Columnistas

Guineos y mínimos

Como buen capitalino, aprendí desde muy pequeño a decirle “mínimo” a los bananos, a comer nacatamal con tortillas y a caminar por las estrechas calles y aceras del centro de Tegucigalpa esquivando carros y evitando pisotear a los demás transeúntes.

Bien por imitación o porque algunas habilidades se transmiten en los genes -como el gusto de mojar el pan de yema en el café vespertino-, adquirí muchas de las características del natural del Distrito Central, sin darme cuenta de su peculiaridad hasta que, siendo niño, visité por primera vez en la costa norte a unos parientes de mi padre.

Recuerdo bien mi suspicacia cuando me ofrecieron guineos la primera vez (¿cómo podía imaginarme que así le llamaban a los mínimos en San Pedro Sula?) y mi desencanto cuando me sirvieron pan blanco en vez de las tortillas para acompañar la cena. Nacido en la que se conoció como Villa de Concepción (Comayagüela), igual que todo niño creía que no había aceras, calles y avenidas más anchas que las de mi pequeño mundo... hasta que conocí las del barrio Medina Concepción en la ciudad norteña.

Allá se podía transitar a pie sin estorbar a los demás y hasta jugar pelota de una banqueta a la otra.... ¡y había un tren grandote a unas cuantas cuadras, no como ese pequeñito con el que jugaba mi hermano mayor!.

Hijo de una “descalza” de Comayagüela -como le gustaba a mi padre llamar en broma a mi madre- y de un “encopetado” de Tegus -trato que le devolvía ella socarronamente- gracias a esos viajes fuera de la ciudad y no tanto a la escuela, aprendí las diferencias entre las realidades que vivimos los hondureños de región a región.

En mi veintena, soporté las bromas de un cantinero ceibeño en su Feria Isidra al pedirle una cerveza Imperial, delatando mi origen en una época en que las fronteras internas del país las demarcaban también las zonas de venta de cada cerveza (estaba yo en “territorio Salvavida”).

Hace un par de décadas, el intercambio cómplice de miradas y la correspondencia de afectos unió mi vida a la de una copaneca (de Copán Ruinas, para más señas) y, como suele ocurrir en estas historias, del cariño surgieron dos criaturitas (Miguel Andrés y Paula María) cuyo gentilicio real estaba en dudas hasta que ambos lo decidieron cual árbitros.

Habiendo nacido los dos en Tegucigalpa, no podían ser sino capitalinos, pero el rapaz dijo a sus seis años que no opinaba lo mismo y empleó convincentes argumentos para afirmarlo. “Nosotros somos copanecos, papá” dijo un día con certeza, “porque nacimos de una panza copaneca”, respuesta ingeniosa que hizo sonreír a quienes le escuchamos, pero que no nos sorprendió para nada pues, a diferencia de su padre, tanto él como su hermana llaman “huisquiles” a los “patastes”, “cuscuruchines” a los “ronrrones”, “chayas” a las “chinas” de vidrio, “pozoles” a las migajas, “chipa” a la cabeza y desde “ishocos” (niños) les gustó que los llevaran “a cucuche” y no “a tuto”.

Así las cosas, no es de extrañar que en casa solo se coman “guineos” y nadie -excepto yo, el forastero y solitario citadino- añore los “mínimos”...