Por David Brooks/ The New York Times
Esperaba que estas elecciones fueran un momento de renovación para Estados Unidos. Tenía la esperanza de que los demócratas pudieran derrotar decisivamente al populismo de Trump y poner a la nación en un nuevo camino.
Está claro que eso no va a suceder. No importa quién gane estas elecciones, serán reñidas y Estados Unidos seguirá siendo una nación equitativa y amargamente dividida.
En retrospectiva, creo que esperaba demasiado de la política. Cuando ciertas realidades sociológicas y culturales están fijas, no hay mucho que los políticos puedan hacer para redirigir los acontecimientos.
Ahora me resulta más claro que la mayoría de las veces los políticos no son expertos navegantes que nos guían hacia un nuevo futuro. Miremos a EU entre 1880 y 1910. En los primeros años de ese periodo, la sociedad estadounidense había sido sacudida por la industrialización y el capitalismo descontrolado, que produjeron un crecimiento económico asombroso y una miseria humana incalculable. Olas de inmigración se extendieron por todo el País y transformaron el EU urbano. La corrupción política era desenfrenada en las ciudades y la incompetencia política era la norma en Washington.
Estados Unidos enfrentó un reto civilizacional central: ¿cómo aprovechamos la energía de la industrialización para construir una sociedad compasiva?
La renovación estadounidense comenzó en los corazones de la gente de todos los estratos de la sociedad. La gente estaba desesperada por un cambio. “Toda la historia es la historia del anhelo”, escribe Jackson Lears en su libro sobre esta era, “Rebirth of a Nation”.
Algunos de los movimientos que surgieron de este anhelo fueron malvados. Algunas personas creían que podían imponer orden en una sociedad rebelde mediante una espuria ciencia racial y la supremacía blanca. Esta fue la era de los linchamientos y el terrorismo racial.
Pero otros movimientos sí produjeron un renacimiento. Primero hubo un cambio cultural. La despiadada filosofía social darwinista fue reemplazada por el movimiento del evangelio social, que enfatizaba la solidaridad comunitaria y el servicio a los pobres. Después del cambio cultural, hubo un renacimiento cívico impulsado por sus ideales. Por ejemplo, el movimiento por la templanza, liderado principalmente por mujeres, buscaba frenar el consumo del alcohol y el abuso conyugal. Surgieron los sindicatos para exigir salarios justos y una jornada laboral de ocho horas. El movimiento ecologista se extendió. En la cima de la sociedad, magnates como J.P. Morgan impusieron orden en el mundo empresarial para reducir los auges y las caídas. Filántropos como Andrew Carnegie y John Rockefeller construyeron bibliotecas, museos y universidades.
Para cuando Theodore Roosevelt llegó a la Presidencia en 1901, la sociedad hervía en cambios. El programa legislativo que llamamos progresismo —limpiar el gobierno local, acabar con monopolios, regular los alimentos, el agua y el aire limpios— surgió del cambio cultural y cívico que estaba en marcha.
Hoy enfrentamos a otra gran cuestión civilizacional: ¿cómo podemos crear una democracia moralmente cohesiva y políticamente funcional en medio del pluralismo y la diversidad radicales?
No veo ningún movimiento cultural parecido al movimiento del evangelio social de la década de 1890. ¿Dónde está el conjunto de valores que motivarán a las personas a dedicar sus vidas a cambiar el mundo?
A través de mi trabajo en Weave: The Social Fabric Project, me reúno con líderes locales que se esfuerzan por reconstruir la solidaridad y servir a los marginados a nivel barrio. Pero hasta ahora este tipo de esfuerzos no han podido revertir la catastrófica caída de la confianza social. Los estadounidenses aún carecen de un credo nacional o una narrativa nacional que brinde un terreno común entre sistemas de creencias en competencia.
Hace unos años, parecía haber un movimiento social que podría provocar un cambio fundamental, al que llamaré Nuevo Progresismo. Grupos como Occupy Wall Street y Black Lives Matter saltaron a la palestra. Los programas de igualdad racial se estaban extendiendo por corporaciones y universidades. Los candidatos presidenciales prometieron despenalizar los cruces fronterizos.
Pero el Nuevo Progresismo resultó ser una calle sin salida. Los programas de Diversidad, Equidad e Inclusión están en retroceso. El País avanza hacia la derecha en cuestiones como la inmigración y la economía, y Kamala Harris avanza con él.
Esta elección está sucediendo demasiado pronto. Está sucediendo antes de que se establezcan las condiciones culturales y cívicas previas que podrían impulsar la reforma política y legislativa. Los políticos son oportunistas profesionales que intentan complacer a los bloques de electores. Rara vez son visionarios.
Y, sin embargo, Estados Unidos es una nación de eterno renacimiento y regeneración. Son las relaciones sociales y políticas de los estadounidenses las que se han vuelto venenosas.
Como sugiere el libro de Lears, el cambio fundamental tiene que ocurrir en los corazones y las mentes de las personas. Para que una sociedad cambie, la gente tiene que querer cambiar. Una nación engreída que dice “tengo la razón”, quedará eternamente estancada en su lugar.
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