Bonjour, tristesse

Me atraen los retos espirituales, más que los de la materia, como este de ingresar al pensamiento y sentimiento de grandes hombres y descubrir las angustias de su desamparo

  • 23 de diciembre de 2024 a las 00:00
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Me atraen los retos espirituales, más que los de la materia, como este de ingresar al pensamiento y sentimiento de grandes hombres y descubrir las angustias de su desamparo, la impotencia que los envuelve y que los torna incapaces para modificar su mundo. Son varias las novelas del orbe, particularmente en español, que tratan sobre la terrible soledad de los dictadores. En “El otoño del patriarca” (1975) Gabriel García Márquez describe la vejez y desgaste que invaden la biografía del general y mandatario de un país caribeño, rememorando los tiempos de auge y de la enorme tristeza que le causó perder a su madre Bendición Alvarado, a la que El Vaticano se niega a canonizar, por lo que el general rompe relaciones con la Iglesia y expulsa al clero y a quienes se le relacionen. Entre tales exiliados marcha una novicia: Leticia Nazareno, de quien el caudillo se enamora, trayéndola del exilio para casarla. El sabor a nostalgia y la sensación de hierro oxidado que inyecta la obra sobre el gusto del lector hace que dudemos si el desconsuelo y la melancolía pertenecen al personaje o, como sugirió el mismo García Márquez, al escritor.

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El género literario dedicado a caudillos es ancestral en Latinoamérica. Comienza con “Amalia”, escrita por el argentino José Mármol en 1851 y acerca del oprobioso régimen de Manuel Rosas, llegando hoy hasta la cercana publicación, en 2000, de “La fiesta del chivo” por Mario Vargas Llosa y pasando por “El señor presidente” (1946) de Miguel Ángel Asturias. Tema que se agota o desactualiza ya que con excepción de unos pocos los déspotas son ocurrencia del pasado.

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“La sombra del caudillo” (1929) de Martín Luis Guzmán; “El recurso del método” (1974) de Alejo Carpentier; “Conversación en la Catedral” (1969), igual de Vargas Llosa y sobre Manuel Odría; la extraordinaria “Yo el Supremo” (1974) del paraguayo Augusto Roa Bastos, modelo del déspota solitario, y “La novela de Perón” (1985), por Tomás Eloy Martínez son parte esencial de la serie imaginativa en este continente.

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Tras ellos estaba previamente “Tirano Banderas” (1926) del maestro Ramón del Valle Inclán, quien inventa el esperpento para relatar las andanzas del sátrapa de una república bananera, término este inventado por O’Henry en su compendio de relatos “De reyes y coles” (1904) ambientado en República de Anchuria, que no es más que Honduras, en específico Trujillo, donde termina sucumbiendo el presidente Ramón Miraflores, que huye del país tras robar fondos públicos.

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En casi todas esas muestras el argumento pende, cual hamaca histórica, de dos puntos de suspensión: la ambición concreta y material de los sátrapas, que expolian y acumulan sin azoro a condenas espirituales o castigos reales, y la viciosa soledad de abandono y melancolía que los asfixia a pesar de sus esfuerzos por sofocarla y en que se incluyen la crueldad, el desafuero sexual y la desconfianza absoluta hacia hombres o dioses. La amargura, como la incomunicación, son monstruos enormes que desde la mente carcomen por dentro.

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¿Qué utilidad tiene ser rico y poderoso, agobiar al prójimo, construir edificios de piedra si no se es feliz? O según casos cercanos, ¿para qué es útil convertirse en narco y sumar millones si concluyes muerto o en prisión?

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