Por Zaina Erhaim/ The New York Times
Michel Kilo, el intelectual y figura de la Oposición siria que murió en el 2021, compartió una vez una historia de sus días en una prisión del régimen de Al-Assad. Un carcelero le pidió que le contara una historia a un niño de 4 años cuya madre le había dado a luz allí. Kilo comenzó a contarle al niño acerca de un pájaro que volaba en el cielo y el niño lo interrumpió preguntándole: “¿Qué es un pájaro?”.
¿Qué es la vida sin Al-Assad? Aún no lo sé. Es demasiado pronto.
Nací a mediados de la década de 1980 bajo el Gobierno de Hafez al-Assad, padre de Bashar al-Assad, nuestro Presidente depuesto. Aprendí a temprana edad que ser un buen ciudadano significaba no pensar. Si te atrevías a pensar, no lo decías en voz alta.
En la escuela aprendí que si querías llegar a alguna parte, tenías que ser parte del sistema de informantes con el que los sirios han vivido durante décadas. Si entregabas tu lista de nombres de tus compañeros que hablaban mal del maestro, te nombrarían número uno de tu clase. Todos pensaban que todos los demás los estaban denunciando.
Yo estuve en la última generación de preparatoria del País que vistió uniformes estilo militar —un traje verde olivo con un cinturón grueso. Recibí mi entrenamiento militar a los 15 años. Solía presumir que podía armar y desarmar un Kalashnikov como rayo.
Para estudiar periodismo en la Universidad de Damasco, tuve que aprender de memoria citas de Hafez al-Assad. Teníamos un libro de texto titulado “Nacionalismo”, que tenía su foto en la portada y algo sobre los principios del Partido Baaz al principio, pero el resto era sobre sus pensamientos e ideología. Profesores graduados en la Unión Soviética nos enseñaron que el periodismo profesional es propaganda.
Durante la guerra civil que comenzó en el 2011, viví en zonas controladas por diferentes grupos rebeldes —incluyendo Hayat Tahrir al-Sham, que terminó por derrocar al régimen— en el este de Alepo y en mi ciudad natal, Idlib. Cuando lo que se convertiría en Hayat Tahrir al-Sham comenzó a formarse en Idlib a finales de 2012, era sólo uno de los muchos grupos islamistas que había, centrados principalmente en luchar contra el régimen.
En aquel entonces, todavía podía andar sin llevar el pañuelo en la cabeza, y si los rebeldes islamistas me acosaban en sus puestos de control, yo les contestaba. No les tenía miedo: yo también luchaba contra el régimen a mi manera, como periodista.
Pero entonces los yihadistas extranjeros, con su ideología extrema, comenzaron a unirse a las filas de Hayat Tahrir al-Sham. Tenían la ventaja; tenían mejor financiamiento.
La guerra civil seguía librándose; bombas de barril cayeron a mi alrededor. Vi cómo sacaban a rastras los cuerpos de los niños de una escuela cercana que había sido bombardeada. Seguí trabajando como periodista, pero ahora tenía que llevar un pañuelo en la cabeza y un abrigo largo y oscuro. De repente me exigieron que tuviera un tutor masculino al moverme por la Ciudad. Mi nombre fue puesto en listas. No quería irme, pero finalmente decidí que tenía que hacerlo.
En el 2017 comenzó mi segunda vida, en Gran Bretaña. Durante mucho tiempo, bloqueé todo lo que tuviera que ver con mi vida anterior. Sólo acepté trabajos que no estuvieran relacionados con Siria y abandoné mis antiguas cuentas de redes sociales. Reprimí el trauma, el anhelo, el amor y la ira. Era la única herramienta que tenía para seguir adelante como refugiada en Londres. Y yo era buena en eso. Después de todo, la represión es la habilidad que nos cultivó Siria.
¿Qué es la vida sin Al-Assad? Mi tercera vida ha iniciado.
A las 3:00 horas del 8 de diciembre, mi madre me despertó con voz temblorosa. Nuestros teléfonos sonaban y la televisión estaba a todo volumen. “Cayó, Zaina. Ya cayó. Assad cayó”.
Ante las palabras de mi madre, los gruesos muros protectores con los que había estado viviendo durante años se derrumbaron bajo el peso de una avalancha de nuevas ideas, lideradas por una: Puedo regresar.
© 2024 The New York Times Company