Jamás podríamos estar del lado de la censura y abominaríamos de cualquier intento de subyugar la libertad de expresión, no sólo por convicción y doctrina formativa, sino que en este oficio del periodismo el tema nos involucra a diario.
Pero hemos entendido que este derecho, como todos lo demás, tiene límites, y aquí es donde se pierden algunos.
Si lo pasamos en limpio, diríamos que no se puede ir por ahí diciendo lo que a uno se le ocurra sin consecuencias.
Hay algunos en medios de comunicación y redes sociales acusando rabiosos a funcionarios públicos, políticos, empresarios, instituciones sin ninguna prueba.
Es común señalar a quien sea de “narco” o “corrupto” sin demostrarlo. Y contra las mujeres ni digamos, no quiero repetir sus injurias.
Pero no sólo se peca por comisión, también por omisión, es decir, que no les basta arremeter ellos mismos con sobrada irresponsabilidad contra quien sea, sino que permiten y alientan a otros -en forma de entrevista- para que despotriquen descosidos, atizando el fuego de esta discordia y confrontación que sufre nuestro país.
Una definición básica señala que la libertad de expresión es fundamental, pero no absoluta, tiene límites.
Si nos ponemos académicos copiamos lo que dice la Convención Americana sobre Derechos Humanos: “Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común en una sociedad democrática”.
Hace algunos años no era posible que nosotros publicáramos insultos violentos, acusaciones indemostrables, incitaciones al odio; tampoco se lo permitíamos a un entrevistado, porque nos sentíamos corresponsables.
No es que fuera perfecto, pero hasta la inclinación de una noticia o el respaldo a una persona o idea se filtraba sutil, a veces, imperceptible.
Con la irrupción abrumadora de redes sociales brotaron infinidad de periódicos digitales; y está bien, entre más opciones, mejor; que cada uno luche por sobrevivir y destacarse.
El problema es que busquen salida en las noticias falsas, la calumnia y el amarillismo, y desgraciadamente es lo habitual.
Lo peor, para competir, muchos medios tradicionales se apegaron a esto, hasta la tele y la radio tienen páginas en internet con sus vicios.
En más de tres décadas que llevamos en este ejercicio, nunca habíamos visto tanta promoción del odio, la violencia, la descalificación, y el ataque devastador del derecho al honor, la intimidad y la imagen de la persona, y es tan frecuente que parece normal, y a nadie se castiga.
Por eso, cuando alguna vez querellan a alguno por calumnias, invoca enardecido la “Libertad de expresión” y busca desesperado el respaldo de otros iguales. Ese derecho exige responsabilidad ética y social.
Aquella norma periodística de verificar, contrastar y equilibrar la información naufraga frente al interés económico, político y el sensacionalismo.