Columnistas

El chino José  

Hace muchos años le llamábamos “chino” a cualquier compañero de estudios, vecino o conocido que tuviese gran ascendencia indígena, pues sus ojos aparecían un poco rasgados.
Hoy tenemos chinos ingresados hace varias decenas de años, descendencias por varias generaciones, éstos en varios casos se han casado con los criollos. Otros vinieron en bandadas, durante la década de los 90, huyendo de la devolución de Hong Kong a China comunista de parte del gobierno británico a fines del siglo pasado.

La mayoría de ellos tuvo que pagar 25 mil dólares a los funcionarios del gobierno de Rafael Leonardo Callejas que se encargaron de tal menester. Muchos de esos chinos, entraban con el nombre como si se tratase de vecino mío (Pedro Pérez, Juan Rivera, Tranquilino Mejía, etc.) y no sabían para nada español, al momento de ingresar a la oficina de Migración del aeropuerto de desembarco.

Todo se resolvía con traductores que contrataban los que les había permitido su venida de tan lejanas tierras. Decenas de ellos solamente entraban, se reportaban en Migración para luego abordar otro avión que les llevara a otros países de destino, especialmente Estados Unidos de América. Iban como ciudadanos hondureños, sin poder hablar una palabra en español, pero si inglés.

Hoy se encuentran ciudadanos de origen chino provenientes de ciudades de la mera China (no de Taiwán), vendiendo sus productos o servicios en la mayor parte de las colonias populosas de la capital.

José ingresó al país hace diez años proveniente de Cantón y se instaló con su mujer en una ciudad del norte del país, sin hablar ambos el español, aprendido, poco a poco, de oídas. Al poco tiempo abrió un negocio de comida china, desde luego.. Muy pronto, los pobladores se percataron que el chino compraba todo tipo de culebras que le llevasen, vivas o recién muertas, pagando de cien, doscientos o trescientos lempiras por cada una, dependiendo de su tamaño. Nadie preguntaba si los oficios eran destinados para carne del chapsuy, arroz chino u otro plato del restaurante. Muchos aseguraban que al chino le gustaba tal manjar. Tiempo después, José empezó a comer carne de cerdo y sus chicharrones. Le gustó tanto el cerdo que sólo eso quería comer con tajadas de guineo verde.

Al poco tiempo comenzó a sentir dolores intensos en sus coyunturas, manos, pies, rodillas. Ya no compraba culebras, aunque se las daban a precios irrisorios, los cipotes de la ciudad o campesinos que viajaban de las aldeas inmediatas cargando en bolsas todo tipo de serpientes, desde boas hasta tamagases y zumbadoras. A todos les decía “ya no quelel culebla, solo chanchito”.Se terminó el negocio de las culebras. Ahora José padece de ácido úrico, en grado extremo. Se le hinchan las rodillas y los pies. Le ponen inyecciones cada día y su médico le recomienda no comer carne roja, especialmente la de res y cerdo. Imposible para José.

A veces afirma no volver a comer cerdo. Los pícaros vendedores de chicharrones y carne frita de cerdo, pasan por la acera del restaurante cargando un balde lleno de ese veneno y José no puede escaparse del rico aroma que proviene de ese recipiente y llama al vendedor para comprar su porción, sabiendo que mañana vendrán a inyectarlo de nuevo. Dice estar seguro que eso lo matará, pero su gusto nadie se lo cambia.