conductor y un guardaespaldas. Todos van armados.
Si bien nunca ha sufrido ataques, el alcalde ha sido amenazado por las maras y eso lo convierte, a ojos del gobierno, en una 'persona en riesgo'. Nada lo amilana. Es 'difícil salirse, tendría que irme del país', remarca.
San José Guayabal no siempre ha sido un pueblo apacible. En cualquier momento puede estallar: los pandilleros se infiltran con frecuencia y pintan grafitis alusivos a sus bandas. Si la policía los intercepta, el alcalde los sermonea y los obliga a cubrir de gris las pintadas.
Todo comenzó en 2006. La Barrio 18, una de las pandillas más peligrosas del país junto con la Mara Salvatrucha (MS), tomó posesión de dos barrios de esta localidad de unos 13.000 habitantes.
Ante los escasos recursos de la fuerza pública, Vilanova decidió irse a patrullar con ellos. 'En dos años, logramos resolver prácticamente ese problema de las pandillas', afirma el alcalde, armado desde la adolescencia por su padre, un excampeón de tiro al blanco.
La calma no duró. Hacia 2012, prosigue, 'se enciende Guayabal. Ya no era solo dos barrios' sino seis de los nueve cantones los que estaban invadidos por la 18 y la MS. Las maras aprovecharon una tregua con el gobierno para ampliar sus dominios.
De 18 crímenes a ninguno
Volvieron las extorsiones, desapariciones y asesinatos. Bajo un falso nombre, Marta evoca a sus sobrinos de 22 y 21 años, secuestrados por pandilleros. 'Me los arrebataron, el tiempo pasó y no sé nada de ellos', cuenta entre lágrimas esta mujer de 34 años, amenazada por haberse atrevido a denunciar y buscar a sus 'muchachos muy honrados, educados'.
Vilanova volvió entonces a sus rondas, pero la ley prohíbe a los civiles salir armados con la fuerza pública. Desde entonces patrulla junto con funcionarios municipales.
El alcalde se enorgullece de que el número de homicidios en su comuna haya caído de 18 por año a cero en 2018, en un país con una de las tasas de asesinatos más elevadas del mundo: 45,5 por 100.000 habitantes, lo que supone en promedio más de nueve casos al día.
Un policía y tres militares patrullan juntos. 'El alcalde nos da un vehículo y un motorista para que el trabajo de nosotros sea más efectivo', precisa Antonio Carbajal de 35 años.
Con él, son solo ocho los policías con los que cuenta la comisaría. La alcaldía los alimenta y les entrega un subsidio mensual de cerca de 1.000 dólares, de un presupuesto anual de 40.000 para seguridad.
En el camino, la camioneta se cruza con campesinos que llevan bultos sobre su cabeza. De repente, frena. Los soldados encapuchados, fusil M-16 en mano, saltan del vehículo y rodean a un adolescente.
Pero es el policía quien revisa su bolso, su celular y le levanta la camiseta: no hay drogas ni armas, nada sospechoso en el teléfono, ni tatuajes. Lo dejan ir, tras una inspección que solo la fuerza pública está autorizada a hacer.
Las 'cucarachas', a otro lado
El alcalde descarta riesgos de abusos. Sus hombres, dice, se limitan a someter a los sospechosos para luego alertar a la policía. 'No violentamos derechos, no golpeamos', asegura y se vanagloria de solo haber usado sus armas para disparar 'un balazo al aire o al suelo' como advertencia.
'Esto es la ley del Oeste', denuncia sin embargo Benjamín Cuéllar, del Grupo de Monitoreo Independiente de El Salvador (GMIES) sobre la impunidad.
'No me hace sentirme más hombre andar armado. Hago eso por amor a mi pueblo', afirma Mauricio Vilanova. A sus 60 años, 18 como alcalde, se siente orgulloso de imponer la paz en su comunidad, que linda con los suburbios 'rojos' de la capital, a merced de maras o pandillas.
Jovial y conversador, le gusta pasearse por la plaza y ver a los jóvenes en la cancha de baloncesto cuando ya ha caído la noche, y hablar con familias y ancianos que descansan en las bancas.
'Nos sentimos libres, (con) los niños jugando', declara a la AFP Carmen García, una joven abuela de 48 años. 'Aquí nunca he tenido problema con pandillas', agrega Ricardo Reyes, de 38 y entrenador de atletismo.
