Tenía años de no usar activamente Twitter. En concreto, desde que en noviembre del 2020, un hacker suplantó mi identidad y perdí el canal de comunicación con unos 10,000 usuarios. No es el momento para contar la historia de cómo las ideas de un escritor novel pueden generar curiosidad e interés.
La semana pasada actualicé un nuevo perfil y me alisté para ver los cambios de la red cuando la dirige Elon Musk. Lo primero que me llamó la atención es la cantidad de haters o perfiles con comentarios negativos e hirientes.
En el caso del gobierno anterior era sabida la existencia de call centers que con sus con cientos o miles de perfiles falsos favorecían o desprestigiaban diferentes posturas. Salta a la vista que también ahora existe un ejército de personas dedicadas a los mismos fines. La mejor manera que conozco para fomentar el respeto es vivir el criterio “Si no puedes alabar, cállate”.
Al fin y al cabo, el silencio es el mejor castigo ante un comentario injusto u ofensivo. Decidí concederme una licencia de siete días y mordí el anzuelo comentando publicaciones de otros tuiteros y esperar sus reacciones. La primera impresión es la cantidad de tiempo perdido en comentarios inútiles que casi siempre derivan en ataques groseros. Era consciente que quien emite sus propias opiniones críticas debe estar dispuesto a recibir la misma moneda.
En mi caso los comentarios se refirieron a las acciones u omisiones del actual alcalde de Tegucigalpa, a las excusas y justificaciones de funcionarios públicos por deficiencias de gestión en temas relacionados con la energía, salud, educación y seguridad.
Para muchos perfiles, verdaderos y falsos, las horas del día se quedan cortas para hacer alardes de intolerancia o demostrar que se tiene razón en esto o lo otro, descalificar a mengano o zutano porque tienen no sé qué vínculos con la venada careta o formar un círculo pretoriano en torno a su líder político, compitiendo en quién es el que hace el comentario más hiriente, mordaz u ocurrente.
Meterse en la vida ajena sin derecho ni permiso, mentir, difamar, calumniar, pensar mal de las intenciones del otro (que solo Dios y el interesado conocen), juzgar temerariamente o sin tener todos los elementos, adular (simular para quedar bien con alguien), engañar con medias verdades o medias mentiras... todas las formas de faltar a la justicia con el uso de la palabra de mi antiguo manual de moral social se dieron cita en esta jungla que incita al odio y a la polarización.
Gracias a Dios no salí herido de esta reyerta. Una de las grandes lecciones dejadas por estos diez años de expresar mis pensamientos por escrito es la importancia de no personalizar.
Cada cual habla de la abundancia del corazón así que detrás de cada comentario poco elegante, denigratorio o injusto lo que manifiesta es la baja categoría humana de quien lo emite. Cuando uno se expresa al final estamos hablando sobre nosotros mismos y sobre nuestras percepciones de la realidad.
Al regresar a la práctica mencionada, aprendida de un santo de la Iglesia Católica, refuerzo la decisión de ser siempre respetuoso con todos. Pensar bien, no juzgar las intenciones de nadie. No caer en los peligrosos juegos de las ofensas y los ataques personales.
La vida da muchas vueltas y tarde o temprano seremos juzgados con la misma medida. Además de ser una práctica de muy mal gusto, tengo comprobado una y mil veces que más se consigue con una gota de miel que con un barril de hiel