El Aula Magna está repleta de gente. Los actos de graduación ya comenzaron y las autoridades de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán desfilan por el pasillo central. Visto una toga negra y estoy en la primera fila de los graduandos. Cuando mencionan mi nombre paso al frente, junto con otros compañeros, y tomamos la Bandera de Honduras para prestar el juramento prescrito por ley: “Prometéis contribuir con vuestras luces de profesional y con vuestros esfuerzos de ciudadano a defender y enaltecer en toda ocasión el nombre de vuestra patria… Prometeís cumplir con altura y dedicación las funciones que os corresponden como profesor en defensa de los intereses de la patria, velando por la dignidad del magisterio y formando en la juventud encargada a vuestras manos una conciencia clara de ciudadanos democráticos, cultos y nobles, perfeccionandoos en constante superación espiritual e intelectual”.
Cuando levanto la mano derecha para decir “sí prometo” me doy cuenta de la gran responsabilidad que comporta el ejercicio de la profesión docente. No se ocultan los obstáculos enumerados por el profesor Ramón Ulises Salgado cuando agradece que esta promoción lleve su nombre: dificultades de presupuesto, bajos resultados académicos en los estudiantes, desprestigio de la carrera docente.
A nivel personal, pienso en los compromisos que conlleva el ejercicio de esta noble profesión, pero también en la enorme satisfacción por la gratitud y el cariño de varias generaciones de estudiantes servidas de forma abnegada. En ninguna otra profesión es más evidente este principio; solo se transmite lo que se posee. La función primordial de un docente no es la de ser un simple transmisor de conocimientos, estos debe poseerlos y además en grado eminente, esto se da por descontado; pero su función va mucho más allá.
En primer lugar hace falta transmitir un fuerte deseo por aprender. Adquirir no solo conocimientos sino también virtudes y habilidades imprescindibles para la vida. Transmitir el deseo de aprender poseído por los grandes maestros de la historia. Para esto es necesario “saber que no se sabe”. Sócrates fundaba en esto la base de la auténtica sabiduría.
El examen sincero de la propia realidad nos lleva al convencimiento de que siempre se puede mejorar, en esto se fundamenta la calidad educativa. Aristóteles comenzaba su libro de Metafísica diciendo que todos los seres humanos por naturaleza deseamos aprender. La labor de un verdadero docente será la de obstaculizar lo menos posible este deseo. En todo caso deberá esforzarse por facilitar a los demás el camino que tal vez a él mismo le resultó arduo; ejercitar la mejor pedagogía consiste en explicar de forma sencilla y accesible los entresijos complejos de la ciencia.
Puede parecer paradójico, pero más que en hablar y explicar, el buen docente es un experto en observar y en escuchar. Solo así puede conocer de verdad a sus estudiantes y por este medio aprender a quererlos, uno a uno, con sus dificultades, necesidades y expectativas. El amor auténtico impide al docente convertirse en un burócrata del sistema. El verdadero interés, además de facilitar un conocimiento más profundo de sus estudiantes, le lleva a involucrarse por entero de modo que convierte su profesión en una vocación de servicio. Se descubre entonces que la única forma honesta de ejercer la docencia es poniendo el corazón, pues, esta es la única forma de llegar al fondo de la principal lección que se puede dar o recibir: ayudar a ser mejor persona.