Viajar en avión a zonas del interior de Honduras, es un privilegio que pocos pueden pagar. Los altos precios de los pasajes aéreos contrastan absurdamente con lo barato que resulta volar a Miami en algunas épocas del año.
Para muchos este lujo se convierte en una necesidad impostergable, especialmente en rutas hacia las zonas insulares como Islas de la Bahía, donde las únicas vías de acceso son el agua o el aire.
Las distancias y la falta de infraestructura terrestre obligan a depender de un servicio que debería ser confiable, pero que, en Honduras, deja mucho que desear.
Por los costos elevados, uno esperaría que las aerolíneas invirtieran en aeronaves impecables y en mantenimientos rigurosos. Sin embargo la realidad es otra.
Es común escuchar historias -y yo lo he vivido- de subirme a aviones que parecen “galones viejos” como dicen en el pueblo. Recuerdo un vuelo de La Ceiba a Tegucigalpa, donde noté piezas faltantes en el interior y ruidos que me hacían dudar de la integridad de la aeronave.
Si esto pasa en rutas principales, ¿Qué queda para destinos como Puerto Lempira donde los aviones aterrizan en pista de tierra? El desgaste en esas condiciones debe ser brutal, lo que debería traducirse en revisiones más frecuentes.
Pero dejar una aeronave en tierra implica pérdidas económicas, y parece que muchas aerolíneas parecen jugárselas antes que priorizar la seguridad de los pasajeros.
Casos recientes, como el accidente en Roatán, indican que la aeronave ya había presentado problemas en el sistema hidráulico y a pesar de la “revisión” siguió operando el vuelo hacia la ciudad de La Ceiba.
En Honduras, pareciera que la supervisión es un espejismo. Las autoridades parecen mirar a otro lado, mientras las aerolíneas funcionan con estándares cuestionables.
Sin un cambio real, seguiremos subiéndonos a esos “galones viejos”, confiando en la suerte, más que en la técnica y rezando para aterrizar sanos y salvos.
Es momento de exigir que el lujo o la necesidad de volar, no se convierta en una apuesta por la vida.