El alcalde permanece con los ojos abiertos. A la menor alerta, así sea de noche, corre a buscar su pistola Beretta y el fusil de asalto automático Galil SAR que guarda bajo llave en su oficina.
Siempre armado, sale a inspeccionar para preocupación de su esposa y de su hija de 21 años, 'las sacrificadas', como las llama tiernamente.
Pandillas infiltradas
Además de las salidas inesperadas, Vilanova, del partido conservador de oposición Arena, patrulla regularmente su municipio de cerca de 45 km2, en el departamento de Cuscatlán (centro). Lo acompañan un conductor y un guardaespaldas. Todos van armados.
Si bien nunca ha sufrido ataques, el alcalde ha sido amenazado por las maras y eso lo convierte, a ojos del gobierno, en una 'persona en riesgo'. Nada lo amilana. Es 'difícil salirse, tendría que irme del país', remarca.
San José Guayabal no siempre ha sido un pueblo apacible. En cualquier momento puede estallar: los pandilleros se infiltran con frecuencia y pintan grafitis alusivos a sus bandas. Si la policía los intercepta, el alcalde los sermonea y los obliga a cubrir de gris las pintadas.
Todo comenzó en 2006. La Barrio 18, una de las pandillas más peligrosas del país junto con la Mara Salvatrucha (MS), tomó posesión de dos barrios de esta localidad de unos 13.000 habitantes.
Ante los escasos recursos de la fuerza pública, Vilanova decidió irse a patrullar con ellos. 'En dos años, logramos resolver prácticamente ese problema de las pandillas', afirma el alcalde, armado desde la adolescencia por su padre, un excampeón de tiro al blanco.
La calma no duró. Hacia 2012, prosigue, 'se enciende Guayabal. Ya no era solo dos barrios' sino seis de los nueve cantones los que estaban invadidos por la 18 y la MS. Las maras aprovecharon una tregua con el gobierno para ampliar sus dominios.
De 18 crímenes a ninguno
Volvieron las extorsiones, desapariciones y asesinatos. Bajo un falso nombre, Marta evoca a sus sobrinos de 22 y 21 años, secuestrados por pandilleros. 'Me los arrebataron, el tiempo pasó y no sé nada de ellos', cuenta entre lágrimas esta mujer de 34 años, amenazada por haberse atrevido a denunciar y buscar a sus 'muchachos muy honrados, educados'.
Vilanova volvió entonces a sus rondas, pero la ley prohíbe a los civiles salir armados con la fuerza pública. Desde entonces patrulla junto con funcionarios municipales.
El alcalde se enorgullece de que el número de homicidios en su comuna haya caído de 18 por año a cero en 2018, en un país con una de las tasas de asesinatos más elevadas del mundo: 45,5 por 100.000 habitantes, lo que supone en promedio más de nueve casos al día.
Un policía y tres militares patrullan juntos. 'El alcalde nos da un vehículo y un motorista para que el trabajo de nosotros sea más efectivo', precisa Antonio Carbajal de 35 años.
Con él, son solo ocho los policías con los que cuenta la comisaría. La alcaldía los alimenta y les entrega un subsidio mensual de cerca de 1.000 dólares, de un presupuesto anual de 40.000 para seguridad.
En el camino, la camioneta se cruza con campesinos que llevan bultos sobre su cabeza. De repente, frena. Los soldados encapuchados, fusil M-16 en mano, saltan del vehículo y rodean a un adolescente.
Pero es el policía quien revisa su bolso, su celular y le levanta la camiseta: no hay drogas ni armas, nada sospechoso en el teléfono, ni tatuajes. Lo dejan ir, tras una inspección que solo la fuerza pública está autorizada a hacer.
Las 'cucarachas', a otro lado
El alcalde descarta riesgos de abusos. Sus hombres, dice, se limitan a someter a los sospechosos para luego alertar a la policía. 'No violentamos derechos, no golpeamos', asegura y se vanagloria de solo haber usado sus armas para disparar 'un balazo al aire o al suelo' como advertencia.
'Esto es la ley del Oeste', denuncia sin embargo Benjamín Cuéllar, del Grupo de Monitoreo Independiente de El Salvador (GMIES) sobre la impunidad.