'Que el sueño americano no se termine, que siga' en Estados Unidos, es el angustiado llamamiento de Milagro Bonilla, desde San Isidro, en El Salvador, donde la mayoría de sus 11,000 habitantes sortean la pobreza con las remesas de sus familiares migrantes .
La intranquilidad de Milagro creció el 8 de enero cuando la administración del presidente Donald Trump anunció el fin de un estatuto de protección temporal (TPS) para unos 200,000 salvadoreños, que estarán en riesgo de deportación si no regularizan su situación antes del 9 de septiembre de 2019.
Esta mujer de 60 años, 1.70m de estatura y piel trigueña trabaja como doméstica, pero mes a mes necesita la remesa que envía su hijo Carlos para poder mantener a su madre de 86 años y a una hermana con discapacidad.
'Que por lo menos que me le den un permiso para estar otro tiempo más, porque 18 meses se pasan rápido', exclama.
Carlos, de 34 años, emigró a Estados Unidos en un arriesgado viaje con 'coyote' en noviembre de 2000, y luego fue uno de los beneficiados por el TPS otorgado por el presidente George W. Bush tras los terremotos que devastaron El Salvador unos meses después, permitiendo a miles de salvadoreños residir y trabajar en suelo estadounidense.
'Sin la ayuda (de Carlos), yo no puedo pasar aquí, porque solo lo que yo gano no me alcanza', resume Milagro, que crió sola a sus dos hijos.
En San Isidro, los pobladores dedicados a la agricultura de subsistencia advierten que el país no está preparado para recibir una eventual deportación masiva.
'A los que vengan porque se les acabó el TPS van a sentir duro, porque directamente aquí no hay una fuente de empleo, y porque van a pasar de ganar 12 ó 15 dólares por hora (en Estados Unidos) a cinco dólares en un día de trabajo en la agricultura', advierte en la puerta de una pequeña tienda, Daysi Moreno, quien tiene tres hermanos en Estados Unidos.
Más de 60% de la población de San Isidro emigró a Estados Unidos huyendo de la pobreza, y cerca de 90% de los habitantes recibe dinero de sus familiares -muy por encima del 21% a nivel nacional, según Ernesto Romero, un economista de 55 años que atiende un minibanco encargado de entregar remesas.
El impacto se siente en el pueblo, donde el concreto sustituyó al adobe en las casas, y las antenas parabólicas se asoman por los techos.
En 2017, El Salvador recibió 5,021.3 millones de dólares por concepto de remesas familiares desde el extranjero, un crecimiento de 9.7% desde al año precedente, y un monto récord que equivale al 15.8% del Producto Interno Bruto, según cifras oficiales.
Lea además: Ministro ruso acusa a EEUU a negarse a un 'mundo multipolar'
Severidad de Trump
Junto a El Salvador, Honduras y Nicaragua -los otros dos países centroamericanos que disponen de TPS por desastres naturales-, viven un nerviosismo generalizado ante las políticas migratorias del presidente estadounidense.
Para Rosa Chávez, una ama de casa de 65 años que labora en Managua y depende de las remesas que le envían sus dos hijos desde Estados Unidos, 'es preocupante'.
'Lo que más me preocupa es que este señor (Trump) vaya a tomar medidas drásticas que afecten las remesas porque el único perjudicado es el que vive aquí. ¿Pero quién hace rectificar a ese señor?, ese señor es muy duro', dijo a la AFP.
En noviembre pasado, el Departamento estadounidense de Seguridad Interna (DHS) eliminó el TPS para 5.349 nicaragüenses y les concedió hasta el 5 enero de 2019 para que preparen su eventual retorno a su país o arreglen su situación migratoria.
En similar situación de incertidumbre se encuentran unos 57.000 hondureños que en noviembre pasado recibieron una prórroga de seis meses para su TPS, otorgado a raíz del huracán Mitch, en 1998.
Honduras recibió el año pasado 4.065,7 millones de dólares en remesas, un crecimiento del 13,3% frente al periodo anterior, según cifras oficiales.
Dura separación familiar
Las políticas migratorias de Donald Trump ya comenzaron a dividir a las familias en Centroamérica.
A Honduras regresó deportado Lázaro Villalobos, dejando en Estados Unidos a sus dos hijos y a su esposa mexicana. Ahora se enfrenta a la vida con una mototaxi en Aramecina, su pueblo natal, 100 kms al sur de Tegucigalpa.
'No he vuelto a ver a mis hijos (de 14 y 16 años) desde junio de 2016 cuando me deportaron', se queja Lázaro, de 37 años, mientras conduce su mototaxi roja por una polvorienta calle de Aramecina.
Detrás quedaron 19 años de vida en Carolina del Norte, donde había comprado su casa y un taller de mecánica que su esposa Andrea tuvo que vender para mandarle el dinero y tratar de rehacer su vida en Honduras.
Lea además: Trump asegura que no es racista tras insultos a países